Sunday, August 17, 2008

San Martín, una rara constante

En 1880 llegaron a la Argentina los restos del general José de San Martín. Por esos años, la pluma mitrista convertía al Gran Capitán en el Padre de la Patria, en nuestro héroe nacional por excelencia. Los hijos de los inmigrantes debían saber que ellos eran argentinos y que su país tenía héroes. Nacía así el culto a la figura del Libertador, que, hasta la fecha, no ha cuestionado ningún gobierno ni escuela histórica. Generaciones enteras de argentinos han sido educadas en él. Hasta el día de la fecha, incontables plazas públicas ostentan bustos y estatuas ecuestres del "padre augusto del pueblo argentino" exaltado por el cancionero escolar. Su retrato ornamenta escuelas esparcidos a lo largo y ancho del territorio nacional. Su nombre ha sido estampado a calles y avenidas de más de una ciudad argentina. Su efigie ha ornamentado (u ornamenta) estampillas postales, billetes de banco y monedas de curso legal. Al egresar del Colegio Militar de la Nación, decenas de promociones de subtenientes han recibido réplicas de su célebre sable curvo.
El Libertador fue objeto de aparatosas conmemoraciones con motivo del centenario de su fallecimiento y del bicentenario de su nacimiento. En épocas más recientes, Agustín Pérez Pardella, Norberto Galasso y José Ignacio García Hamilton han intentado humanizar saludablemente su figura, sin por ello negarle mérito alguno. Es más: al hacerlo, lograron enaltecerlo. Resulta mucho más meritoria la imagen de un Libertador atravesando los Andes postrado en una camilla, entre vómitos de sangre, que la imagen de un Gran Capitán montado en un brioso caballo blanco, inutilizable en una cordillera sólo apta para esos modestos burros empleados por San Martín al franquear el rocoso murallón binacional en mejor estado de salud.
En el año 2000, nuestra patria estrenaba un siglo y milenio nuevos en condiciones tétricas. El desdichado experimento neoliberal hacía agua por los cuatro costados. Cientos de miles de argentinos carecían de medios de subsistencia digna. En el mes de julio, el vicepresidente Carlos Álvarez dimitía tras apenas ocho meses de mandato, al denunciarse el pago de jugosos sobornos destinados a obtener la aprobación senatorial de un polémico proyecto de ley de flexibilización laboral. En ese sombrío contexto, se conmemoró el sesquicentenario de la defunción del Libertador. Un fotógrafo del matutino porteño La Nación, fundado por un histórico promotor del culto al Libertador, captó, en dicha ocasión, la enternecedora imagen de un niño ataviado con la tosca versión escolar en cartulina de la pechera de los Granaderos a Caballo, que, montado sobre los hombros de su padre, presenciaba el desfile militar estilado en la efemérides del Gran Capitán. En una Argentina aparentemente condenada a una insuperable y generalizada provisoriedad, el culto al Libertador se perfilaba como una rara constante.
El culto al Libertador ha sobrevivido a los peores cataclismos socioeconómicos y político-institucionales de nuestra historia. Ha sido promovido por gobiernos de muy dispar filiación político-ideológica. Las "nuevas tecnologías" contribuyen actualmente a vigorizarlo: según Google, existen unos 382.000 websites argentinos con alusiones al Gran Capitán. Año tras año, las revistas escolares difunden su figura y biografía en vísperas del aniversario de su deceso.
Aunque, al amparo de la actual ley de feriados, muchos argentinos podamos concebir el aniversario del fallecimiento del Libertador como un simple fin de semana largo o una excusa para unas minivacaciones, San Martín sigue estando presente, de algún u otro modo, en la vida de nuestro pueblo. Millares de personas recorren diariamente el trayecto entre sus lugares de residencia y trabajo a bordo del ferrocarril bautizado en su honor. O bordean a diario, a bordo de atestados colectivos, su majestuosa estatua ecuestre, emplazada dentro de la homónima plaza porteña. Al visitar con sus alumnos el sepulcro de San Martín en la Catedral Metropolitana, las maestras intentan iniciar a las nuevas generaciones en el culto al Libertador. O, al menos, es de desear que lo hagan. Preservarlo implica ayudar a preservar una rara constante en un país estigmatizado por el cortoplacismo.

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