Saturday, July 26, 2008

El tranvía

Son las ocho y media de una fría y brumosa noche de sábado de junio en Puerto Madero. Mi departamento está desaforadamente calefaccionado, pero debo salir a encontrarme con mis amigos en la zona del Abasto y, como intuyo que hace mucho frío, me embucho las pilchas más abrigadas del ropero. Calzoncillo largo, medias de lana, camiseta de manga larga, polera, polar sin capucha, chalina de seda al cuello para proteger la garganta, guantes gruesos, gorra de invierno. Otra que la Antártida. Calzo unos sólidos zapatos de invierno otrora pertenecientes a mi padre. Deben haber sido fabricados hace no menos de un cuarto de siglo y lucen indestructibles.
Bajo en el ascensor hacia la planta baja (yo vivo en un segundo piso). Ascensor ultramoderno. Puertas automáticas. Señalizador de pisos electrónico. Botonera con caracteres Braille para los no videntes. Detector de sobrepeso. Una vez subí a ese ascensor con tres o cuatro gomías, casi todos más bien tirando a gorditos. El detector se disparó y nos cagamos de risa. Tuvimos que dividirnos y bajar en ascensores distintos. Qué le va a hacer, como decía mi abuela, que también fue gorda. Ahora está en un geriátrico y flaca como un escarbadiente. Tendrían que darle mejor de comer, pobrecita. En fin. Cosas de la vida.
Llego a la planta baja. Saludo al vigilador de turno. Los conozco a todos. Hace siete años que vivo en Puerto Madero. Gracias a mi otra abuela, que tenía unos morlacos invertidos en un telo de Villa del Parque, de cuya venta, concretada en vida de mi abuela, mi vieja heredó sus buenos mangos. Gracias a eso, pudimos abandonar la mediocridad de barrio gris de la República de La Boca y mudarnos a este barrio re-fashion. No. Estoy jodiendo. Quiero mucho a La Boca. Allí viví 31 de los 38 años que llevo vividos hasta ahora. Como vivo cerca y mis viejos y yo tenemos alquilados allí dos departamentos, que yo administro, sigo yendo todos los meses. Además, desde mi departamento de Madero diviso perfectamente mi antiguo barrio.
Salgo a la yeca. Mierda, hace frío en serio. Paso por la puerta de la farmacia de mi esquina. La esquina de Juana Manso y Rosario Vera Peñaloza. Saludo a la gente de la farmacia. Soy vecino y buen cliente. Merezco ser saludado.
Al llegar a la bocacalle espero el cambio de semáforo. Siempre lo hago, aunque alguno me haya dicho que parezco un yanqui al esperar el cambio de semáforo y dejar propina a los mozos y camareras de confiterías y restaurantes y acomodadores de cines y teatros. Allá él. Yo quiero una Argentina en serio. Debo ser uno de los pocos boludos que la quieren. Prefiero ser uno de esos pocos a ser uno de los muchos genios que se llenan la boca diciendo que la quieren y después la hacen mierda. Además, tan boludo no debo ser, porque, al menos, sé que si cruzo la bocacalle con el semáforo en contra puedo armar un desastre. Obligar a frenar de golpe al chofer de un bondi lleno hasta las pelotas y mandar a la mierda a los treinta pobres diablos que viajan de dorapa desde Retiro hasta Lanús después de laburar todo el día. Al chofer de una kombi escolar llena de pendorchos de siete años. A un tachero llevando a una vieja de noventa pirulos con andador, de vuelta a su geriátrico, con una enfermera que la llevó a hacerse una radiografía. Con ser un poquito (¡un poquito!) menos boludos este país sería otra cosa. No, en serio, cruzar la calle en mi zona no es joda. Juana Manso es la arteria rápida por excelencia de Madero Este. Cuando los automovilistas tienen el semáforo a su favor, aceleran que dan miedo. Así lucen sus Audi, sus BMW, sus Mercedes. Yo, minga de Mercedes. El único Mercedes que abordo es el bondi, ese noble invento argentino. Vivo en Puerto Madero, pero no olvido que alguna vez viví en La Boca y que mi abuelo era panadero en Lanús. Si sos sencillo, sos feliz, pero si sos sofisticado, cagaste; se te corta la buena racha y te querés cortar los huevos. Prefiero viajar colgado del Roca o del Sarmiento en horas pico a garpar 800 mangos anuales de patente por un autito de medio pelo. Que se lo metan en el culo. ¿Para qué quiero auto? ¿100, 150 mangos por llenar el tanque? Cuando visito a mi abuela en su geriátrico, allá en Temperley, voy y vuelvo por seis pesos, viajando en transporte público. ¿Para qué gastar al pedo?
Cruzo Juana Manso. Paso junto a un hotel cinco estrellas que labura a lo loco. Siempre hay algún micro o kombi de turistas estacionado en la puerta. O algún taxi. Odio a los tacheros. Son unos chantas. Al menos los de Buenos Aires. Los de Mar del Plata, no; son unos señores (o eran, porque hace lo menos doce años que no tomo un tacho en Mardel) Y no comprendo cómo odian a los colectiveros, siendo que al bondi lo inventaron los tacheros. ¿No me creen? Entren en un ciber y naveguen un poco por la Web. Lo inventaron unos tacheros que, pa'poder parar la olla, se les ocurrió, allá por mil nueve veintiocho, acondicionar sus tachos para poder transportar más pasajeros, y cobrando por pasajero, no por viaje. Por supuesto, a los primeros colectiveros se los querían comer crudos los que querían seguir laburando de tacheros. Pero esa es otra historia.
Llego a la intersección entre Peñaloza y Olga Cossettini. Todas las calles de Madero tienen nombres de minas. Así se decidió cuando el Turco decretó la creación de la Corporación Antiguo Puerto Madero, para cortar con la racha machista. Lo veo bien. Cossettini es una calle cortita y angosta. No dice nada del otro mundo. No pretendo que diga nada. La gente sencilla es feliz en parte por eso.
Cruzo Cossettini y peno con el adoquinado de tiempos de la Administración General de Puertos, conservado como simpática reliquia histórica. Porque hace no sé cuántos años, aquí no había hoteles cinco estrellas. Había un puerto. Por algo me custodia la Prefectura y no la Federal. No sé qué es mejor. Con la cana prefiero no meterme. Ellos no se meten conmigo.
Cruzo el Canal por el puente de Peñaloza. La niebla es densísima. Apenas distingo los edificios de la UCA. Yo pensaba ir a pata hasta el Correo Central, bordeando el Canal a la altura de Alicia Moreau de Justo, y después tomar el subte B. Pero no hay caso. No se ve un elefante a tres metros. Mejor voy al Correo en el tranvía de Madero. Bordeo la UCA y rumbeo hacia la estación Independencia. Al tranvía de Madero lo inauguraron el año pasado. Tiene un trayecto cortito, sólo llega hasta Córdoba. Dicen que lo van a expandir, pero, vaya a saber cuándo. En el 2004, cuando Chabán aún no le había cagado la vida, Anibalito Ibarra anunció que, en el 2007, Buenos Aires tendría cuatro nuevas líneas de subte. Hasta el momento, sólo inauguraron un tramito de la línea H. De Alfonsín se podrá decir que era un queso. Pero Saguier y Suárez Lastra, dos de los intendentes nombrados por don Raúl, nos dieron el subte E y el Premetro. Y en esa época, el subte era estatal, mal que les pese a los nostálgicos del neoliberalismo ortiba.
Con el tranvía de Madero hay que tener paciencia, porque su frecuencia es limitada. Pero viajar, se viaja bien. Eso sí: llevá monedas porque el boleto te lo vende una boletera automática tipo bondi, que sin chirolas no te lleva ni a la esquina. Saco mi boleto. Hace mucho frío. Camino por el andén (cortito el andén) porque, si me siento en un banco, me suben al tranvía convertido en una fotocopia del iceberg que cagó al Titanic.
Llega el tranvía. Supermoderno. La puerta se abre apretando un botón luminoso. Me siento. Los vagones son franceses. Cuando los estrené, todavía tenían carteles en franchute. Me hacía acordar al Metró de París. Sí, he viajado. Y en las grandes ciudades que visité, viajé en transporte público, como hace la gente sencilla. Montevideo, Londres, Roma, París, Madrid, Santiago de Chile, Ciudad de México, Nueva York, Frankfurt, Estambul... ¡Estambul! ¿Saben lo que es eso? Un monstruo que se puede recorrer de pe a pa, ¡en tranvía! ¡Minga de alquilar autos! Eso lo hice para recorrer el interior de México y Grecia. Bah, manejó mi viejo, porque yo, manejar, minga. Para algo existe el transporte público. Cuando vacacioné por las mías, contraté excursiones. Me llevaban y traían en kombi o micro, mejor que a un pashá. Así conocí el Calafate, el Cañón del Atuel... En Atenas me perdía y volvía al hotel en subte. Y no me hacía drama, porque la gente sencilla no se hace drama por boludeces.
Me siento en el tranvía. Pasa la revisora y me perfora el boleto. En el tranvía de Madero siempre lo perforan, así que tenganlo a mano. En cambio, cuando tomo el Roca o el Sarmiento, ni bola. Por algo dejaron subir al chorro que me afanó el celular en el Roca. Como odio los celulares, aproveché la bolada y me compré uno bien pedorro que guardo bajo cierre, en vez de llevarlo en el cinto, como hacía con el celu con camarita y un montón de pelotudeces al dope que me chorearon en el Roca. Aunque, a decir verdad, no sé para qué mierda tengo celular.
Suena el silbato. Se cierran las puertas. Lentamente, el tranvía se pone en marcha. Debe respetar los semáforos en contra, salvo que quiera llevarse puesto el 103 o el 111 a la altura de Azucena Villaflor. Me encanta viajar de noche en el tranvía de Madero. Ver Moreau de Justo toda iluminada, con sus restaurantes no aptos para bolsillos argentinos... Una dulzura.
Primera parada: Belgrano. Me viene a la mente la avenida Huergo, que pasa por aquí, atravesada mañana, tarde y noche por unos imponentes micros y camiones. Odio a los camioneros de Huergo porque taponan la bocacalle. ¿Quién les dio el registro? Esa pelotudez atómica la hace un pendejo de 17 pirulos de familia de guita, cuando aprende a manejar el auto de su papá, no un tipo que para la olla manejando un mionca. Una vez, un tachero lo reputeó a un camionero brasuca, que no hablaba ni papa de castellano, porque le taponó la bocacalle sobre Huergo. Como ven, cruzar la yeca por mi zona es un tema serio. ¿Tiene que cruzar Azopardo, señor, señora, señorita? ¡Ojo al piojo, sé lo que le digo, a esta zona la conozco lunga! Salvo que quiera ser feteado por un bólido que viene a los pedos desde la autopista 25 de Mayo, crucela por Humberto I, por Chile, que tienen semáforo. No lo haga de otra forma, que el seguro no lo cubre. ¿Paseo Colón? Crucela en cuotas. Cruza una banda y espera el cambio de semáforo en la plazoleta. Así, sucesivamente, hasta cruzarla del todo. Por Paseo Colón pasan bondis de todos los colores. Salvo que quiera decorar los neumáticos del 152 o los guardabarros del 143, cruce con precaución. Pero yo, argentino. Viajo como un señorito en el tranvía de Madero, sábado a la noche, pa'irme de joda con los degenerados de mi barra. Y aquí la corto, porque en la próxima me bajo. Hasta la vista, baby.

Wednesday, July 09, 2008

"Jóvenes Lucas"

Días atrás, un ignoto adolescente, a quien ciertas fuentes sindicales denominan escuetamente "Lucas" y otorgan 16 años de edad, proveniente de una familia de clase baja y alumno de una escuela media estatal del barrio porteño de Caballito, saltó a la notoriedad cuando los mass media difundieron las borrosas imágenes, captadas por las filmadoras de los teléfonos celulares de sus condiscípulos, de la pesada broma gastada a una recatada profesora por el corpulento adolescente, próximo a convertirse en el padre prematurísimo del niño gestado en el vientre de su novia, matriculada en el mismo establecimiento educativo. La cobertura mediática de ese episodio aparentemente banal instigó la inmediata intervención del renombrado pedagogo Mariano Narodowski, actual titular de la cartera educativa del gobierno porteño, quien se pronunció claramente a favor de la separación del travieso teenager de la nómina de educandos matriculados en la citada institución educacional.
Al referirse a Lucas, el conocido matutino porteño Clarín no sólo destacó su corpulencia, travesura, status socioeconómico y condición de inminente padre adolescente. También subrayó su carisma, revelado por su calidad de delegado estudiantil de tres cursos de su escuela y líder de las sucesivas protestas del alumnado de su establecimiento educativo contra las superables deficiencias infraestructurales del inmueble ocupado por dicha institución educacional. Todo ello no sólo pinta a Lucas como el poseedor de una cierta vocación política. También parecería negar que la actual juventud argentina carezca totalmente de sensibilidad política, como ya se pretendía durante mis lejanos años de estudiante secundario, cronológicamente coincidentes con el periodo presidencial del doctor Raúl Ricardo Alfonsín, poderoso despertador de mi conciencia cívica, en cuyo decurso era común referirse a los adolescentes y adultos jóvenes argentinos como seres abúlicos y políticamente descerebrados por la execrable dictadura procesista, concluida hacía pocos años.
A lo largo de nuestra historia, se ha verificado una frecuente liaison entre la política y los argentinos menores de 40 años. La Revolución de Mayo halló sus líderes e ideólogos en jóvenes figuras provenientes de la élite criolla. Durante su kilométrica segunda gobernación, Juan Manuel de Rosas debió soportar la vivaz oposición a la distancia de los jóvenes, exiliados y politizadísimos intelectuales antirrosistas, entre quienes figuraban los futuros presidentes Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento, habilísimos artífices de una magistral compatibilización entre las labores intelectual y político-gubernativa, frecuentemente tenidas por incompatibles. Durante la Revolución del Parque, ciertos elementos juveniles, entre quienes figuraban el futuro presidente Marcelo Torcuato de Alvear y el futuro dictador José Félix Uriburu, contribuyeron al desplazamiento del polémico presidente Miguel Ángel Juárez Celman, rápidamente seguido del advenimiento de la Unión Cívica Radical, nuestro primer partido político moderno. Por esos años, según Manuel Gálvez, Alvear y otros elegantes veinteañeros solían celebrar discretos almuerzos-consulta, en el suntuoso Café de París, con el futuro presidente Hipólito Yrigoyen, cuyos jóvenes contertulios veían en el sobrino de Leandro Alem un líder potencial más potable que el ya añoso tío del Peludo o el aún más anciano Bernardo de Irigoyen. Fueron jóvenes los protagonistas de la Reforma universitaria de 1918. Fueron jóvenes los "niños bien" de la alta sociedad que atacaron a los rusos judíos de Villa Crespo durante la Semana Trágica. Hubo una juventud socialista que rodeó e idolatró a Alfredo Palacios. Hubo una juventud demócrata progresista cerca de Lisandro De la Torre, cuyo protegé Enzo Bordabehere, colega del "solitario de Pinas" en la Cámara Alta, dio su vida para evitar que su mentor sucumbiera bajo las balas homicidas disparadas en su contra en pleno recinto senatorial. Hubo una Unión de Estudiantes Secundarios (UES), organizada en torno al Perón de la segunda presidencia. Hubo una "gloriosa JP" estructurada en derredor de un Perón cercano a la muerte, a la cual sigue jactándose de haber pertenecido la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Fueron jóvenes las víctimas de las Noches de los Bastones Largos y de los Lápices. Hubo una juventud alfonsinista: imposible olvidar esa Juventud Radical, esa Franja Morada y esa Coordinadora montadas, en actos multitudinarios, en derredor del legendario dirigente chascomusense, antes y después de su asunción presidencial. Hubo una juventud liberal: recordemos esa delegación universitaria de la UCD corporizada en la UPAU.
Entre 1966 y 1969, el dictador Juan Carlos Onganía promovió una absurda e inviable despolitización de la juventud argentina. Le salió el tiro por la culata. Hubo una juventud ligada al Cordobazo, contundente principio del fin para el Onganiato. Con todo, el intento de despolitización efectuado por la Morsa supo a poca cosa al lado del brutal operativo de despolitización y desintelectualización de la juventud argentina promovido por la dictadura procesista. En la película La fiesta de todos (solapado autoelogio cinematográfico del Proceso), nuestra peor dictadura parecía preconizar, como arquetipo de juventud argentina, a esos jóvenes de aspecto manso retratados sobre el celuloide como partícipes del nutrido acto de apertura de la Copa Mundial de Fútbol de 1978 (verdadera tapadera de los atroces actos de tortura perpretados, contra "subversivos" frecuentemente jóvenes, en la tenebrosa Escuela de Mecánica de la Armada, sita a corta distancia del estadio mundialista de River Plate). Una juventud "patriótica", orgullosa de su argentinidad y saludablemente alejada de las ideas disociadoras de la "subversión internacional", obligada a autoinmolarse, cuatro años después, en el gélido archipiélago malvínico, en una defensa desesperada de una dictadura indefendible.
Durante el larguísimo periodo neoliberal de 1989-2001, muchos argentinos, jóvenes o no, se llamaron políticamente a rebato, limitándose a votar y refunfuñar. Fueron los años de la "plaza vacía" postulada por Maristella Svampa y Danilo Martuccelli. Pese a los duros mandobles propinados en su contra por el neoliberalismo, el argentino promedio se retrotrajo a la vida privada. Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, castigadas por las tristemente célebres "leyes del perdón", fueron la única presencia relevante de la "plaza oficial" de ese inacabable periodo. Ni siquiera el ritual arriamiento crepuscular, oficiado por los Granaderos, de nuestra endiosada enseña patria, izada en el mástil de la Plaza Mayor, parecía despertar la aletargada conciencia cívica de los apresurados transeúntes merodeados por el fantasma de una recesión aparentemente insuperable, que, a lo sumo, condescendían en alimentar a las palomas con los granos de maíz tostado expendidos a precios de pobre por taciturnos vendedores ambulantes.
Esa prolongadísima monotonía estalló violentamente en diciembre de 2001, cuando el pueblo ganó enardecidamente las calles para protestar con justa indignación contra los evitables abusos del agonizante neoliberalismo. La juventud (harta de ver injustamente cercenado su ingreso en el proceso social) no fue ajena a dicha situación. Dos jóvenes piqueteros, llamados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, fueron abatidos por las balas policiales disparadas en su contra en las inmediaciones de la estación ferroviaria de Avellaneda, después rebautizada extraoficialmente en su honor.
En marzo de 2004, con el neoliberalismo aparentemente retrotraído hacia el pasado, la injusta muerte de otro joven, llamado Axel Blumberg, motivó la realización de la primera marcha multitudinaria presenciada por las calles porteñas desde las épicas jornadas de la Semana Santa de 1987. Ciento cincuenta mil personas, encabezadas por el acongojado padre de la víctima, brindaron un marco imponente a las arterias céntricas de la capital argentina, al recorrerlas silenciosamente, con sus manos engalanadas por modestas velas encendidas. En diciembre del mismo año, la atroz muerte de casi doscientos jóvenes, provocada por el devastador incendio desatado en el local bailable porteño República de Cromañón, desató una prolongada crisis política, rematada por la destitución del doctor Aníbal Ibarra como jefe del gobierno capitalino, decretada por la Legislatura metropolitana en marzo de 2006.
Durante el anteaño, quien suscribe cursaba sus últimas materias del profesorado de Historia en una institución terciaria del gobierno porteño. Lector impenitente e internauta reticente, bajé, del website del célebre diario chileno El Mercurio, información sobre el pronunciamiento del estudiantado secundario transandino contra el gobierno de su patria, que una altiva docente mía menospreció antológicamente como una "excusa para no hacer nada".
Excusa para no hacer nada... ¿Acaso los adultos hacemos algo para lograr que nuestros jóvenes se sientan mejor? ¿Cómo escandalizarnos ante la ocupación del Pellegrini, ocurrida el año pasado, a raíz de la decisión de separar de su cargo al rector Abraham Gak, promotor de una saludable democratización de una escuela elitista? ¿Cómo escandalizarnos ante los recientes "frazadazos" del estudiantado secundario estatal porteño, si en invierno este último tirita de frío en sus escuelas sin calefacción?
Hubo (y hay) "jóvenes K", funcionales al actual poder político, cuya aparición apenas ha escandalizado. ¿Cómo escandalizarnos ante la aparición de los "jóvenes Lucas", producto lógico de la arbitrariedad absurda de sus mayores? Dr.Narodowski, ¿no habrá sido eso lo que le molestó del joven Lucas?