Sunday, June 29, 2008

La alternativa ascética

Anoche, mientras esperaba el subte, me entretuve husmeando los grandes afiches publicitarios emplazados contra los muros de la estación. Uno de ellos, de la empresa automotriz francesa Renault, instaba al comprador a adquirir un modelo Mégane, rodado nada suntuoso, por el valor "promocional" de 51.000 pesos (17.000 dólares), cifra nada desdeñable en una Argentina con sueldos de 700 dólares mensuales y jubilaciones de 250. Ni menos despreciable en Francia, cuya juventud debe conformarse con sueldos de 1.000 euros mensuales y empleos inestables y renunciar a irse de la casa de sus padres, como si esto último fuese imprescindible. Desembolso a todas luces superfluo en la actual Argentina, donde quien suscribe puede recorrer, entre la ida y la vuelta, 40 kilómetros para visitar a su señora abuela, interna de un hogar de ancianos de la localidad bonaerense de Temperley, desplazándose en transporte público, por la irrisoria suma de dos dólares. O recorrer largas distancias, también en transporte público, dentro del casco urbano de la Reina del Plata, por una suma aún más ridícula, comprendida entre los 20 y los 35 centavos de dólar. O desplazarse hasta San Clemente del Tuyú, donde los padres de quien suscribe poseen un departamento destinado al ocio, recorriendo más de 300 kilómetros en micro, por la irrisoria suma de 18 dólares, cifra equivalente, en la actual Argentina, a 18 litros de nafta, obviamente insuficientes para recorrer la misma distancia a bordo de un elitista vehículo particular.
A los argentinos nos gusta la mal llamada buena vida. Mi abuelo quiso vivir "mejor" que mi bisabuelo, aún sin renunciar a un tren de vida relativamente sobrio. Mi padre quiso vivir "mejor" que mi abuelo y que yo viviese "mejor" que él. Sin embargo, no vivo "mejor". Y no digo "mejor" en términos de status socioeconómico. No vivo "mejor" porque vivir "mejor" me produce un cierto desasosiego. Desasosiego análogo al experimentado actualmente por quienes como yo aún no tienen 40 años (¡o incluso por muchos menores de 20 o 30!). Desasosiego provocado por la imposibilidad de vivir "mejor" en el mal sentido del término. O sea, en el sentido materialista, hedonista y, ante todo, egoísta.
Hoy día la austeridad pinta anacrónica o, como mínimo, impracticable. Sin embargo, siempre puede practicarse. El hedonismo, en cambio, sólo es practicable cuando se dispone de los medios materiales necesarios. Si somos capaces de resistirnos ante la tentaciones de la fatuidad, podemos ser mucho más felices.

Saturday, June 28, 2008

Taxis a contramano... de la época

Los actuales taxistas porteños no son dignos de sí mismos. No son los "taxis" de la homónima familia telepostal europea del siglo XVI, que recorrían a revienta caballos los polvorientos caminos de la Europa del Quinientos, portando sacas postales pletóricas de documentos emitidos por los Austrias mayores. Tampoco son los taxistas parisinos de principios del siglo XX, que, al volante de sus vehículos, requisados por el ejército francés, contuvieron, al estallar la Primera Guerra Mundial, el avance alemán en el frente del Marne. Tampoco son los cocheros del Londres tardovictoriano, que transportaban velozmente a Sherlock Holmes y al doctor John Watson en pos de los malhechores perseguidos por encargo de la clientela del inolvidable dúo detectivesco creado por sir Arthur Conan Doyle. Recuerdan más bien al perturbado taxista-veterano de Vietnam encarnado por Robert De Niro en Taxi driver. A los cocheros franceses y alemanes decimonónicos, ávidos de gastar en la taberna sus propinas, acertadamente llamadas, por dicho motivo, pourboire en Francia y Trinkgeld en Alemania (términos traducibles como "dinero para beber"). A esos cocheros ingleses del 1830 que Mr.Pickwick, el inmortal personaje de Charles Dickens, recompensaba con una moneda para el consabido vaso de aguardiente con agua servido en la posada más cercana. A esos decadentes cocheros porteños del 1920 retratados por Leopoldo Marechal en las páginas de Adán Buenosayres, que rezongan contra el poco respeto recibido por su declinante gremio de los habitantes de la Buenos Aires de su tiempo, signada por el rápido avance del transporte motorizado sobre los rutilantes vehículos de tracción a sangre de épocas ya pretéritas. A ese anacrónico cochero italiano del 1940 retratado por Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas, que, según su hijo, se encoleriza vivamente ante la prudente sugerencia de un colega, que insinúa la conveniencia de aggiornar su business comprando a medias un taxímetro.
Los actuales taxistas porteños despotrican empecinadamente contra el colectivo, sin recordar que este último fue inventado, ochenta años atrás, por un grupo de taxistas porteños, que, deseosos de acrecentar la rentabilidad de su negocio, optaron por ampliar la capacidad de sus vehículos, cobrando por pasajero en vez de hacerlo por viaje. Ocho décadas después, siguen, quizá sin saberlo, repudiando esa "traición" de sus predecesores.
Los actuales taxistas porteños no parecen advertir que las grandes urbes occidentales de nuestro tiempo ya no admiten transportes de élite, sino de masas, necesidad ya advertida, en la Inglaterra decimonónica, por George Stephenson, inventor de la locomotora a vapor. Quien suscribe ha recorrido, a lo largo de las casi cuatro décadas transcurridas desde su nacimiento, su Buenos Aires natal y otras once grandes ciudades occidentales (Montevideo, Londres, Roma, París, Madrid, Ciudad de México, Santiago de Chile, Nueva York, Frankfurt, Estambul y Atenas) haciendo uso, mayoritariamente, del transporte público. En 1908, Henry Ford I creyó haber revolucionado la historia al lanzar su célebre modelo "T", primer vehículo particular de masas, magníficamente satirizado en las películas mudas de Harold Lloyd y producido hasta 1927, que llegó a vender 15 millones de unidades a lo largo de esos casi dos decenios. Logro empalidecido ante el crecimiento del transporte público de masas, que, en el caso de los colectivos porteños, ha hecho crecer la recaudación de su fabricante Mercedes Benz.
Por estos días, los taxistas porteños protestan contra la decisión del gobierno porteño de excluir al taxi ocupado de los "carriles reservados", limitando su empleo al colectivo y al taxi desocupado. Sin embargo, flaco favor hacen los taxistas porteños en estos tiempos de imperiosa necesidad de asegurar transportes para vastas capas poblacionales y no vehículos particulares al alcance de bolsillos privilegiados. Y no sólo los taxistas porteños. Quien suscribe tiene a su abuela paterna, de 88 años, internada, desde hace cinco meses, en un hogar de ancianos de la localidad bonaerense de Temperley. Durante su primer trimestre de internación en dicho establecimiento, yo solía apearme del Ferrocarril Roca en la estación de Temperley, donde abordaba un taxímetro hasta el susodicho geriátrico, cuya portera me reservaba telefónicamente un desvencijado remise para recorrer el mismo camino en sentido inverso. ¡Cada visita a mi abuela me importaba, en concepto de transporte, la escandalosa cifra de $ 19,10, de los cuales 16 se me iban en mis trayectos ridículamente cortos a bordo de los deplorables taxis y remises de Temperley! Hará un par de meses, al retirarme del geriátrico, la solícita portera me informó, previa consulta telefónica, que las remiserías de la zona no disponían en ese momento de vehículos, sugiriéndome, en consecuencia, ¡oh bendita intuición femenina!, que abordase un colectivo zonal hasta la estación ferroviaria de Lomas de Zamora, donde quien les habla podría abordar su tren de regreso a la Capital Federal. Los susodichos $ 19,10 se redujeron a ¡$ 5.90! Sé que los taxistas y remiseros tienen tanta necesidad de parar la olla como los colectiveros, maquinistas ferroviarios y conductores de subterráneos. Pero operan en la Argentina, no en el principado de Mónaco. ¡Bien podrían poner las barbas en remojo!

Friday, June 20, 2008

La Argentina es una plaza

En la noche del 16 al 17 de junio de 2008, decenas de millares de argentinos, en muchos casos interconectados por SMS o e-mail, ganaron las calles de distintas ciudades de nuestra patria, cacerola en mano, para protestar contra la soberbia desplegada por el matrimonio gobernante ante la protesta rural, llegando, incluso, a apostar un considerable número de "ciudadanos comunes de la democracia" en la puerta de la residencia presidencial de Olivos. Mientras los medios cubrían intensivamente tan interesante fenómeno, la doctora Elisa Carrió sostenía atinadamente, en el programa televisivo de Joaquín Morales Solá, que el dúo Kirchner-Fernández (que dos días después ofrecería un multitudinario y anacrónico contrapunto a la "nueva política" de esta primer década del siglo XXI) se equivocaba al limitar empecinadamente su visión de la "plaza pública" a la Plaza de Mayo. Esta última fue la plaza de Perón, de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, de Alfonsín. Fue ese clásico rectángulo porteño ganado (durante la Revolución de Mayo) por el "pueblo de la plaza pública" postulado por Bartolomé Mitre en su Historia de Belgrano. Fue la "plaza vacía" menemista postulada por Maristella Svampa y Danilo Martuccelli. Fue testigo de las épicas jornadas de diciembre de 2001 rematadas por la renuncia del presidente Fernando De la Rúa. Fue testigo de la multitudinaria entronización de los dictadores José Félix Uriburu y Eduardo Lonardi. Fue testigo de la sangrienta represión de las célebres marchas obrera del 30 de marzo de 1982 y de la Multipartidaria del 16 de diciembre del mismo año. Fue testigo de la efímera apoteosis de Galtieri, duramente tronchada por la derrota militar argentina en Malvinas. Fue testigo de la aparición de Maradona en el histórico balcón de la Casa Rosada, que Alfonsín prestó al Diez para exhibir orgullosamente la copa obtenida por la selección argentina de fútbol en el Mundial de 1986.
Como bien observó Carrió, la pareja presidencial no atina a entender que toda la actual Argentina es una plaza. Plaza nómade, de ciudadanos que no responden a partidos políticos, ni a sindicatos, ni a centros de estudiantes, ni a instituciones religiosas. De individuos comunes y silvestres. Esos ciudadanos que podrán no haber votado a los esposos Kirchner, pero tampoco son (como parecería pretender el polémico dúo presidencial, cuya entronización lamento haber avalado por mis votos de 2003 y 2005) infames traidores a la Patria. Porque al pueblo argentino no sólo pertenecen los nietos de los descamisados de Perón. También pertenecen los nietos y bisnietos de los inmigrantes europeos de principios del siglo XX, que tanto lucharon por asegurarse un lugar bajo el sol de nuestra patria para ellos y sus descendientes argentinos. También pertenecen, en líneas generales, quienes entienden, quizá sin conceptualizarlo, que la Historia se escribe desde lo cotidiano, lo cual explica que la plaza "oficial" también haya presenciado (y siga presenciando) el paso de los incontables transeúntes que la han cruzado durante el último medio siglo. Como parecen entender ciertos gobernadores provinciales, en cuyas jurisdicciones la labor agropecuaria escribe un renglón importantísimo de la economía local. Como no parece entender el ex presidente Néstor Kirchner, proveniente de esa Santa Cruz que alguna vez gobernó, donde sólo pueden criarse ovejas y practicarse una rudimentaria agricultura de invernadero. Como no parece entender su urbana y platense consorte y sucesora. Como sí lo entiendo yo, porteño de alma.
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Si la pareja presidencial no atina a admitir, como bien afirma la doctora Carrió, que toda la actual Argentina es una plaza, las cosas pueden complicársele, y mucho, a la presidenta Fernández, que, a diferencia de su marido, se sentó en el Sillón de Rivadavia sin ninguna experiencia ejecutiva previa, falencia inaceptable en el primer magistrado federal. Los argentinos hemos pagado el pato en más de una ocasión. Y no es saludable que sigamos pagándolo indefinidamente.

Monday, June 16, 2008

Gobierno kamikaze

El 16 de junio de 1955 (hace hoy 53 años), la Plaza de Mayo fue arrasada por las bombas aéreas disparadas por aviadores militares sublevados contra el gobierno presidido por Juan Domingo Perón. Este último se tambaleaba ostensiblemente. Jaqueado por las resistencias despertadas por su estilo autoritario de conducción política, Perón terminaría siendo víctima de sus propios métodos. Catapultado al estrellato por el golpe de Estado de 1943, el polémico general sería derrocado, tres meses después, por sus camaradas de armas, quienes lo sentenciarían a un prolongado ostracismo, trabajosamente combatido a la distancia por el destinatario del severo dictamen. El 12de octubre de 1973, a los 78 años de edad, Perón reasumía la jefatura del Estado nacional argentino, llevando como vicepresidenta a su tercera consorte, María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabel. Fue una decisión fatídica y una revancha tardía. El 1º de julio de 1974, Perón expiraba, delegando la primera magistratura federal de nuestra patria en una mandataria políticamente analfabeta y sin ninguna aptitud para la función gubernativa. Tras un periodo signado por la violencia política y el caos socioeconómico, Isabel era destituida por los jefes militares responsables de conducir la instauración de la dictadura más atroz de nuestra historia, cuyo funesto legado social, económico y político se sigue percibiendo, de algún modo, al día de hoy.
En junio de 2008, nuestra castigada patria se ve, salvando las distancias, ante un cuadro similar. En diciembre de 2007, el presidente Néstor Kirchner delegó la primera magistratura en su consorte Cristina Fernández. A diferencia de Isabel, Cristina posee una neta vocación política y estudios universitarios. Pero ello no la ha eximido de transitar, como su predecesora de hace treinta y tantos años, un muy trabajoso primer semestre presidencial, signado por un creciente descontento social ante el estilo desmedidamente confrontativo del matrimonio gobernante.
El prolongadísimo conflicto entre el actual gobierno nacional y el sector agrario ya no es un simple conflicto de intereses. Los ruralistas no están solos. Cuentan con el apoyo (directo o indirecto) de intendentes y gobernadores. Su acto rosarino del 25 de Mayo reunió a 300 mil personas a orillas del Paraná. Figuras como los ex presidentes Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde han intentado preconizar una cierta dosis de sensatez para descomprimir la agobiante situación. Los dirigentes eclesiásticos han intentado infructuosamente mediar entre las partes en pugna. Pero el gobierno nacional no cede.
La atendible propuesta de un gesto de grandeza por parte de este último, formulada por el gobernador santafesino Hermes Binner, ha caído en saco roto.
Es de desear que el actual gobierno nacional recapacite y no actúe a tontas y secas. De esa manera, estaría evitando el error del Perón de 1955 (cuya obstinación le costó el derrocamiento) y del Menem de 1997 (cuya resistencia a revisar su política socioeconómica lo obligó a delegar la primera magistratura en un incompetente dirigente opositor, cuya dramática defenestración dejó al país al borde de una guerra civil). Ya no hay militares golpistas. La Argentina actual ya no alberga Uriburus, Lonardis, Onganías o Videlas. Tampoco militares peligrosos como Rico o Seineldín. Pero sí alberga un electorado de 27 millones de votantes empadronados, dotados de un arma más poderosa que la voluntad de las minorías. De ellos, 8 millones se abstuvieron de sufragar en los comicios presidenciales de 2007 y sólo ocho votaron por nuestra actual Presidenta. Esa masa enorme de ciudadanos comunes de la democracia (como los llamaba Jorge Luis Borges) entronizó a Menem y De la Rúa, cuyos mandatos tuvieron finales poco felices. Bien puede volver a entronizar a sujetos poco recomendables, sólo a modo de voto castigo contra una administración aparentemente capaz de resolver las cosas de otra manera. Históricamente, los argentinos hemos sido propensos a engolosinarnos con ciertas fórmulas y sólo nos convencemos de su caducidad pagando altos costos. En estos primeros años del siglo XXI, el argentino promedio ha demostrado poseer un insospechado grado de sagacidad política, susceptible de ofuscar a los políticos de carrera. El actual gobierno lo sabe. Pero no atina a reaccionar coherentemente. Eso es grave. Y puede ser fatídico.

Friday, June 06, 2008

Neopatriotismo

En 1998, quien suscribe contaba 28 años de edad y se analizaba con un clásico médico psicoanalista de diván de barrio de clase alta, que combinaba las técnicas psicoanalíticas convencionales con técnicas de meditación oriundas de la India. Un día, tendido en el principesco diván de mi psicoterapeuta, hilvané en voz alta el siguiente y pretencioso razonamiento: "Mi tatarabuelo era un europeo, mi bisabuelo era un inmigrante, mi abuelo es un criollo, mi padre es un argentino, yo aspiro a ser una persona". Por esos años difíciles, la década menemista daba penosamente sus últimas boqueadas. Durante el decenio próximo a fenecer, el ultrapragmatismo del político de Anillaco había difuminado, al compás de la galopante globalización, los sentimientos nacionales, reputándolos como anacrónicos y agotados. Era inevitable que yo dejase de lado dichos sentimientos. Debe recordarse que en los noventa yo era un veinteañero y atravesaba, por ende, la etapa de la formación del carácter, cuya contextualización histórica resulta insoslayable para interpretar adecuadamente la personalidad de todo individuo.
Como es bien sabido, el siglo XX argentino concluyó con el año 2001, este último redondeado en medio de una crisis socioeconómica y político-institucional sin precedentes en la historia argentina. Poco antes de la caída del presidente Fernando De la Rúa, su ministro Domingo Felipe Cavallo había comparecido ante las cámaras televisivas para anunciar la interrupción de la dilatada línea de crédito otorgada a la Argentina por la banca internacional y decretar severas limitaciones a las extracciones bancarias, esto último para evitar el colapso catastrófico de la banca local. Esas palabras resultaron proféticas. A su modo, el principal portavoz de la transnacionalización noventista ahora anunciaba, al alborear la nueva centuria, la necesidad de mentalizarnos para vivir de lo nuestro. Consumada la caída de De la Rúa, su efímero sucesor Adolfo Rodríguez Saá decretó ruidosamente, desde un pupitre legislativo, el default argentino, medida refrendada, al iniciarse el nuevo año, por la rápida derogación de la polémica Ley de Convertibilidad, avalada por la rúbrica del sereno presidente interino Eduardo Duhalde. Tras atravesar penosamente el necesario mal trago de la devaluación de 2002, la Argentina ingresó en una nueva era, y no sólo a causa de la recuperación y nueva política macroeconómicas. Ante la imposibilidad de deleitarnos a precios reducidos con chocolates ingleses, tés chinos, aceite de oliva español, cerveza estadounidense y viajes a Cancún y Punta del Este, los argentinos, obligados a una forzosa y saludable austeridad, rápidamente seguida por el neoconsumismo neopaternalista (kirchnerista y cristinista), empezamos a redescubrir nuestra argentinidad, anestesiada por los placeres de la desnacionalización de los noventa. Asistíamos a lo que el nunca bien ponderado Mariano Grondona definió, poco antes de la caída de De la Rúa, como el "despertar del sueño argentino".
Al altisonante neopaternalismo de la administración kirchnerista-cristinista, el agro argentino, importantísimo pilar socioeconómico de nuestras principales provincias, ha opuesto, en estos últimos tres meses, un saludable neopatriotismo. Los principales protagonistas de la prolongada puja entre el gobierno nacional y el campo no pretenden, como nuestras clases medias y altas de los noventa, saborear vinos chilenos o tostar su anatomía en Puerto Vallarta, todo ello a precios de pueblo. Pretenden vender los frutos de su labor a precios ventajosos. Pero ese discurso no puede, evidentemente, agradar a los más vehementes defensores del panem et circenses de un kirchnerismo-cristinismo aparentemente renuente a admitir su posibilidad de declinar perceptiblemente.
El neopatriotismo constituye, en el cerrado marco impuesto por el matrimonio presidencial, una advertencia y defensa saludables. Pero los dueños del poder político no parecen entenderlo.

Monday, June 02, 2008

Las paradojas del progreso

En su notable estudio sobre Felipe II, Geoffrey Parker retrata a un Rey Prudente trabajólico, empeñado en inundar los caminos sin pavimentar entre España y los Países Bajos con las incontables epístolas confiadas al servicio telepostal de la familia Taxis, cuyos eficientes mensajeros a caballo recorrían el mapa europeo con sus sacas pletóricas de misivas firmadas por Su Majestad. En su siglo XVI no había correo aéreo, ni barcos motorizados, ni radiofonía, ni cinematógrafo, ni televisión, ni telegrafía, ni fax, ni Internet, ni telefonía, ni máquinas de escribir, ni procesador de textos. Tampoco se habían inventado los acondicionadores de aire, ni los ventiladores, ni la calefacción a gas, ni la lámpara incandescente, ¡ni el bolígrafo se había inventado por entonces! A la tenue luz de una vela, el monarca Habsburgo cubría innumerables folios con una caligrafía penosamente descifrada siglos después por su biógrafo Parker, de trazos efectuados con una pluma de ganso embebida en tinta de dudosa calidad, en un Escorial pobremente climatizado por los enormes fuegos encendidos con los leños de los árboles eximidos de ser talados para construir esa Armada Invencible infructuosamente lanzada por Felipe contra la flota bélica de su ex cuñada Isabel I de Inglaterra. Todo por nada. En 1598, el muy católico soberano abandonaba este mundo con su patria sumida en la bancarrota y el trono hispánico otorgado a la contracara de su eficaz predecesor.
La vida de un gobernante de nuestros días es, en cierto modo, más sencilla. El correo electrónico hace circular mensajes a escala global en cuestión de segundos, tras habérselos tipeado desde un cómodo asiento emplazado en una oficina confortable y bien iluminada por luces dicroicas, agradablemente calefaccionada en invierno y gratamente enfriada por el estival aire acondicionado. Las cartas ensobradas y encomiendas viajan en veloces aeronaves, rápidas motocicletas y potentes camiones y, de viajar por tierra, suelen hacerlo por caminos bien asfaltados y velocísimas autopistas. El fax permite remitir hojas impresas en pocos minutos, a centenares o millares de kilómetros de distancia. La telefonía satelital permite intercomunicar a jefes de Estado separados por vastos océanos. Si estos últimos desean contactarse personalmente, un avión los reúne físicamente en cuestión de horas. Sin embargo, los problemas enfrentados por los gobiernos del siglo XXI no son inferiores a los impuestos a los mandatarios de hace medio milenio. El presidente Bush puede recorrer el mundo a bordo de su veloz Air Force One, pero el avión no sólo ha permitido, en los últimos siete años, el rápido y confortable desplazamiento del actual titular del Salón Oval, sino también el brutal atentado de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas.
La realidad descarnada parece ser, desde esa óptica, la cruel antítesis del principio de eficiencia. ¿Cómo conciliar una cosa con la otra? La respuesta no parece fácil. En la era de la Internet, millones de seres humanos mueren de hambre. Días atrás, una sonda robotizada se posó sobre la superficie marciana, tras haber sido lanzada desde la Tierra, donde millares de birmanos damnificados por un horroroso ciclón no han sido debidamente socorridos por su cínico gobierno. ¿Qué debería ser más prioritario para la Humanidad? ¿La comida o un teléfono celular? Irónicamente digo esto desde una muestra cabal del semisojuzgamiento tecnológico de la Humanidad, autoimpuesto a esta última. Y sé que, aunque pueda teóricamente leerlo un salvadoreño o un dominicano, bien puede no leerlo ni mi vecino de departamento. Y lo más probable es que ello suceda. Llevo dos años amarrado a la isla solitaria de mi blog, convertido en un náufrago que embotella pedidos de socorro, sin la menor esperanza de obtener respuesta alguna. Felipe II no tendría (como tengo yo) un disco rígido de 160 gigas, pero, seguramente, sus misivas, trabajosamente redactadas y remitidas, obtendrían respuesta. Ya sé que no soy un rey. Pero ello no me impide reclamar el respeto hacia mi derecho de ser correspondido debidamente.