Tuesday, April 24, 2007

¡Viva el voto!

El 14 de mayo de 1989 (hace hoy dieciocho años) emití mi primer voto. Desde entonces he podido ejercer regularmente ese sagrado derecho. Algo que mis padres y mi abuelo sólo pudieron estando ya considerablemente adentrados en la adultez. Mi abuelo había emitido su primer voto en plena Década Infame, signada por el llamado "fraude patriótico". Solía contarme que había encontrado su cuarto oscuro ocupado por un vigilante que, dando buena cuenta de un sandwich, había intentado infructuosamente conminar al radical de mi abuelo a introducir en su sobre de votación la única boleta disponible, la conservadora, obligándolo, en consecuencia, a "debutar" como votante con un voto en blanco. En 1951, la mujer argentina había empezado a votar, pero la proscripción del peronismo y la división del radicalismo (posteriores al derrocamiento de Perón)habían obligado a mi madre a estrenar su libreta cívica en elecciones irregulares, que llevaron a la presidencia a un Frondizi y a un Illia derrocados por golpes militares con sólo cuatro años de diferencia. Los derrocamientos de Illia y la viuda de Perón impidieron a mis padres y mi abuelo ejercer su derecho al voto durante la friolera de dieciocho años (1965-1983, con la sola excepción de las dos elecciones presidenciales de 1973). En 1983, mis padres ya eran cuadragenarios y mi abuelo tenía 65 años. Un lustro después, mi abuelo ya no estaría legalmente obligado a votar, pero, tal vez deseando ejercer regularmente su derecho al sufragio, siguió haciéndolo hasta la primera vuelta de las elecciones porteñas de 2003, poco antes de fallecer a la edad de 85 años. Mis dos abuelas, extranjeras no naturalizadas, nunca votaron, pues, hasta la década de 1990, la ley sólo autorizaba a hacerlo a los argentinos nativos o por opción. Al modificarse la legislación sobre el particular, ambas ya habían pasado los setenta años. Mis bisabuelos, todos ellos inmigrantes no naturalizados, jamás pasaron por un centro electoral argentino.
Desde ese punto de vista, yo he sido un privilegiado. Desde la temprana edad de diecinueve años he podido votar regularmente y todo parece indicar que podré seguir haciéndolo durante largo tiempo. Ningún Uriburu me ha proscrito el radicalismo. Bien por el contrario, a los trece años voté por Alfonsín en un simulacro de votación organizado en mi escuela, pocos días antes de las elecciones presidenciales de 1983 (véase mi entrada del 8/12/06, titulada Yo voté por Alfonsín). Varios de mis votos "oficiales" fueron para un radicalismo unido, antítesis de la división padecida por el partido de Alem e Yrigoyen tras la caída de Perón y de la atomización (aparentemente irreversible) experimentada por la UCR tras el estrepitoso colapso de su funesta alianza con el extinto Frepaso. Ningún Aramburu me ha proscrito el peronismo. En varias oportunidades dediqué mi voto a ese partido. Ningún Agustín P.Justo me ha obligado a votar en comicios fraudulentos. Ningún Onganía ha intentado privarme de partidos políticos. Cuando el gobierno del mal llamado Proceso de Reorganización Nacional rehabilitó los partidos políticos, en la primavera de 1982, yo recién tenía doce años. Poco me había afectado, en consecuencia, la absurda decisión de la dictadura de suspender la actividad político-partidaria.
Sé que la política y la democracia no se agotan en las urnas. Pero el voto es sagrado. Muchos de mis compatriotas parecerían suponer que los comicios sólo sirven para satisfacer la codicia de dirigentes inescrupulosos. No niego que eso puede suceder y, de hecho, ocurre. Pero no prefiero ver el voto de esa manera, sino como el saludable ejercicio de uno de los derechos más inalienables de la Humanidad: el derecho a la libre elección, que todo ser humano debe aprender a ejercer responsablemente, justificándose así plenamente la obligatoriedad del voto prescrita por la Ley Sáenz Peña. Sé que la política, como todo quehacer humano, tiene su costado sucio. No pretendo ser impoluto en ese terreno. Sé que mi voto contribuyó, en más de una ocasión, a prolongar una situación insostenible, como me ocurrió al favorecer, mediante mi sufragio, la reelección del ex presidente Carlos Saúl Menem y el ascenso de la Alianza. Así y todo, pretendo defender fanáticamente el derecho al voto, mío, de mis conciudadanos y de cuanta persona de buena voluntad desee habitar el suelo argentino, que, durante el año en curso, podremos ejercer en más de una ocasión.

Thursday, April 05, 2007

Que la inocencia nos valga

Por estos días, la TV difunde sendos avisos publicitarios de las firmas Speedy y Movistar. Speedy pretende promocionar su servicio de Internet en un corto que exhibe a un muchacho de aspecto poco avispado, apodado Beto, a quien se exhorta a abandonar hábitos aparentemente poco adultos (como el empleo de un microscopio)y mejorar su desempeño futbolístico, convirtiéndose así en un tipo "piola". El aviso de Movistar exhibe a otro muchacho aparentemente corto de genio, llamado Gerardo, ridiculizando sus lentes, su ortodoncia, su costumbre de hacerse cortar el cabello en una peluquería de aspecto anticuado, llevar su remera embutida dentro de su pantalón, coleccionar mariposas, imitar a un pato ante su familia e ir a comprar su ropa acompañado de su señora madre, como si todo ello fuese inaceptable. A Gerardo puede (según Movistar) "avivárselo" con sólo proporcionarle un teléfono celular de la firma anunciante.
En el mundo actual,la inocencia parece estar mal vista. El hombre actual debe ser "vivo", estar más que actualizado en materia tecnológica y portar por doquier su teléfono celular o notebook como un amuleto. La consigna parecería ser enterrar impiadosamente al niño que todo adulto (guste o no) lleva dentro, y que suele reaparecer (para no irse) en el ocaso de nuestra natural existencia. El chat ha relegado a un segundo plano a la charla de café y al partido de truco de las siete de la tarde (con aperitivo de por medio) en el bar de la esquina, que ya no es más el café del gallego, sino una rumbosa confitería con bellas camareras. Cientos de quinceañeros asisten a su escuela media portando sendos teléfonos celulares e intercambiando innumerables mensajes de texto.
En un mundo semejante no parece haber espacios para Betos y Gerardos. Los necesitamos. Porque el mundo actual no sólo necesita internautas y usuarios de telefonía celular. También necesita espacios para la inocencia.

Monday, April 02, 2007

Mis guerras

El 1º de abril de 1982 cumplí doce años. Al día siguiente los argentinos amanecimos con la noticia del desembarco argentino en las islas Malvinas. Poco o nada sabía yo de ese remoto archipiélago. Según mi libro de lectura del cuarto grado de la escuela primaria, el mismo había sido ocupado por los ingleses en 1833. Súbitamente, las gélidas islas del Atlántico sur ocupaban un lugar en mi mente infantil. Acuden a mí ciertas imágenes. La de mi hermana María (diez años recién cumplidos) procurando puerilmente, junto con quien suscribe,que nuestro abuelo paterno,panadero de oficio, empiece a vender el clásico budín inglés bajo el nombre y lema de "budines Malvinas, dignos de las mesas argentinas". Quien suscribe rebelándose contra la intempestiva decisión de su señora madre de ponerle una profesora particular de inglés en pleno conflicto.Quien suscribe negándose a hacer nada que no involucre a un país que no hubiese apoyado a nuestra patria en su enfrentamiento con el Reino Unido. Quien suscribe redactando una carta para los soldados argentinos destinados en las Malvinas, recomendándoles ingenuamente que canten para darse ánimos (un cuarto de siglo después,aún no me consta que la misma haya llegado a destino). Quien suscribe indignándose, sentado en el sillón de su peluquero, ante la capitulación de Menéndez.
La guerra de Malvinas fue mi primera guerra. Pude haberla tenido a fines de 1978, cuando Chile y la Argentina estuvieron al borde de un enfrentamiento armado en el Beagle, finalmente evitado. El destino quiso otra cosa.
En febrero de 2003 visité Turquía. Los Estados Unidos se disponían a invadir Irak y el gobierno turco se resistía a autorizar el cruce de las tropas estadounidenses a través de la frontera turco-iraquí, afortunadamente muy alejada del norte de Turquía, donde me alojaba yo. De allí pasé a Grecia. Mi sed de noticias y mi perfecta ignorancia de las lenguas turca y griega me impelían a buscar información televisiva sobre el particular en inglés o castellano. Al regresar a Buenos Aires, hubo quien me preguntó si había visto pasar a las tropas estadounidenses. Huelga decir que no.
Yo también tuve mis guerras. Porque no sólo las tienen quienes van al frente de batalla.