Friday, June 06, 2008

Neopatriotismo

En 1998, quien suscribe contaba 28 años de edad y se analizaba con un clásico médico psicoanalista de diván de barrio de clase alta, que combinaba las técnicas psicoanalíticas convencionales con técnicas de meditación oriundas de la India. Un día, tendido en el principesco diván de mi psicoterapeuta, hilvané en voz alta el siguiente y pretencioso razonamiento: "Mi tatarabuelo era un europeo, mi bisabuelo era un inmigrante, mi abuelo es un criollo, mi padre es un argentino, yo aspiro a ser una persona". Por esos años difíciles, la década menemista daba penosamente sus últimas boqueadas. Durante el decenio próximo a fenecer, el ultrapragmatismo del político de Anillaco había difuminado, al compás de la galopante globalización, los sentimientos nacionales, reputándolos como anacrónicos y agotados. Era inevitable que yo dejase de lado dichos sentimientos. Debe recordarse que en los noventa yo era un veinteañero y atravesaba, por ende, la etapa de la formación del carácter, cuya contextualización histórica resulta insoslayable para interpretar adecuadamente la personalidad de todo individuo.
Como es bien sabido, el siglo XX argentino concluyó con el año 2001, este último redondeado en medio de una crisis socioeconómica y político-institucional sin precedentes en la historia argentina. Poco antes de la caída del presidente Fernando De la Rúa, su ministro Domingo Felipe Cavallo había comparecido ante las cámaras televisivas para anunciar la interrupción de la dilatada línea de crédito otorgada a la Argentina por la banca internacional y decretar severas limitaciones a las extracciones bancarias, esto último para evitar el colapso catastrófico de la banca local. Esas palabras resultaron proféticas. A su modo, el principal portavoz de la transnacionalización noventista ahora anunciaba, al alborear la nueva centuria, la necesidad de mentalizarnos para vivir de lo nuestro. Consumada la caída de De la Rúa, su efímero sucesor Adolfo Rodríguez Saá decretó ruidosamente, desde un pupitre legislativo, el default argentino, medida refrendada, al iniciarse el nuevo año, por la rápida derogación de la polémica Ley de Convertibilidad, avalada por la rúbrica del sereno presidente interino Eduardo Duhalde. Tras atravesar penosamente el necesario mal trago de la devaluación de 2002, la Argentina ingresó en una nueva era, y no sólo a causa de la recuperación y nueva política macroeconómicas. Ante la imposibilidad de deleitarnos a precios reducidos con chocolates ingleses, tés chinos, aceite de oliva español, cerveza estadounidense y viajes a Cancún y Punta del Este, los argentinos, obligados a una forzosa y saludable austeridad, rápidamente seguida por el neoconsumismo neopaternalista (kirchnerista y cristinista), empezamos a redescubrir nuestra argentinidad, anestesiada por los placeres de la desnacionalización de los noventa. Asistíamos a lo que el nunca bien ponderado Mariano Grondona definió, poco antes de la caída de De la Rúa, como el "despertar del sueño argentino".
Al altisonante neopaternalismo de la administración kirchnerista-cristinista, el agro argentino, importantísimo pilar socioeconómico de nuestras principales provincias, ha opuesto, en estos últimos tres meses, un saludable neopatriotismo. Los principales protagonistas de la prolongada puja entre el gobierno nacional y el campo no pretenden, como nuestras clases medias y altas de los noventa, saborear vinos chilenos o tostar su anatomía en Puerto Vallarta, todo ello a precios de pueblo. Pretenden vender los frutos de su labor a precios ventajosos. Pero ese discurso no puede, evidentemente, agradar a los más vehementes defensores del panem et circenses de un kirchnerismo-cristinismo aparentemente renuente a admitir su posibilidad de declinar perceptiblemente.
El neopatriotismo constituye, en el cerrado marco impuesto por el matrimonio presidencial, una advertencia y defensa saludables. Pero los dueños del poder político no parecen entenderlo.

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