Sunday, August 17, 2008

Valores devaluados

En una entrevista periodística, publicada por la revista femenina porteña Para ti en su edición del 28 de septiembre de 1987, Nelly Fernández Tiscornia, docente secundaria, novelista, poetisa, guionista cinematográfica, teatral y televisiva y mujer dotada de una cierta sensibilidad hacia la problemática infanto-adolescente, vaticinó alarmadamente: "(…) los chicos no pueden vivir sin grandes fuerzas movilizadoras, y el mundo actual ha caído en manos de bolicheros. (…) el ser humano (…) está metido en una honda crisis. Si la violencia tiene tanto rating, es porque de alguna manera nos representa. Quienes proponen y cultivan una vida mejor (yo los llamo sembradores) se han replegado, y tienen sus razones: no quieren convertir a la creación en una mercadería, y mucho menos ponerle precio. ¿Qué mundo le estamos preparando a los chicos? Me han contado algunas cosas sobre los aparatazos y los aparatitos que se vienen y… espero no estar viva para verlos funcionando. Para nosotros, argentinos, será peor aún: acá ni siquiera van a llegar las maquinitas, sino la conducta maquinista". Comentario clarividente. Su autora falleció el 4 de octubre de 1988, a la edad de 60 años.
Esas palabras resultaron proféticas, máxime considerando que fueron pronunciadas en una era "pre-aparatística". Las pronunció cuando quien suscribe contaba 17 cándidos abriles. Los adolescentes de mi generación tuvimos la inmensa fortuna de tener pocos motivos para ser "aparatistas". Como máximo, podíamos aspirar al walkman y al Atari. La PC aún no había invadido nuestras vidas. En mi casa yo empleaba una máquina de escribir manual o eléctrica, aunque mi padre médico me instara a emplear su modesta home computer con lector de floppy disk, conectada a una primitiva impresora de rollo continuo y al televisor portátil estadounidense en blanco y negro traído por mi progenitor de su primer viaje laboral al exterior, efectuado en 1978. El CD y la TV por cable sólo estaban al alcance de unos pocos privilegiados. En mi casa, felizmente regida por los excelentísimos sistemas de valores de mis ancestros, recién estrenábamos la primera videocassettera, obsequio de la familia de un paciente de mi padre, que mi madre decidió lúcidamente destinar a familiarizar a sus vástagos con lo más granado de la producción cinematográfica. Así pude acceder al neorrealismo italiano y a las películas de John Houston. En mi casa, las cantatas de Bach y óperas de Verdi emanaban del aparatoso tocadiscos de vinilo obsequiado por mi padre a mi madre en 1977, con motivo del cuadragésimo cumpleaños de mi progenitora. En mi pasacassettes el delicioso primer concierto para violín y orquesta de Chopin compartía su espacio con una espléndida ejecución de la Quinta Sinfonía de Beethoven y la Sinfonía Inconclusa de Schubert, lograda por la filarmónica de Nueva York bajo la batuta de Leonard Bernstein y degustada por quien suscribe al lado de la radio FM de su señorita hermana, eternamente sintonizada en una jovencísima Rock & Pop. Nos complementábamos mutuamente. Mi hermana, estudiante avanzada de la Alianza Francesa, leía a Flaubert en su lengua original. Yo, avanzado estudiante libre de la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, hacía lo propio con D.H.Lawrence. Descubría a García Márquez, a Alejo Carpentier, a Günter Grass, a Rabelais. Felicísimo contraste con el consumismo avasallante de mis compañeros de clase alta de mi escuela privada y el antiintelectualismo de mis condíscipulos de clase baja de mi escuela estatal, que me costaría lo suyo digerir. De necesitar un teléfono, nos las arreglábamos como podíamos con esos imposibles receptores que ENTEL tardaba veinte años en instalar o tres meses en reparar. No se conocía el fax. En una calurosísima noche del verano de 1987, acompañé a mi padre a remitir un télex, miren si seré viejo, a la casa matriz de la empresa alemana empleadora de los servicios profesionales de mi progenitor. Mi padre me había hecho tipear en mi máquina de escribir manual el texto en inglés del susodicho mensaje, que mi progenitor hizo remitir desde un aparatoso artefacto instalado en los headquarters de la polémica empresa estatal, sitos en pleno microcentro porteño y posteriormente transferidos, al principiar el fascinante y perverso menemato, a una megacorporación telefónica transnacional de origen hispánico. El horno a microondas, una de las pocas invenciones útiles de esos perturbadores años, aún no había llegado a nuestra casa de La Boca, donde yo calentaba mi adorado café en un humilde bol de acero inoxidable posado sobre la llamarada azul del retaceado fluido provisto por Gas del Estado. Por suerte, podíamos permitirnos el gas natural. No necesitábamos, como los habitantes de la cercana Isla Maciel, destinar las devaluadas moneditas del Plan Austral a la adquisición de la antieconómica y peligrosa garrafa de gas licuado, ni manguear a las vecinas familias del patriciado xeneixe (que difícilmente lo conservaran) el rudimentario primus empleado décadas atrás para hervir los itálicos tagliarini engullidos por los inmigrantes genoveses instalados en los clásicos conventillos boquenses, ni exhumar la cocina de carbón de mi bisabuela, que, que yo sepa, no conservábamos.
Llegaron los fascinantes y perversos años noventa. Las presuntas bondades del neoliberalismo dispararon la tasa de desempleo y facilitaron la invasión de aparatazos y aparatitos vaticinada por Fernández Tiscornia. En pocos años, el elitista y aparatoso Movicom del 90 cedió su espacio a millares de simplificados teléfonos celulares. El fax y el e-mail desplazaron a los envíos postales de dos carillas, a los télex remitidos por el general Perón desde Puerta de Hierro y consultados por Miguel Bonasso para escribir su monumental biografía de Héctor Cámpora. El radiomensaje desplazó al telegrama. El auge de la PC obligó a la máquina de escribir, a la home computer y a la impresora de rollo continuo a compartir los almacenes de antigüedades con las poncheras de cristal tallado y el molinillo manual de café de nuestras bisabuelas. El lector de CD y el discman obligaron al tocadiscos de vinilo y al walkman a compartir el desván con el fonógrafo de bocina utilizado por mis ancestros para escuchar los discos de pasta del dúo Gardel-Razzano. Felizmente, el auge de la Internet no impidió la afluencia de visitas de consultas hacia la nueva sede de la Biblioteca Nacional. No había trabajo, pero sí modems. Empezaban a proliferar los cartoneros, aunque también los locutorios, como cuadraba al país del Primer Mundo súbitamente instaurado en nuestro territorio nacional. Curiosamente, en la Nueva York de 1999, mucho más situable en ese mundo que la pauperizada Reina del Plata y visitada por quien suscribe en dicho año, no recuerdo haber visto ningún locutorio, ni a nadie hablando por celular.
En diciembre de 2001, un pueblo con locutorios y sin trabajo ganó las calles para exonerar al neoliberalismo. Empero, la saludable defunción de la Convertibilidad no frenó el "aparatismo". Lo siguió alentando la reactivación económica, iniciada en 2003 y mantenida (toquemos madera, por las dudas) hasta el día de hoy. Las notebooks, Blackberries y laptops compartieron las góndolas de los supermercados con los encarecidos cortes de res y sachets de leche. El discman fue desplazado por los MP3, los MP4 y los i-pods, cuyos miniauriculares permitían desentendernos brevemente de los parches de los bombos piqueteros. El SMS obligó al radiomensaje a compartir el desván de los recuerdos con las palomas mensajeras y las nubes de humo sioux del Far West decimonónico. Los adolescentes adoptaron los juegos en red de los locutorios y cibercafés para reemplazar las instructivas búsquedas en Wikipedia fútilmente indicadas por sus desorientados docentes. El presupuesto familiar sólo les permitía viajar en colectivo con ese boleto estudiantil obtenido tras una Noche de los Lápices y casi 200 jóvenes habían muerto carbonizados en Cromañón, pero la muchachada no podía prescindir de esos desaconsejables y onerosos viajes de egresados a Bariloche, abundantes en peligrosas libaciones alcohólicas en las discotecas barilochenses y perfectamente reemplazables por las prudentes cenas de bachilleres de las décadas de 1950 y 1960 y los sanos bailes de graduación de las escuelas estadounidenses. Aunque su alimentación dependiese parcialmente de las retaceadas viandas escolares, los chicos no podían prescindir de la microfilmadora de su celular para captar las impiadosas burlas gastadas a sus escasos profesores abnegados y a los pocos estudiantes tímidos y disciplinados, difundidas por Internet y blue tooth.
El "aparatismo" ha jaqueado duramente los saludables sistemas de valores de mis padres y abuelos. Los "sembradores" postulados por Fernández Tiscornia, entre quienes pretendo situarme, estamos aislados y nos sentimos impotentes. Pero debemos perseverar. La "alternativa ascética", recientemente postulada por quien suscribe en este espacio, es factible y más que aconsejable. Recomiendo vivamente leer Los hermanos Karamázov, la gran novela de Feodor Dostoievski, reparando particularmente en el neto contrapunto entre el ascetismo voluntario de Alejo Karamázov y el hedonismo decadentista de su padre y hermanos. Lamento señalar que los actuales argentinos (o, al menos, muchos de ellos) estamos peligrosamente más próximos al segundo que al primero. Y, lo más grave, es que, aunque lo percibimos, no hacemos nada para subsanar la situación.

San Martín, una rara constante

En 1880 llegaron a la Argentina los restos del general José de San Martín. Por esos años, la pluma mitrista convertía al Gran Capitán en el Padre de la Patria, en nuestro héroe nacional por excelencia. Los hijos de los inmigrantes debían saber que ellos eran argentinos y que su país tenía héroes. Nacía así el culto a la figura del Libertador, que, hasta la fecha, no ha cuestionado ningún gobierno ni escuela histórica. Generaciones enteras de argentinos han sido educadas en él. Hasta el día de la fecha, incontables plazas públicas ostentan bustos y estatuas ecuestres del "padre augusto del pueblo argentino" exaltado por el cancionero escolar. Su retrato ornamenta escuelas esparcidos a lo largo y ancho del territorio nacional. Su nombre ha sido estampado a calles y avenidas de más de una ciudad argentina. Su efigie ha ornamentado (u ornamenta) estampillas postales, billetes de banco y monedas de curso legal. Al egresar del Colegio Militar de la Nación, decenas de promociones de subtenientes han recibido réplicas de su célebre sable curvo.
El Libertador fue objeto de aparatosas conmemoraciones con motivo del centenario de su fallecimiento y del bicentenario de su nacimiento. En épocas más recientes, Agustín Pérez Pardella, Norberto Galasso y José Ignacio García Hamilton han intentado humanizar saludablemente su figura, sin por ello negarle mérito alguno. Es más: al hacerlo, lograron enaltecerlo. Resulta mucho más meritoria la imagen de un Libertador atravesando los Andes postrado en una camilla, entre vómitos de sangre, que la imagen de un Gran Capitán montado en un brioso caballo blanco, inutilizable en una cordillera sólo apta para esos modestos burros empleados por San Martín al franquear el rocoso murallón binacional en mejor estado de salud.
En el año 2000, nuestra patria estrenaba un siglo y milenio nuevos en condiciones tétricas. El desdichado experimento neoliberal hacía agua por los cuatro costados. Cientos de miles de argentinos carecían de medios de subsistencia digna. En el mes de julio, el vicepresidente Carlos Álvarez dimitía tras apenas ocho meses de mandato, al denunciarse el pago de jugosos sobornos destinados a obtener la aprobación senatorial de un polémico proyecto de ley de flexibilización laboral. En ese sombrío contexto, se conmemoró el sesquicentenario de la defunción del Libertador. Un fotógrafo del matutino porteño La Nación, fundado por un histórico promotor del culto al Libertador, captó, en dicha ocasión, la enternecedora imagen de un niño ataviado con la tosca versión escolar en cartulina de la pechera de los Granaderos a Caballo, que, montado sobre los hombros de su padre, presenciaba el desfile militar estilado en la efemérides del Gran Capitán. En una Argentina aparentemente condenada a una insuperable y generalizada provisoriedad, el culto al Libertador se perfilaba como una rara constante.
El culto al Libertador ha sobrevivido a los peores cataclismos socioeconómicos y político-institucionales de nuestra historia. Ha sido promovido por gobiernos de muy dispar filiación político-ideológica. Las "nuevas tecnologías" contribuyen actualmente a vigorizarlo: según Google, existen unos 382.000 websites argentinos con alusiones al Gran Capitán. Año tras año, las revistas escolares difunden su figura y biografía en vísperas del aniversario de su deceso.
Aunque, al amparo de la actual ley de feriados, muchos argentinos podamos concebir el aniversario del fallecimiento del Libertador como un simple fin de semana largo o una excusa para unas minivacaciones, San Martín sigue estando presente, de algún u otro modo, en la vida de nuestro pueblo. Millares de personas recorren diariamente el trayecto entre sus lugares de residencia y trabajo a bordo del ferrocarril bautizado en su honor. O bordean a diario, a bordo de atestados colectivos, su majestuosa estatua ecuestre, emplazada dentro de la homónima plaza porteña. Al visitar con sus alumnos el sepulcro de San Martín en la Catedral Metropolitana, las maestras intentan iniciar a las nuevas generaciones en el culto al Libertador. O, al menos, es de desear que lo hagan. Preservarlo implica ayudar a preservar una rara constante en un país estigmatizado por el cortoplacismo.

Tuesday, August 05, 2008

El tren

Cruzo Pedro Goyena a la altura de Puán a los santos dopes. En el reloj de mi abuelo, que en paz descanse, las manecillas se acercan peligrosamente a las cinco menos cuarto de una tarde de mediados de octubre demasiado fría para este hemisferio. A las seis debo estar en Liniers. De acá hay un tironcito. Por suerte está el Sarmiento. Como está el Roca para mis frecuentes expediciones a los indios ranqueles del Gran Buenos Aires sur y el Mitre para mis menos frecuentes visitas a los barrios paquetes de la zona norte del área capitalina. No serán los trenes de alta velocidad con los que crucé Alpes y Pirineos en mi primer periplo europeo. No serán el tren bala que tanto querían Cristina y Néstor. Pero, para salir del apuro, mal no vienen, aunque deba compartir furgones con caras de pocos amigos.
Tomo el 134 sobre Goyena rumbo a la estación de Flores. El bondi avanza a velocidad aceptable por Juan Bautista Alberdi. Al doblar por Pedernera la cosa se le complica. Un bondi de otra línea bloquea la bocacalle a la altura de Ramón Falcón. Delante suyo hay un bolonqui de tránsito de aquellos. La bocacalle no se despeja. Puteo para mis adentros. El reloj de mi abuelo se acerca a las cinco. A esta hora un inglés pararía para tomar el té. Yo no puedo darme ese lujo. Al menos hoy, no. Mi colesterol y mi escasa disponibilidad horaria me condenarán a una barrita de cereal y un Baggio de pera en el simpático barcito de la Petrobras de Rivadavia y Murguiondo. Recrudecen los bocinazos. A esta bocacalle no la despeja ni el Enola Gay. Al coronel Falcón, cuyo nombre porta esta arteria, lo despejó la bomba de dinamita del ácrata Simón Radowitzky, despejado a su vez por los témpanos de la cárcel de Ushuaia. Por suerte, la cosa cambia enseguida. Nos acercamos a Plaza Flores. Me pongo de pie, como en la secundaria cuando sonaba el timbre de izamiento de la bandera. Ahora lo hago para apretar el timbre de descenso. El bondi atraviesa Rivadavia sin alejarse de Pedernera, que, al cruzar la magna avenida, se convierte en Artigas. Hay tal bolonqui de tránsito que el colectivero me abre la puerta a media cuadra del cordón de la vereda, que gano esquivando guardabarros de bondi y encomendándome a todo santo venerado en la cercana iglesia de San José de Flores. Esquivando guardabarros gano la plaza. No tengo tiempo para alimentar a sus palomas. Tampoco veo que las haya. Ni tengo tiempo para ver si las hay. Hace tiempo que no alimento las palomas de Plaza de Mayo y de la Plaza de los Dos Congresos. Los revolucionarios de 1955 las alimentaron con bombas. Dicen que el Chino Balbín, cuando Pocho lo tuvo en cana, comía pichones de paloma en el penal de La Plata. Como a don Ricardo le caía mal el morfi de la cárcel, un cocinero encanado le preparaba platos especiales. Pobres palomitas. Algún día debería visitarlas y llevarles maíz tostado. Lo venden en la plaza. Bordeo raudamente la plaza. Perón hablaba en una plaza, pero murió cuando yo tenía cuatro años y jamás lo escuché en vivo. Alfonsín también lo hacía, cantando "es para Ernesto que lo mira por TV", porque a don Raúl, Cristina y Néstor, cuando hablaron en la plaza, no los escuché de otro modo. Miren si seré cagón, y eso que alguna vez putié discretamente a mis ancestros por no haber ido a la Plaza a defender a Perón, Frondizi, Illia o Chabela y zafar de una buena vez de los milicos. No sé si en este momento habrá alguien hablando en Plaza Flores (Plaza Pueyrredón, según la Guía T del 2006, ya bien podría comprar otra). En una época, en Plaza Once, rompían las pelotas los evangelistas, que pretendían curar cánceres terminales con salmos y citas de Lucas y Mateo. Pero esta tarde de octubre de 2008, en Plaza Flores (o Pueyrredón, como prefieran), no habla nadie. Bah, digo boludeces. Siempre hay alguien hablando en las plazas. Aunque más no sea los vendedores de garrapiñadas. Pero son las cinco y a las seis tengo que estar sí o sí en Liniers. No tengo tiempo de escuchar ni a los fiambres del cementerio de Flores, que está, como mínimo, a doce cuadras. Cruzo Yerbal y Artigas y me zambullo hacia la estación de Flores. Al consultar el plano descubro la existencia del Pasaje del Ángel Gris, que, durante años, me supo a chantada del nunca bien ponderado Alejandro Dolina, ciudadano ilustre de San José de Flores. De esa San José de Flores que, al inaugurar el tramway de la zona, allá por mil ocho seis nueve, el nunca bien ponderado presidente Sarmiento, cuyo nombre porta el tren que pronto padeceré en carne propia, quiso convertir en capital de la República. Pobre don Domingo, nunca vio su sueño hecho realidad.
Entro a los piques en la estación de Flores. Las monedas escasean, pero mi tiempo es hoy aún más escaso y, para pagar en billetes, debería hacer una cola bárbara en la boletería. Me resigno y saco mi boleto de la boletera automática. Luego lo paso por el molinete electrónico. ¡Ah, aquellos tiempos en los cuales Trenes de Buenos Aires se llamaba Ferrocarriles Argentinos, con sus amables revisores de uniforme y gorra grises perforando esos boletos de cartón de mi dulce infancia! Ahora, cuando no hay molinete electrónico, los revisores visten unos uniformes horribles y, en lugar de perforar boletos, charlan entre sí en la estación y al vagón ni suben. Eso sí, sube el chorro que me afanó un celu en el Roca. Pretender que un revisor del 2008 pronuncie la célebre frase "boletos, pases y abonos" de los ferrocarriles de propiedad británica del mil nueve treinta y pico, evocados por la injustamente olvidada María Elena Walsh en Novios de antaño, es como pretender que hable hitita. Hoy sólo te perforan el boleto en el Tranvía de Puerto Madero y el Tren de la Costa. A los revisores del Roca habría que enseñarles buenos modales o reemplazarlos por los molinetes electrónicos. La puta madre que los parió. La Humanidad ha logrado hacerse querer menos que los aparatitos y aparatazos vaticinados por la no menos injustamente olvidada Nelly Fernández Tiscornia allá por mil nueve ocho siete. Y eso que a esos chirimbolos los inventaron unos presuntos seres humanos. Que, evidentemente, sabían mucho de tecnología, pero de Humanidad entendían menos que un ciego de nacimiento entiende de astronomía, como diría, con esas u otras palabras, el nunca bien ponderado Juan Manuel de Rosas del doctor Salvador María del Carril, ministro de Hacienda del nunca bien ponderado Bernardino Rivadavia, el presidente prematuro, cuyo nombre porta la inconmesurable avenida penosamente atravesada por mi bondi instantes atrás.
Me dejo de divagar. Boleto en mano gano presuroso el andén de la estación de Flores. Una panchería me recuerda que no me queda tiempo para merendar. Por suerte, el tren llega enseguida y no tan lleno como cabría esperar a esta hora. Aunque sí lo bastante lleno como para viajar de dorapa. No me gusta, pero tampoco puede gustarme todo. Al fin y al cabo, no soy niño, ni mujer, ni embarazada, ni discapacitado, ni anciano. Dejo el furgón para las bicicletas y los fumadores. He sido fumador, pero, hace lo menos dos años y medio, los parches de nicotina me permitieron prescindir de ese veneno llamado tabaco. Subo al tren. El bólido enfila raudamente hacia el oeste. El tiempo sigue apremiándome. El tren bordea Flores, después Floresta. Bordea calles incontables cuyos nombres ya no recuerdo. Bordea las kilométricas autopistas heredadas del Proceso y del menemato. Algo bueno tienen. ¿Recuerda el parto que era llegar a La Plata o salir a la ruta 2 por la Avenida de los Calchaquíes? ¿O lo que era llegar a Ezeiza por la General Paz? ¿O ir del centro al Aeroparque por Dársena Norte? ¿O al Puente Avellaneda por Patricios y Pedro de Mendoza? Ahora tenemos las autopistas Balbín, Illia, Frondizi. ¿Todos radicales? ¿Cuándo tendremos las autopistas Héctor Cámpora, Nicolás Repetto o Lisandro de La Torre? Poco importa de momento.
A lo lejos se divisa una villa. Mejor no meterse. Aunque no prejuzguemos. En las villas también hay buena gente. Mi abuelo, que era panadero, tuvo a un villero viviendo y trabajando con él como diez años. Una joyita. Mi abuelo lo tenía de madrugada en la cuadra y a la tarde en la sandwichería y el reparto. Lo sacó así de bueno. Mi madrina tuvo una mucama villera como treinta años. Lástima que también hay villeros malos echando todo a perder. Para mí la solución es encanar al villero malo y al bueno escriturarle sin cargo, a su nombre, su lotecito de la villa y ayudarlo a hacerse su casita de material. Ya sé que es más fácil decirlo que hacerlo. Pero habría que hacerlo.
La villa, para bien o para mal, desaparece pronto de mi vista. Se suceden las paradas: Floresta, Villa Luro. Por fin Liniers. La mole de la cancha de Vélez irrumpe con toda su majestuosidad. Este año no estoy de humor para el fútbol. En mi habitación reemplacé el banderín de Boca por un mapa de la Argentina elaborado en cuero. De a ratos se me cruza algún cable. Debo estar más atento.
Bajo del tren en Liniers. Son casi las cinco y media, así que enfilo raudamente hacia el puente peatonal que separa el andén de la interminable Rivadavia. Al llegar al molinete electrónico, asesoro amablemente a una señora poco avispada para tanta tecnología. Atravieso el molinete y arrojo mi boleto agotado hacia un tacho ad-hoc. Esquivo como puedo al gentío de feria típico de estas paradas intermedias. Llego a Rivadavia. Y esta historia termina aquí.

Saturday, August 02, 2008

El subte

Seis de la mañana. Suena el despertador del celu de mi viejo. El mío tiene inhabilitada la línea de salida. Mi viejo, anti-celu acérrimo, me lo cedió hasta que logre hacerla rehabilitar, aunque la cosa va para largo. Es viernes, 1º de agosto, y hace mucho frío. Hoy termino un curso docente intensivo invernal del gobierno porteño. Es el quinto día consecutivo que me levanto a las seis y estoy fusilado. Ya no soy un péndex. Tengo 38 pirulos. Hace cinco años que me tiño las chapas para disimular las canas y la pérdida de color en el cabello. Pero prefiero insistir. Si tirás la toalla, te sentís como el orto. Adelante, entonces. Me despabilo con una buena taza de café cargado y bien caliente. Para mí el feca es como el agua. Me cepillo los dientes, me afeito, me visto (a abrigarse bien, que hace frío en serio), me peino con gel. Saco mi vianda del almuerzo de la heladera y la guardo en un bolso más pesado que mochila de soldado inglés de la Primera Guerra Mundial. Me calo mi gorra de invierno, con ganas de usar la visera sobre la nuca, como los pibes de ahora. Pero para el Bicentenario ya tendré 40 pirulines. Ya no estoy para esas cosas. Me pongo los guantes, bien gruesos. Salgo al palier. Llamo al ascensor. A esta hora no lo llama casi nadie, así que viene enseguida. Llego a la planta baja. Bajo del ascensor y saludo al vigilador del turno.
Salgo a la calle. Hace un frío que parte las piedras. Estoy cansadísimo. Mi bolso pesa una tonelada. Cruzo Juana Manso. Bordeo el Hotel Madero. Cruzo Olga Cossettini. Al acercarme al puente de Rosario Vera Peñaloza, presiento que se me hace tarde. Consulto mi reloj de pulsera. Es un Seiko grandote, que heredé de mi abuelo Alfredo, que en paz descanse. Cuando cumplí 35 pirulos, mi viejo, que no lo usaba, me lo regaló. Mierda. Ya son las siete y veinte. Renuncio a ir a pata hasta el subte A, en Plaza de Mayo. Aunque odio tomarlo, tomo un tacho. Tachero ya canoso, con esa típica cara de pocos amigos de los tacheros de la Reina del Plata. Por suerte el viaje es corto, aunque, a tres ochenta la bajada de bandera, cada tacho me cuesta un ojo de la cara. El tacho emprende el corto trayecto. Cruza el Canal. Cruza Alicia Moreau de Justo. Cruza la vía del tranvía. Cruza Huergo, ahora semidesierta, aunque, de acá a unas horas, estará hasta las bolas de mioncas estacionados sobre la bocacalle. Dobla por Azopardo, siempre transitada por kamikazes motorizados recién bajados de la 25 de Mayo. Bordea la Facultad de Ingeniería, donde alguna vez funcionó la Fundación Eva Perón. Bordea el Otto Krause. Bordea el Centro de Documentación Personal de la Policía Federal, lo cual me recuerda que debo tramitar una nueva cédula y renovar el pasaporte. Bordea y cruza. Cruza y bordea. Va el demonio, va la carne, y me voy yo también, así me da algo del charqui que le mando, como escribió Pueyrredón a San Martín, harto de los eternos mangazos del Libertador, cuyo sepulcro bordeará en breve mi simpático tachero, para el Ejército de los Andes. El tacho bordea la Aduana. Dobla por Moreno. Dobla por Paseo Colón en dirección a la Casa Rosada. El helipuerto presidencial está semidesierto. Cristina, a quien por las dudas no voté, aún debe estar en Olivos, esperando que llenen el tanque del helicóptero que usó Chupete, a quien por desgracia voté, para rajar de Balcarce 50. ¿O Cristina usa otro? Y este humilde servidor perforando su mísero peculio con un viaje en tacho. Tacho que ya bordea la Plaza Colón y esa maravilla del maestro Bustillo corporizada en la casa matriz del Banco Nación, donde jamás tuve depositado un cobre partido al diome. Bordea la Plaza de Mayo, que hace poco explotó de gente vivando a Cristina y Néstor, cuando pasó lo del campo. Pero a esta hora sólo están los Granaderos, digiriendo el mate cocido del cuartel e izando la bandera en el mástil, cerca de la estatua ecuestre de don Manolo, al compás de un simpático clarín. El tacho llega a la Catedral. Hace siglos que no voy a misa, pero igual me persigno, no sea que Tata Dios me rebote la solicitud de ingreso en Su casa el día de mañana. El tacho cruza San Martín, a la altura del despacho de Mauricio, a quien no voté en mi puta vida y que aún debe estar calentito en su casa, con los Patricios cagados de frío en la puerta de la Jefatura de Gobierno. A pedido mío, el tachero aparca en Florida y Diagonal Norte y me cobra su abultada tarifa. Pago, bajo y, como el Nautilus, desaparezco bajo la superficie. Sólo que el capitán Nemo descendía cinco mil metros bajo la superficie del Pacífico Sur y yo apenas desciendo unos metritos de mala muerte bajo la superficie del asfalto porteño. Entro al subte D por la estación Catedral y paso mi Monedero por el lector del molinete, junto a un molinete del subte de mi infancia, cuya ranura atascaba los cospeles cada dos por tres y que ahora sólo sirve de salida, aunque, para mi gusto, debería estar en el Museo de La Plata, al lado del esqueleto del dinosaurio y la caparazón del gliptodonte. Durante la presidencia del Turco, a quien por desgracia ayudé a reelegir, el subte empezó a andar en serio, aunque el país anduviera como el traste, con contadores postulados como cajeros de Walmart y pibes de facultad vendiendo Big Macs en el Alto Palermo o camisas importadas en el C&A de Florida. Recuerdo cuando volví de mi primer viaje a Europa, en el ochenta y nueve. ¡Cómo me costó volver a usar esos molinetes de mierda! Un mes viajando con la Carte Orange del Metró de París y abonos similares en otras urbes del Viejo Mundo, y, al volver al pago, ¡vuelta a esos putos cospeles! En fin, aquí estoy, contra reloj. El segundero del Seiko de mi abuelo, que en paz descanse, se va acercando a las ocho. Pero los relojes digitales de la estación y los celus de mi viejo y mío ya deben estar en las eight o'clock, y, como me da por las pelotas ser impuntual, a la argentina, me pongo las pilas. Con los años que tiene, el Seiko de mi abuelo, que en paz descanse, es lógico que atrase un poquitín, aunque dudo que tenga los 85 añitos que llegó a vivir don Alfredo, porque sino, habría heredado el reloj de bolsillo de mi bisabuelo Manuel, a quien nunca tuve el gusto de conocer, no el Seiko de su primogénito. Supuestamente, el curso empieza ocho y media, aunque los argentinos necesitaríamos tener un Big Ben cada dos cuadras para ser puntuales.
Atravieso raudamente el andén de Catedral y los laberintos hacia la estación Perú de la Línea A. Dejo atrás los vagones modernosos de la Línea D, que en 9 de Julio se llenará hasta las pelotas con las mucamas de los conchetos de Barrio Norte, que vienen de viajar como sardina en lata en el Roca desde Turdera. Todo para limpiar por diez mangos la hora los inodoros emporcados con los soretes de 18 kilates de sus patrones, que no las blanquean ni con un piquete pegado a sus 4x4 en la bodega del Buquebús de Punta del Este. Rebobino: dejo atrás los vagones modernosos de la Línea D y rumbeo a los santos pedos hacia los vagones prehistóricos de la Línea A, con asientos de madera, donde bien puede haberse sentado doña Clotilde, que está allá en la iglesia rezando, como decía mi pelotudísima profesora de filo de 4º año del secundario. Vagones que deberían estar haciéndole compañía al Plus Ultra en el museo de Luján, no transportando usuarios de MP3, MP4, I-pods y la puta madre que los parió... no a los pasajeros, sino a todos esos aparatitos de mierda que nos han cagado la vida del mil nueve noventa a esta parte.
Llega la reliquia sobre ruedas. Puertas manuales. Asientos de madera, que no deben haberse rebarnizado desde la época de don Fede Lacroze. ¡Zuummmm! Para ser tan viejo, este carromato va a los tumbos. Recorre como balazo los túneles de la Línea A, quizá merodeados, a la altura de Avenida de Mayo, por los espectros de doña Chabela de Borbón y don Pepe Figueroa Alcorta, a bordo de su carroza del Centenario y a riesgo de que Simón Radowitzky se escape del penal de Ushuaia y los obligue a hacerle compañía a San Pedro y al coronel Ramón Falcón. Túneles quizá merodeados, a la altura del Congreso, por el espectro de Enzo Bordabehere, quizá aún sangrando a causa de los balazos que no ligó don Lisandro de la Torre. Túneles quizá merodeados, a la altura de Plaza Miserere, por los espectros de las víctimas de Cromañón. Como aún es temprano, Plaza Miserere no explota de la simpática multitud del Gran Buenos Aires Oeste diariamente hacinada en el Sarmiento, que va más a los dopes que mi subte de hojalata azul. En 40 minutos va de Once a Merlo. Por debajo de mi supersónico underground fosilizado, circula raudo el benjamín, tendido a medias, de los subtes porteños: el subte H, con sus estaciones de incontables subsuelos. A principios de 2004, don Aníbal Ibarra, a quien por desgracia voté dos veces, prometió tener en funcionamiento, a fines de 2007, los subtes F, G, H e I. Pero ya estamos en agosto de 2008 y sólo se ha inaugurado un tramito de morondanga del subte H. La Línea A ya debería tener vagones acordes con nuestro tiempo y llegar a Rivadavia y General Paz, pero, como dicen en España, ¡qué va! Hace como dos años que debería haber habilitado su estación Puán, cuyas bocas de acceso y salida siguen muertas de risa a tres cuadras de Rivadavia y Carabobo. Metrovías tardará más en inaugurar la estación Puán que Cristina y Néstor en inaugurar su tan mentado tren bala Buenos Aires-Rosario-Córdoba. El Tren de la Costa interconectó Olivos y Tigre ni bien lo inauguraron. Dentro de poco, si sigue así, sus vagones abordarán la Cacciola en el puerto de Tigre y tendrán vías en la Isla Martín García, antes de haberse logrado que el tranvía de Puerto Madero interconecte Retiro y Parque Patricios.
Loria. Castro Barros. Esos nombres no me dicen nada. ¿Río de Janeiro? Cidade maravilhosa, cheia de encantos mil. Una dulzura. La visité con mi hermanita y mis dos abuelas en el 79. Era un péndex total. Tenía nueve añitos. Me alojé en el Copacabana Palace Hotel. Mirá qué vidurria. Posé con my sister con el Pan de Azúcar de fondo, para un plato de porcelana ahora borrado por los años. Navegué en botes a pedal a la altura de la Isla Paquetá. Visité el palacio de los emperadores don Pedro. En esa época yo no sabía qué cornos era un emperador. Para mí, don Pedro era el nombre de un postre que recién probaría cuando fuera un huevón grande, porque mi viejo me cagaba a pedos si a esa edad pedía un helado con whisky, no como ahora, que a esa edad los padres los llevan a visitar sitios porno en Internet. En esos tiempos no había Internet, ¡oh tempora! Pero estaban Videla y Martínez de Hoz, a quienes por suerte nunca tuve oportunidad de votar. En esos años, para mí, Videla era el señor que le había entregado la copa a Passarella en la final del Mundial 78. Cuando supe que Videla y Joe nos habían regalado treinta mil desaparecidos y una deuda externa de la puta madre, me quise cortar las bolas. Pero no lo hice. Quería tenerlas bien puestas, honrando esa genética asturiano-gallega, heredada por quien suscribe de sus ancestros y ensalzada por don Aldo Rico, a quien jamás voté, poco antes del Felices Pascuas de don Raúl, que sólo pude votar en un simulacro electoral organizado en mi escuela tres días antes de su elección, pues por entonces este servidor sólo tenía trece pirulines. En esa época, un servidor era un tipo como la gente, no como ahora, que un servidor es un servidor de Internet conectado a sitios porno. Pero acá la corto. La próxima es Acoyte. Y en la próxima me bajo. So long, my friends.