Saturday, January 31, 2009

Shahbandar se busca. Tratar en la Argentina

En un hermoso artículo en inglés, publicado ayer en The Washington Post.com, el periodista Anthony Shadid analiza la cotidianeidad del Café de los Mártires, café de Bagdad más conocido por su antiguo nombre de Café Shahbandar y organizado sobre las ruinas de un centenario café destruido en 2007 por una de las tantas bombas disparadas contra territorio iraquí durante el largo conflicto desatado en 2003 por la intervención militar foránea promovida por la Administración Bush.
En el relato de Shadid, el actual Shahbandar rezuma política por doquier. La exuda desde sus inmaculadas paredes de ladrillo, donde coexisten retratos del último rey iraquí Faisal II y sus herederos con imágenes de un puente de pontones de la Primera Guerra Mundial sobre el Tigris y fotografías de los cuatro hijos y nieto del propietario, muertos en una guerra sectaria.
En vísperas de la primera elección iraquí en cuatro años, la política se ha convertido inevitablemente en el principal tópico de conversación de los habitués del Shahbandar de Shadid, cuyas palabras, mechadas de proverbios y poesía, intentan vaticinar las consecuencias de unos comicios celebrados en vísperas del retiro de las tropas estadounidenses estacionadas en Irak (dispuesto por la Administración Obama) y aparentemente destinados a modificar sustancialmente el panorama político iraquí.
Los habitués del Shahbandar de Shadid, consumidores de té embutidos en raídos chalecos, comparan el actual clima electoral con el reinante en vísperas de los comicios de 2005, cuya principal característica no parece haber sido la elección de los candidatos, sino la elección en sí misma, destinada a suprimir una realidad válidamente recusada por el iraquí promedio.
Los temores de los habitués del Shahbandar de Shadid no son arbitrarios. Las elecciones del 1º de febrero de 2009, destinadas a ungir a catorce gobernadores provinciales, prometen ser los comicios más reñidos de la historia iraquí y parecen estar acechados por el fantasma de la sombría votación de 2005, signada por el boicot electoral sunita y el crecimiento de unos partidos islamistas políticamente basados en organizaciones clandestinas en el exilio, redes subterráneas entretejidas bajo Saddam Hussein, el apoyo de Irán y otros países limítrofes y la ocasional intervención de la milicia. Esa letal combinación de factores disolventes motivó el estallido, verificado en 2006, de un mortífero conflicto armado, soportado por el iraquí promedio durante dos años.
Las elecciones no son en absoluto una panacea. En ciertos aspectos, han revelado un panorama aún más precario que el heredado en 2003 por las fuerzas de ocupación estadounidenses. Los habitués del Shahbandar de Shadid no lo ignoran. A algunos les preocupa la arremetida de los señores de la guerra. A otros les preocupa el carácter difuso de la frontera kurdo-árabe con el Kurdistán autónomo.
Jassim Ismail, docente jubilado, fumador de pipa de agua y fiel devoto del Shahbandar de Shadid, sentencia que Irak jamás progresará si se ancla en el pasado. Ismail compara al actual Irak con una alfombra desgarrada, que los iraquíes están remendando trabajosamente. El añoso ex docente se muestra optimista. Considera que el pueblo iraquí logrará recomponer adecuadamente la castigada anatomía alfombrada de su patria. En el relato de Shadid, el comentario de Ismail es objetado por el treintañero Ahmed Azz al-Din, imprentero y habitué del Shahbandar, quien alega que la alfombra iraquí ya no lucirá como antes.
En el relato de Shadid, Ismail, con su pipa de agua apagándose lentamente, da por concluidas sus “horas oficiales” en el Shahbandar y define como “un comienzo” los comicios del próximo domingo. “Ciertas personas y yo sentimos que, de no votar, seremos responsables de la continuación de una mala situación”.
En el Shahbandar de Shadid no se habla sobre fútbol. No se despotrica hipócritamente contra las prácticas electorales. No se vilipendia de manera simplista e insincera al gobierno de turno. No hay tres televisores eternamente sintonizados en reiterativos eventos futbolísticos, deplorables programas de entretenimiento o pésimos canales amarillistas de noticias. Se abordan temas serios comunes a todo un pueblo. Los contertulios no se faltan recíprocamente el respeto. Las decoraciones intentan rescatar la memoria colectiva. Los comentarios de la concurrencia intentan congeniar recíprocamente pasado y presente y mostrarse optimistas, no ingenuos, respecto del futuro.
Seamos francos: la Argentina necesita muchos Shahbandar.

Comentario: este escrito se basa estrictamente en una traducción al castellano del artículo de Shadid, efectuada por el autor

Tuesday, January 20, 2009

Desgobernados y desinformados

En mi entrada Sin medios y sin Estado, publicada en este espacio el 16 de noviembre de 2008, intenté imaginarme, basándome en la singularísima novela Diario de la guerra del cerdo, de mi inolvidable compatriota Adolfo Bioy Casares, una sociedad librada de una excesiva injerencia mediática y gubernativa, por no decir de toda intervención de tales características.
Por estos días, leyendo La campesina, gran novela del escritor italiano Alberto Moravia, descubrí, en otro texto literario de alta calidad, otro ejercicio de imaginación de ese jaez. En su relato, Moravia narra las peripecias de Cesira, campesina trasladada a Roma en su juventud y convertida en esposa de un cínico comerciante de la Ciudad Eterna y madre de la muy católica Rosetta. Al enviudar, Cesira hereda la tienda de su esposo, enfrascándose en su hábil conducción del negocio marital, bruscamente interrumpida por el ingreso de Italia en la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente dislocación de la vida socioeconómica italiana. La nueva situación itálica impulsa a Cesira a replegarse hacia su patria chica, junto con su hija, quien, acostumbrada a la vida citadina y enamorada de un soldado enviado al frente yugoslavo, acata de mala gana la decisión materna.
Cesira y Rosetta desembarcan en una inhóspita región montañosa, donde apechugan trabajosamente con los desconfiados nativos, tan castigados por la contienda como las dos forasteras. Los montañeses, gente dura y mayoritariamente iletrada, luchan por sobrellevar airosamente una ingrata cotidianeidad, signada por la carestía, la escasez de alimentos y la falta de noticias y de una autoridad clara. La comida está carísima y difícil de hallar, situación esporádicamente matizada por opíparos banquetazos de sopa de pasta y pétreo queso de oveja. Los sufridos personajes de Moravia repiten empecinadamente que los aliados pronto los rescatarán de las garras del abusivo invasor alemán, que los priva reiteradamente de alimentos y deporta a tétricos campos de concentración germánicos. Los meses pasan, la comida sigue escaseando y sin abaratarse, los aliados no llegan y los alemanes siguen causando, tras un barniz de teutónicos buenos modales, verdaderos estragos entre los harapientos italianos sometidos, al principiar 1944, a la ya tambaleante tiranía nazi.
Los montañeses de Moravia, ávidos de buena comida e información confiable, envían, contra el pago de una suma de dinero, a Paride, un hombre buenazo y cándido, tan analfabeto como sus famélicos coterráneos, al remoto domicilio de un médico, habitante de un pequeño pueblo, poseedor de uno de los contados aparatos de radio de la región y eventual fuente de información adicional de los iletrados campesinos, sin otro acceso a los medios que la del joven Michele, único graduado universitario de su montañés caserío, cuyo rudimentario conocimiento de la lengua alemana le permite acceder de algún modo a los desconsiderados invasores germanos y los esporádicos y poco fiables comunicados militares redactados, por manos alemanas o inglesas, en el idioma de Thomas Mann.
Al cabo de tres días, Paride regresa al lado de sus compañeros de infortunio. Vuelve con las manos casi vacías, pues en su lugar de destino la comida escasea tanto como en la zona de residencia del ingenuo montañés, quien presenta un delirante parte de situación, que atribuye el presunto fracaso del célebre desembarco aliado en Anzio al inoportuno compromiso nupcial de la guapa hija de un almirante estadounidense, principal responsable del operativo militar, con el vástago del general en jefe de las fuerzas estadounidenses en Europa. Con su cruel ironía, el ilustrado Michele pone en duda la objetividad del informe del crédulo Paride, preguntándole con sorna si recibió tal información por vía radial o, en su defecto, de boca de un poco creíble cantor callejero apostado en la plaza del pueblo de residencia del citado facultativo.
Privados de medios y Estado, los empobrecidos personajes de Moravia no saben quién está ganando una guerra responsable de la devastación de naciones enteras y la muerte de 55 millones de seres humanos. Tampoco saben quién está gobernando Italia. ¿Los fascistas? ¿Los alemanes? ¿Los aliados? Imposible saberlo con certeza en esos ásperos pasajes sujetos a crueles privaciones. Sólo Michele, único erudito de una comunidad analfabeta, afirma clarividentemente que los jactanciosos alemanes tienen la guerra perdida de antemano, vaticinio ratificado en el cercano año de 1945, cuando los personeros del vanidoso III Reich firmen ante una delegación aliada el armisticio de Reims, que, a diferencia de la paz de Versalles, humillación mayúscula para la nación germánica, Alemania no podrá vengar, debiendo incluso soportar la prolongadísima bipartición de su territorio impuesta por la Guerra Fría, recién superada con la reunificación alemana de 1990.
A excepción de Michele, verdadero predicador en el desierto, nada de eso saben ni intuyen los sufridos personajes de Moravia. Aún faltan largas décadas para materializar el acceso de remotos pueblos de Italia y muchos otros países a la televisión satelital, a la Internet y a las notebooks con wi-fi, cuya invención dista años luz del contexto histórico relevado por el literato italiano. Que no siempre son garantía, en el mundo actual, de una adecuada información mediática y de consolidación de una autoridad estatal frecuentemente tan alicaída como en el tramo del pasado recreado por Moravia, aunque la actual crisis económico-financiera internacional haya incitado a numerosos gobernantes a preconizar el refuerzo de la intervención gubernativa.
El caso argentino patentiza nítidamente esa urticante realidad de nuestro tiempo. La irresponsable liberalización de nuestros mass media, decretada con absurda precipitación por la administración menemista y aparentemente irreversible casi dos decenios después, ha deformado tanto la visión de la realidad nacional como la falta de información cotidianamente soportada por los sufridos personajes de Moravia. Esa espeluznante situación parece tan difícil de superar como el aterrador retroceso estatal de decenios anteriores. Pero ello no anula en absoluto el carácter imprescindible y factible de su saludable, inmediata y plena superación. Esforcémosnos por materializarla por el bien de todos.

Monday, January 19, 2009

Good luck, Mr.President

Mañana, 20 de enero de 2009, Barack Hussein Obama prestará juramento como el cuadragésimo cuatro presidente estadounidense y el primer mandatario no blanco en la vida independiente de su patria. El nuevo inquilino de la Casa Blanca tomará posesión de su alto cargo en un momento particularmente complejo de la historia de la nación norteamericana, con graves repercusiones internacionales. Hace nueve años, un correligionario de Obama transfirió su egregia magistratura con unos Estados Unidos económicamente consolidados y dotados de algún prestigio internacional. Obama los recibe en bancarrota y con una imagen externa enlodada por los gruesos errores gubernativos de su predecesor republicano.
La asunción de Obama constituye un hecho de la máxima trascendencia. En un país sin voto obligatorio, con millares de empleos y viviendas amenazados por la recesión, millones de agobiados sufragantes han cifrado en un mulato hawaiiano las esperanzas tronchadas por la caucásica dirigencia política tradicional de su tierra natal.
Eso representa Obama para sus votantes: una esperanza, cuya ausencia impide vivir, como sentenciase alguna vez su talentoso compatriota Marlon Brando, uno de los más grandes actores de todos los tiempos y un hombre dotado de una cierta sensibilidad. Obama representa esa esperanza jamás vana y coraje siempre mejor postulados por nuestro talentoso compatriota Jorge Luis Borges. Esa esperanza humilde, única fortuna del corazón, postulados por nuestro talentoso compatriota Alfredo Le Pera, cuyo inmortal musicalizador Carlos Gardel, nuestro talentoso compatriota por opción, cautivase con su arte a la patria de Obama poco antes de su fatídica defunción en Medellín. Obama no sólo representa una esperanza para su patria, sino también para el resto del mundo, jaqueado, como la patria de Obama, por la más difícil coyuntura socioeconómica mundial del último quinquenio.
A Obama le espera un duro esfuerzo. Pero no sólo a él, sino también a los millones de seres humanos, estadounidenses o no, actualmente acechados por una situación adversa. Todo lo que puedo decir de momento a Obama es: Good luck, Mr.President.

Monday, January 12, 2009

Prohibido ser sibarita

Durante el desdichado periodo neoliberal de 1989-2001, los avisos publicitarios argentinos fomentaron predominantemente el consumo a bajo costo de grandes volúmenes de artículos de primera necesidad y alta calidad. Dicha tendencia, plenamente acorde con la realidad nacional, se cortó abruptamente con la reactivación económica iniciada en 2003.
El aviso publicitario promedio del periodo 2003-2008 promovería el consumo elitista de productos sofisticados y teóricamente inaccesibles y prescindibles para el consumidor promedio. Los vistosos anuncios de las firmas de tecnología de punta desplazaron a los proletarios catálogos de ofertas de las cadenas de supermercados e hipermercados.
La proliferación de semejantes avisos parecería insinuar que la Argentina, con los esposos Kirchner en la Casa Rosada, pasó a tener una renta per capita anual digna de un poderoso emirato petrolero. Huelga decir que no es así. En la actual Argentina, el jubilado o asalariado promedio difícilmente pueda llevar una innecesaria vida rumbosa.
Meses atrás, un grupo de docentes estatales bonaerenses se quejaba amargamente, en presencia mía, de sus condiciones laborales y negaba tener dinero para comprarse una computadora para trabajar. Ello no le impedía desplazarse en vistosos rodados (cuya versión 0 km no debía costar menos de 60.000 pesos) y reconocer que había invertido la nada desdeñable suma de 1000 pesos en adquirir un teléfono celular y un par de zapatillas para sus hijos, cuando la lógica más elemental niega acertadamente la necesidad de dotar de un teléfono celular a un niño o adolescente y el sentido de comprar calzado caro para pies en edad de crecimiento. ¿Qué sentido tiene comprar zapatillas de 400 pesos para chicos que en cuestión de meses pueden necesitar calzado tres medidas más grandes? Y, ante todo, ¿qué necesidad hay de ser un sibarita? Comprémosles zapatillas abrigadas de 100 pesos para el invierno y alpargatas de 30 para el verano. Si ponen mala cara, batámosles la justa: que cuesta mucho ganar plata y no se puede tirar manteca al techo. Algún día lo vivirán en carne propia. Más les vale saberlo. Tarde o temprano, nos agradecerán esa enseñanza.
Puede que la actual crisis internacional golpee menos duramente a la Argentina que a otros países. Pero la austeridad jamás será descabellada. Al consumismo elitista actuamente promovido por los publicistas, opongamos un saludable ascetismo.

Saturday, January 10, 2009

Shemá, Israel

En el verano de 1992, poco antes de mi vigésimo segundo cumpleaños, cayó entre mis manos la novela El penitente, del escritor polaco-estadounidense Isaac Bashevis Singer, literato judío de lengua ídish, nacido en 1904, galardonado en 1978 con el Premio Nobel de Literatura y fallecido en 1991. El penitente es el relato en primera persona de la vida del judío polaco Joseph Shapiro, sobreviviente del Holocausto, radicado en los Estados Unidos recién concluida la Segunda Guerra Mundial, que abjura de las dos grandes opciones ideológicas de la Guerra Fría (capitalismo y socialismo) y, resuelto a alejarse de una vida a su juicio pecaminosa, se instala en Israel con la intención de vivir según la ley judía, desdeñando penosamente voces internas y externas contrarias a su nuevo programa existencial.
No soy judío. Empero, los judíos no son ajenos a mi vida. Imposible que así sea en la República Argentina, cuya comunidad judía, de medio millón de integrantes, es, por su número, la tercera colectividad hebrea del mundo. Imposible que así sea para argentinos como quien suscribe, con edad suficiente para recordar los horrorosos atentados contra las antiguas sedes de la embajada israelí en Buenos Aires y de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), cuya investigación judicial sigue sin ser satisfactoria al día de la fecha. Imposible que así sea para argentinos como quien suscribe, hijo de miembros de la comunidad médica argentina, tan abundante en judíos.
Cursé mis estudios primarios (y parte de los secundarios) en una escuela privada laica con un alumnado mayoritariamente judío, a cuyo lado despertó mi conciencia política, a raíz de la consagración de la figura del doctor Raúl Alfonsín, consumada en 1983 y apoyada con entusiasmo por la comunidad judeo-argentina y quien suscribe, para desesperación del peronista impenitente de mi padre. Teniendo yo catorce años, el judío César Milstein devino en el quinto Premio Nobel argentino consagrado en menos de medio siglo. Tuve una odontóloga y un psicoterapeuta judíos. Judíos son algunos de los mejores amigos de mis padres, unidos a estos últimos hace décadas por inquebrantables lazos de amistad y próximos a mi familia en la buena y en la mala. Judíos son algunos de mis mejores amigos
He tenido oportunidad de interiorizarme sobre los evitables horrores del absurdo antisemitismo y solidarizarme con sus víctimas, mediante la lectura de impactantes libros, que también me permitieron documentarme sobre la cultura judía. Entre ellos figuran La memoria de Abraham, de Marek Halter, Los judíos secretos. Historia de los marranos, de Cecil Roth o la monumental Historia de los judíos, de Paul Johnson. Ni qué decir de ciertos textos literarios de autores judíos, como El proceso, de Franz Kafka, o Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff.
Empecé a entusiasmarme con la música al caer en manos, en vísperas de mi décimo quinto cumpleaños, una versión magnetofónica de la Quinta Sinfonía de Beethoven y la Sinfonía Inconclusa de Schubert, interpretada por la Filarmónica de Nueva York y dirigida por el afamado director de orquesta judeo-estadounidense Leonard Bernstein.
Pocas películas han parecido tan conmovedoras o polémicas a quien suscribe, veterano cinéfilo impenitente, como E.T., El color púrpura, El imperio del sol, La lista de Schindler y Munich, del cineasta judeo-estadounidense Steven Spielberg, cuyo connacional judío Woody Allen figuró entre mis cineastas predilectos de mis años de estudiante secundario. Imposible olvidar joyas cinematográficas como Broadway Danny Rose, La rosa púrpura de El Cairo, Hannah y sus hermanas, Manhattan, Días de radio, Annie Hall, Play it again, Sam.
Aprecio mucho a los judíos. Y, como los aprecio, me duelen ciertas actitudes suyas, a mi entender evitables. La agresiva intervención militar israelí en la Península de Gaza, arreciada en los últimos días, constituye a mi entender un ejemplo palmario de esas actitudes. Lo triste del tema es que el gobierno israelí y la comunidad judía internacional están haciendo caso omiso de las buenas advertencias de los organismos multinacionales, llegando al extremo de obstaculizar el ingreso de ayuda humanitaria para el castigado pueblo palestino.
Shemá, Israel. Escucha, Israel. Tu pueblo es un pueblo de víctimas, no de victimarios. Es el pueblo de los esclavos de los faraones y de Nabucodonosor. Es el pueblo de la Diáspora, de las víctimas de la Inquisición, de los pogroms y de la Shoah. Es un pueblo destinado a superar la visión lacrimógena de su pasado, siguiendo el consejo de David ben Gurión, no a remover estúpidamente el cuchillo en la herida. Es un pueblo destinado a hacer la paz, no la guerra. Los palestinos son musulmanes. ¿Acaso tu pueblo olvida que el Islam protegió a los judíos perseguidos por la cristiandad europea? ¿Es posible que tu pueblo haga la guerra a sus antiguos benefactores y conviva pacíficamente con sus otrora perseguidores?
Lamentablemente, los judíos conscientes de su destino de paz parecen escasear en la actualidad y son tildados por sus propios correligionarios, con esas u otras palabras, de infames traidores a su colectividad. Es el caso de nuestro compatriota Daniel Barenboim, gran director de orquesta con un hermoso discurso conciliador injustamente menospreciado por muchos judíos, quienes no aprueban su bella iniciativa de crear una orquesta binacional palestino-israelí y su insistencia en tener más en cuenta los indiscutibles méritos musicales de Richard Wagner que el antisemitismo del genial compositor alemán del siglo XIX.
Shemá, Israel. Escucha, Israel. Como el personaje de Singer, tu pueblo necesita actualmente autocriticarse y reinventarse a sí mismo. Como muchos no-judíos. Que Dios ilumine a la Humanidad, judía o no, en lo tocante a tan noble propósito.

Wednesday, January 07, 2009

Por un mundo mejor

En la película estadounidense El día que la Tierra se detuvo, Jennifer Connelly personifica a la doctora Helen Benson, científica con una cotidianeidad nada envidiable. Debe afrontar diariamente las exigencias de su competitivo ámbito laboral y, ante todo, de una compleja vida hogareña. Su marido, militar caído en acción, le ha dejado por toda herencia a su pequeño y problemático hijastro afroestadounidense Jacob, huérfano de madre y padre desde temprana edad y fruto del primer matrimonio del difunto esposo de Helen. Jacob detesta a su madrastra, con quien afirma vivir sólo porque el fallecimiento de su progenitor no le ha dejado mejor opción.
La vida de Helen y Jacob experimenta bruscamente un giro copernicano cuando, al caer la noche, madrastra e hijastro son brutalmente separados por un descomunal operativo militar, montado en la puerta de su casa y portador de la orden gubernamental de trasladar precipitadamente a Helen a un destino ultrasecreto. Helen confía a Jacob a su vecina Isabel y aborda, bajo protesta, un vehículo semiblindado que la conduce a espeluznante velocidad por una autopista premeditadamente cerrada al tránsito general, sin lograr extraer a sus captores otra explicación que la de estar siendo movilizada por una cuestión de “seguridad nacional”.
El misterioso rodado deposita a Helen en un imponente edificio de la NASA, custodiado por un megaoperativo militar digno de una Tercera Guerra Mundial. Allí, se le informa que un descomunal meteorito impactará en menos de dos horas contra Manhattan, poniendo en riesgo ocho millones de vidas. A Helen y sus colegas se los enfunda precipitadamente en unos sofisticados trajes protectores y embarca con idéntica premura en helicópteros militares.
Helen aterriza en el neoyorquino Central Park al tocar tierra el temido “meteorito”, consistente, en realidad, en una gigantesca y misteriosa esfera de acuoso aspecto. La esfera alberga una descomunal y metálica figura antropomórfica, que reacciona violentamente contra los disparos de las armas de los efectivos militares de seguridad, cuyos jefes optan preventivamente, ante la virulenta reacción del colosal androide, por ordenar un cese de fuego.
El extraño visitante viaja en compañía de un sospechoso sujeto, velocísimamente transportado, herido de bala, a un centro médico del ejército, bajo estrictísimas medidas de bioseguridad y vigilado por efectivos militares armados hasta los dientes. Con su apariencia física evitablemente humanizada por un cirujano, el alienígena es sometido a un estrecho interrogatorio por Regina Jackson, una severa secretaria de Defensa estadounidense interpretada por Kathy Bates y virtualmente convertida en la dictadora absoluta de su país, debido al precipitado traslado a sitios ultrasecretos de máxima seguridad del presidente y vicepresidente de los Estados Unidos. Mientras tanto, distintos puntos de la geografía terrestre reciben la visita de esferas similares a la aterrizada en el Central Park, provocando el pánico bursátil a escala mundial y promoviendo multitudinarias cadenas internacionales de oración, dirigidas por dirigentes espirituales de la talla del Papa Benedicto XVI.
El extraterrestre, interpretado por Keanu Reeves, dice llamarse Klaatu y pretender la aniquilación de la Humanidad en aras de la Tierra. Solicita autorización, tajantemente denegada por la intransigente señora Jackson, para dirigirse a los jefes de Estado reunidos cerca del centro de reclusión del perturbador visitante interplanetario.
Discretamente alentado por Helen, Klaatu huye de su prisión, disimulado bajo la indumentaria de un polígrafo, despojado de su vestimenta callejera por obra de los extraños poderes del inquietante alienígena. La evasión de Klaatu subleva previsiblemente a la autoritaria secretaria de Defensa, quien ordena inmediatamente su captura.
El polémico fugitivo pronto se comunicará telefónicamente con su protectora, quien recogerá inmediatamente a su protegido, al volante de su automóvil, en una terminal ferroviaria copada por una multitud enardecida por la preventiva suspensión del servicio de trenes, cuyo causante directo ingiere plácidamente un sabroso sándwich de atún, silenciosamente obtenido de una expendedora automática, a metros de sus indignados damnificados, obviamente ignorantes de su presencia. Helen y Klaatu devoran kilómetros en compañía del problemático Jacob, quien recela tanto del protegé de su madrastra como de esta última.
Helen conduce a Klaatu ante el profesor Barnhardt, Premio Nobel encarnado por John Cleese, aparentemente capaz de ayudar al controversial visitante intergaláctico y eclipsado por este último en lo tocante a la resolución de complejísimas operaciones físico-matemáticas. Serenamente sondeado por Barnhardt, Klaatu ratifica su intención de exterminar a la especie humana, a su entender responsable de los graves daños ambientales infligidos contra la Tierra, y sentencia, con terrorífica nitidez y aplomo, que el principal problema de la Humanidad no es la tecnología, sino la Humanidad misma.
Mientras Helen, Klaatu y Barnhardt negocian los destinos de nuestra especie, Jacob, relegado a un sofá, comprende, a través de un aviso televisivo, que el protegido de su madrastra es un prófugo de la justicia. Jacob notifica discretamente su paradero a una línea telefónica habilitada a tales efectos por las autoridades gubernamentales, actitud que lamentará cuando un helicóptero militar intercepte a Helen, conduciéndola ante la implacable señora Jackson, quien la hará encerrar en una celda de castigo bajo sospecha de colaboracionismo, separándola nuevamente de su hijastro y exponiéndola a ser taladrada junto al gigantesco androide de Klaatu en las instalaciones de la NASA.
Jacob y Klaatu, librados a su suerte, hacen rápidamente las paces. Ingresan en una casa evacuada y utilizan un vetusto teléfono de pared para contactarse con Helen. La señora Jackson la autoriza reticentemente a reencontrarse con Klaatu ante el sepulcro del padre de Jacob. El reencuentro se produce en el lugar acordado, donde Klaatu apelará a sus poderes taumatúrgicos para salvar a Jacob de una muerte segura. Posteriormente, el alienígena abandona la Tierra a bordo de una de las inmensas esferas posadas sobre nuestro planeta, habiendo aceptado conmutar su sentencia de muerte contra la Humanidad por una descomunal lluvia mundial de cenizas y un catastrófico apagón global. El mundo queda ceniciento, a oscuras e incomunicado.
El día que la Tierra se detuvo no es una simple película de ciencia ficción. Es, a su modo, un film político. Denuncia a su manera el catastrófico legado nacional e internacional de la segunda Administración Bush. Denuncia el atropello de la mal llamada dirigencia “bien pensante” contra ciertos sectores sociales (mujeres, individuos de color, niños) y, en líneas generales, contra el pensamiento alternativo. En vísperas de la asunción presidencial de Barack Obama, la figura de Jacob, hijo de una víctima fatal estadounidense de la ridícula “cruzada antiterrorista” del actual gobierno saliente de la Unión, nos recuerda la posibilidad de cifrar en elementos tradicionalmente marginales la solución de los peores errores de sus discriminadores. El día que la Tierra se detuvo nos recuerda que quizá estemos ante una buena oportunidad para regenerar la perversa especie humana.

Monday, January 05, 2009

Epifanía consciente

En esta Noche de Reyes, muchos niños apostarán sus zapatos junto a su lecho, con la consabida esperanza de recibir bellos regalos.
Esa esperanza forma parte de la sana inocencia infantil, cuyo costado enternecedor no exime a los adultos de su obligación moral de educar de manera realista a niños y adolescentes, futuros adultos, y señalarles los peligros de la ingenuidad, aunque a dicha educación no le convenga carecer totalmente de espacios para la imaginación y la esperanza.
La importancia de la educación realista se percibe nítidamente en los momentos históricos más críticos. Esta nueva visita de los Reyes Magos coincide cronológicamente con una grave crisis económico-financiera internacional y su inquietante correlato sociocultural. Aunque la nueva crisis pueda perjudicar menos a ciertos países que a otros, la prudencia nunca está de más, ni siquiera en los tiempos de vacas gordas.
Quienes, entre los actuales argentinos, superamos actualmente los 35 años de edad, tenemos la experiencia vital y talla moral suficientes para concientizar al respecto a los actuales niños y adolescentes de nuestra patria. Hemos padecido en carne propia las peores hecatombes socioeconómicas de la Argentina de los últimos veinte años (la hiperinflación del periodo 1989-1991 y el atroz impacto local de las sucesivas debacles socioeconómicas internacionales del periodo 1995-2001 y de nuestra muy postergada devaluación de 2002). Sabíamos casi de antemano que la bonanza económica nacional e internacional del periodo 2003-2007 no estaba destinada a la eternidad, pues nada es eterno en la vida terrenal.
Con esas u otras palabras, mi abuelo paterno decía que, en el plano material, convenía acostumbrarse a vivir con poco, pues malacostumbrarse a hacerlo con mucho impedía afrontar la adversidad con la debida entereza moral. Mi abuelo sabía lo que decía. Era el mayor de los seis hijos de un matrimonio de inmigrantes españoles de principios del siglo XX. A los ocho años había debido empezar a trabajar para llevar dinero a su casa. Con mucho sacrificio, había aprendido el oficio de panadero, abierto su propia panadería y dado a mi padre la educación que él no había podido tener. Tenía razón, razón, razón, como dice la francesa Christine Collange en su delicioso libro Yo, tu madre.
La sencillez es la clave de la verdadera felicidad. Algunos primos segundos míos de primera edad, comprendieron, a raíz del prematuro deceso de su padre, que no es feliz quien posee tres televisores de pantalla gigante, sino quien se compromete a fondo con la auténtica esencia de su ser.
Aprendan a ser sencillos, niños, niñas y adolescentes de nuestra patria. Niños y niñas de nuestra patria: no se excedan en sus pedidos a los Reyes. Nada de ordenadores portátiles. Se las pueden arreglar perfectamente con la PC de casa o del locutorio. Nada de teléfonos celulares. Los niños y adolescentes no los necesitan. Yo viví sin celular hasta los 36 años. Y no me morí por eso. Nada de derrochar dinero en unas horribles zapatillas de 400 pesos. En invierno, se las pueden arreglar perfectamente con zapatillas abrigadas de 100 pesos. En verano, se las pueden arreglar perfectamente con alpargatas de 30 pesos, sin medias. Se puede ser inmensamente feliz viajando en tren, subte o colectivo y evitando taxis, remises y vehículos particulares. Se puede ser más feliz como cliente habitual del almacén de don Juan que como habitué del Patio Bullrich. Se puede ser más feliz consumiendo agua corriente enfriada en la heladera que bebiendo Coca-Cola. Se puede ser más feliz en el arenero del Parque Lezama que en los Playlands de McDonald’s.
Señores padres, tíos y abuelos: no malcríen a sus jóvenes descendientes. No los perjudiquen educándolos para una irrealidad. Benefícienlos educándolos para lo real. Edúquenlos para la esperanza, no para la mentira. Es de suponer que nuestros niños y adolescentes pongan mala cara ante nuestra prédica. Pero ello no suprime en absoluto nuestro deber moral de perseverar en la defensa de un discurso existencial saludable. Y, mucho menos, nuestro deber moral de practicar lo que predicamos. Se educa mediante el ejemplo.

Thursday, January 01, 2009

El té en el galeón

¡Puff! Empezaron a edificar el enorme lote baldío sito sobre el bulevar Rosario Vera Peñaloza, entre la avenida Juana Manso y la calle Julieta Lanteri. Esos hinchapelotas no me dejan apoliyar. A las siete de la mañana empiezan a caer camiones, albañiles... Me empolvan impiadosamente el balcón, los marcos externos de las ventanas... Hará cosa de dos meses, un amigo convalesciente de cáncer de parótida, muy jodón, me señalaba una nota de Clarín sobre el ambiciosísimo proyecto de urbanización del inmenso terreno. Terreno que Skanska tuvo tapiado durante años, bajo el logo de su empresa, hasta que un célebre escándalo de corrupción obligó a la benemérita empresa sueca a desistir de su intención de reciclar esa ingente porción de territorio yermo. Según el noble diario de los Noble, la firma Zen City pretendía invertir 640 palos verdes en montar una auténtica ciudadela a orillitas del Canal. Edificios de 23 pisos, un shopping, un hipermercado, un complejo cinematográfico y sabe Dios cuántas cosas más. ¡Vaya heroicidad! Gatillar 640 palos verdes en estos tiempos de seca, con el sistema hipotecario internacional bailando el tap del efecto jazz sobre la cubierta del Titanic II, cuando un pobre dólar da un estirón, por decirlo con un parafraseo de las palabras empleadas por la nunca bien ponderada María Elena Walsh en su tango El 45.
En apenas dos meses cavaron una zanja para los cimientos que reíte de los buracos dejados por el Enola Gay con la bomba de Hiroshima. Trajeron unas plumas altas como el edificio Atlas. La personificación del lema positivista Ordem e progresso estampado sobre la bandera brasuca.
Tras los ineludibles acontecimientos familiares de Nochebuena y Navidad, me las piqué para San Clemente del Tuyú, donde tengo un departamentillo, un modesto pied-a-tèrre para el dolce far niente. Deliciosamente tendido en la catrera, me aboqué a la noble tarea de practicar el zapping a lo largo y ancho de la modesta programación del servicio local de TV por cable. De repente, TN, que no es santo de mi devoción, me comunicó que, sobre los cimientos de los edificios del siglo XXI proyectados por Zen City, habían encontrado ¡un galeón español del siglo XVII o XVIII! Enseguida empezaron a caer arqueólogos a sueldo del gobierno porteño, ¡hasta Macri vino!
María Elena, en tu gotán, evocando tus quince años, escribís: "Te acordás, hermana/De aquellos cadetes/Del primer bolero y el té en el galeón". Sí, ya sé que ese tangazo lo escribiste hace cuarenta años. Tu galeón no es el galeón de Puerto Madero. Así se llamaba, cuestiones ortográficas aparte, la confitería de Palermo evocada en tu tango. Si querés, venite a mi casa, escuchamos algún bolerito y tomamos el té en el galeón. Por mi barrio no pasan los cadetes militares seguramente evocados en tu gotán. Como los que movilizó don Pepe Uriburu en el año treinta, cuando viniste al mundo, para tumbarlo al Peludo. Como los que le calzaron la banda presidencial a Lonardi en el 55, cuando lo voltearon al Pocho. Por suerte pasan otros cadetes. Motoqueros. No serán tan finos como los cadetes de tu gotán. Pero, por lo menos, no derrocan gobiernos constitucionales.