Sunday, May 18, 2008

La falsa cercanía

En su célebre "Llamado a los hombres", antológico broche de oro de su inolvidable película El Gran Dictador, estrenada en 1940, Charles Chaplin, en una sensacional parodia de Adolf Hitler, critica, quizá sin proponérselo, a los dos grandes hallazgos telecomunicacionales de la primera mitad del siglo XX (la aviación y la radiofonía), que, aún habiendo "acercado mutuamente" a los seres humanos, no parecen haber honrado su "naturaleza misma", que los obligaba, según el imborrable "genio del cine", a alentar la "bondad del hombre" y "una fraternidad universal para la unión de todos" (véase Arcella, I., y Kleinman, E., Biografía de Charles Chaplin, en: Eisenstein, Serguei y otros: El mundo de Charles Chaplin. En: La nueva Biblioteca. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1980, vol.10, p.33). No le faltaba razón a Chaplin al fustigar de tal modo a ambos descubrimientos tecnológicos. La aviación había sido utilizada como arma de destrucción masiva en la Primera Guerra Mundial y estaba siendo empleada, con el mismo fin, en una nueva conflagración internacional. El Guernica de Picasso demostraba claramente cuán nefastas podían ser las consecuencias de un uso indebido de los aparatos de volación. La radiofonía estaba siendo utilizada como arma propagandística de las dictaduras hitleriana y mussoliniana.
En 1980, Peter Sellers se despidió del mundo con su magistral interpretación del teleadicto analfabeto Chauncey Gardiner en la versión cinematográfica de la novela Desde el jardín, de Jerzy Kocinski. A años-luz de la actual tiranía multinacional de los mass media,valientemente denunciada por Robert Redford en su reciente película Leones por corderos, la versión fílmica de Desde el jardín parecía subrayar el poder lobotomizador de la llamada caja boba.
Tres años después, un jovencísimo Matthew Broderick saltó a la notoriedad con su caracterización de David Lightman, adolescente fanático de los videojuegos, en la película Juegos de guerra. En dicho film, Lightman-Broderick casi hacía estallar una Tercera Guerra Mundial al violar involuntariamente los códigos de acceso al sistema misílistico estadounidense. Una década antes del advenimiento de Internet, Juegos de guerra parecía advertir sobre los riesgos de la apelación indiscriminada a las telecomunicaciones informáticas.
En su película The Truman show, de 1998, dirigida por el gran cineasta australiano Peter Weir, Jim Carrey logró una magistral caracterización de Truman Burbank, un corredor de seguros inútilmente afanado en eludir su condición de estrella de un programa televisivo sobre su propia vida, televisado a escala mundial las 24 horas del día, que, sin saberlo, ha protagonizado desde su nacimiento. En un tramo de su infructuoso intento de fuga, el director del programa advierte a Truman: "Yo te creé; no puedes huir". Resignadamente, Truman abandona su embarcación y se despide de su audiencia con su mejor sonrisa de individuo sumiso.
En apenas un siglo y medio, las telecomunicaciones y transportes veloces se han multiplicado hasta el hartazgo (telefonía fija y móvil, telegrafía, aviación, automóviles, televisión, Internet, mensajes de texto). Sin embargo, ese mismo espacio cronológico ha albergado los peores genocidios de la historia y sumido en la miseria más espantosa a las tres cuartas partes de la Humanidad. Por ende, el acercamiento entre los seres humanos atribuido a dichas tecnologías no es sino aparente. Desde mi computadora, me interiorizo, al visitar los websites de publicaciones como The Washington Post (cuya edición on line recibo a diario por e-mail) sobre la situación reinante en países tan alejados de mi patria como Myanmar, Darfur o Bhutan. Sin embargo, en términos de presencia física, estoy solo ante mi ordenador, conectado en mi pequeño dormitorio de la capital argentina, impotente ante la atroz indiferencia del gobierno birmano ante sus compatriotas exterminados o azotados por el violentísimo ciclón recientemente abatido sobre la desdichada nación asiática. O ante el padecimiento impuesto al pueblo chino por los horrorosos terremotos registrados días atrás en la patria de Confucio y Lao-Tsé. ¡Por el amor de Dios! Si llevo siete años en el mismo edificio y apenas conozco a los demás habitantes permanentes de mi piso...
En 1988 yo cursaba el cuarto año de la escuela media en un establecimiento educativo estatal del barrio porteño de Barracas, donde mi profesora de psicología puso en manos un artículo periodístico sugestivamente titulado "La realidad es un invento de los medios". Al año siguiente Carlos Saúl Menem asumió la presidencia de la Nación y su gobierno no tardó en decretar a rajatabla una irresponsable e innecesaria desregulación mediática, con la consiguiente conversión de los medios en productores de basura periodística, incomprensiblemente consumida por el 95% de los habitantes del suelo argentino. La validez de la tesis del articulista (cuyo nombre he olvidado) parecía confirmarse tristemente en los hechos.
¿Cuáles podrían ser, en un futuro cercano o lejano, las consecuencias del sometimiento del ser humano a las tecnologías de falso acercamiento que tiranizan su vida actual? ¿Y cuáles las posibilidades de reaccionar contra ese nefasto orden de cosas? En su película El dormilón, Woody Allen personifica a un sujeto despertado, en 2173, de su bicentenaria hibernación, impuesta por el "poder" en castigo a su intento de pronunciarse contra este último. Tras su prolongadísima ausencia del mundo (¿mundo real o virtual?), Allen se topa con un orbe sometido a la dictadura de un semiinvisible "Gran Líder", físicamente reducido, a raíz de un brutal accidente, a una oreja, desde la cual sigue dirigiendo los destinos de la Humanidad. Captado y auxiliado por un grupo rebelde deseoso de alterar saludablemente el statu quo, Allen, originariamente sometido a los designios del diminuto dictador, recupera su adormecida faceta contestataria y se hace pasar por uno de los cirujanos encargados de reconstituir la anatomía corporal del "Gran Líder", cuya oreja termina, por obra de sus opositores, aplastada por una aplanadora. En la más reciente visión fílmica de la novela La máquina del tiempo, de George Wells, dirigida por su bisnieto, Guy Pearce personifica al doctor Alexander Hartdegen, científico estadounidense de principios del siglo XX, que, a bordo de un artefacto de su invención, llega (tras presenciar una catástrofe ambiental provocada a escala mundial en 2037 por una fragmentación de la Luna provocada por la mano del hombre) a la Nueva York del año 802.701, poblada por seres inmersos en un segundo Paleolítico y sumisos a los designios de la invisible dirigencia antrópofaga de los Morlocks, que los engulle físicamente antes de su vejez. Hartdegen (refractario al pensamiento científico socialmente sancionado del 1900)decide plasmar su milenaria tendencia rebelde incitando exitosamente a los neoyorquinos del siglo DCCCIII a deshacerse de los Morlocks. Hartdegen renuncia a regresar al siglo XX y comparte con los protagonistas de su nueva época de residencia la satisfacción de haberse desembarazado de la odiosa casta rectora de un lejanísimo futuro.
¿Estamos los seres humanos condenados a soportar, en un futuro lejano o remoto, la tiranía de Grandes Líderes y Morlocks, aparentemente personificados en la actualidad por el poder invisible y presuntamente irrecusable de los mass media? ¿O podemos reaccionar exitosamente contra ese orden funesto? La Humanidad de los próximos tiempos deberá, por lo pronto, optar entre someterse y dejar de ser la loba de sí misma. Ojalá opte por esto último y, ante todo, por eliminar la "falsa cercanía" impuesta por el irracional desarrollo tecnológico de las últimas décadas, al cual debo, irónicamente, apelar para difundir estas modestas líneas de mi autoría, aún sabiendo que puede no leerlas nadie.

2 Comments:

Blogger MRB said...

Siempre enriqueciéndonos con tus análisis, por cierto, muy profesionales. Se nota al académico.
Besos,
Shanty

10:27 AM  
Blogger Ernesto said...

Querida Shanty: muchas gracias por tus elogios. Celebro que te gusten mis escritos. Cariños,

Ernesto

6:13 PM  

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