Monday, June 02, 2008

Las paradojas del progreso

En su notable estudio sobre Felipe II, Geoffrey Parker retrata a un Rey Prudente trabajólico, empeñado en inundar los caminos sin pavimentar entre España y los Países Bajos con las incontables epístolas confiadas al servicio telepostal de la familia Taxis, cuyos eficientes mensajeros a caballo recorrían el mapa europeo con sus sacas pletóricas de misivas firmadas por Su Majestad. En su siglo XVI no había correo aéreo, ni barcos motorizados, ni radiofonía, ni cinematógrafo, ni televisión, ni telegrafía, ni fax, ni Internet, ni telefonía, ni máquinas de escribir, ni procesador de textos. Tampoco se habían inventado los acondicionadores de aire, ni los ventiladores, ni la calefacción a gas, ni la lámpara incandescente, ¡ni el bolígrafo se había inventado por entonces! A la tenue luz de una vela, el monarca Habsburgo cubría innumerables folios con una caligrafía penosamente descifrada siglos después por su biógrafo Parker, de trazos efectuados con una pluma de ganso embebida en tinta de dudosa calidad, en un Escorial pobremente climatizado por los enormes fuegos encendidos con los leños de los árboles eximidos de ser talados para construir esa Armada Invencible infructuosamente lanzada por Felipe contra la flota bélica de su ex cuñada Isabel I de Inglaterra. Todo por nada. En 1598, el muy católico soberano abandonaba este mundo con su patria sumida en la bancarrota y el trono hispánico otorgado a la contracara de su eficaz predecesor.
La vida de un gobernante de nuestros días es, en cierto modo, más sencilla. El correo electrónico hace circular mensajes a escala global en cuestión de segundos, tras habérselos tipeado desde un cómodo asiento emplazado en una oficina confortable y bien iluminada por luces dicroicas, agradablemente calefaccionada en invierno y gratamente enfriada por el estival aire acondicionado. Las cartas ensobradas y encomiendas viajan en veloces aeronaves, rápidas motocicletas y potentes camiones y, de viajar por tierra, suelen hacerlo por caminos bien asfaltados y velocísimas autopistas. El fax permite remitir hojas impresas en pocos minutos, a centenares o millares de kilómetros de distancia. La telefonía satelital permite intercomunicar a jefes de Estado separados por vastos océanos. Si estos últimos desean contactarse personalmente, un avión los reúne físicamente en cuestión de horas. Sin embargo, los problemas enfrentados por los gobiernos del siglo XXI no son inferiores a los impuestos a los mandatarios de hace medio milenio. El presidente Bush puede recorrer el mundo a bordo de su veloz Air Force One, pero el avión no sólo ha permitido, en los últimos siete años, el rápido y confortable desplazamiento del actual titular del Salón Oval, sino también el brutal atentado de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas.
La realidad descarnada parece ser, desde esa óptica, la cruel antítesis del principio de eficiencia. ¿Cómo conciliar una cosa con la otra? La respuesta no parece fácil. En la era de la Internet, millones de seres humanos mueren de hambre. Días atrás, una sonda robotizada se posó sobre la superficie marciana, tras haber sido lanzada desde la Tierra, donde millares de birmanos damnificados por un horroroso ciclón no han sido debidamente socorridos por su cínico gobierno. ¿Qué debería ser más prioritario para la Humanidad? ¿La comida o un teléfono celular? Irónicamente digo esto desde una muestra cabal del semisojuzgamiento tecnológico de la Humanidad, autoimpuesto a esta última. Y sé que, aunque pueda teóricamente leerlo un salvadoreño o un dominicano, bien puede no leerlo ni mi vecino de departamento. Y lo más probable es que ello suceda. Llevo dos años amarrado a la isla solitaria de mi blog, convertido en un náufrago que embotella pedidos de socorro, sin la menor esperanza de obtener respuesta alguna. Felipe II no tendría (como tengo yo) un disco rígido de 160 gigas, pero, seguramente, sus misivas, trabajosamente redactadas y remitidas, obtendrían respuesta. Ya sé que no soy un rey. Pero ello no me impide reclamar el respeto hacia mi derecho de ser correspondido debidamente.

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