Saturday, August 02, 2008

El subte

Seis de la mañana. Suena el despertador del celu de mi viejo. El mío tiene inhabilitada la línea de salida. Mi viejo, anti-celu acérrimo, me lo cedió hasta que logre hacerla rehabilitar, aunque la cosa va para largo. Es viernes, 1º de agosto, y hace mucho frío. Hoy termino un curso docente intensivo invernal del gobierno porteño. Es el quinto día consecutivo que me levanto a las seis y estoy fusilado. Ya no soy un péndex. Tengo 38 pirulos. Hace cinco años que me tiño las chapas para disimular las canas y la pérdida de color en el cabello. Pero prefiero insistir. Si tirás la toalla, te sentís como el orto. Adelante, entonces. Me despabilo con una buena taza de café cargado y bien caliente. Para mí el feca es como el agua. Me cepillo los dientes, me afeito, me visto (a abrigarse bien, que hace frío en serio), me peino con gel. Saco mi vianda del almuerzo de la heladera y la guardo en un bolso más pesado que mochila de soldado inglés de la Primera Guerra Mundial. Me calo mi gorra de invierno, con ganas de usar la visera sobre la nuca, como los pibes de ahora. Pero para el Bicentenario ya tendré 40 pirulines. Ya no estoy para esas cosas. Me pongo los guantes, bien gruesos. Salgo al palier. Llamo al ascensor. A esta hora no lo llama casi nadie, así que viene enseguida. Llego a la planta baja. Bajo del ascensor y saludo al vigilador del turno.
Salgo a la calle. Hace un frío que parte las piedras. Estoy cansadísimo. Mi bolso pesa una tonelada. Cruzo Juana Manso. Bordeo el Hotel Madero. Cruzo Olga Cossettini. Al acercarme al puente de Rosario Vera Peñaloza, presiento que se me hace tarde. Consulto mi reloj de pulsera. Es un Seiko grandote, que heredé de mi abuelo Alfredo, que en paz descanse. Cuando cumplí 35 pirulos, mi viejo, que no lo usaba, me lo regaló. Mierda. Ya son las siete y veinte. Renuncio a ir a pata hasta el subte A, en Plaza de Mayo. Aunque odio tomarlo, tomo un tacho. Tachero ya canoso, con esa típica cara de pocos amigos de los tacheros de la Reina del Plata. Por suerte el viaje es corto, aunque, a tres ochenta la bajada de bandera, cada tacho me cuesta un ojo de la cara. El tacho emprende el corto trayecto. Cruza el Canal. Cruza Alicia Moreau de Justo. Cruza la vía del tranvía. Cruza Huergo, ahora semidesierta, aunque, de acá a unas horas, estará hasta las bolas de mioncas estacionados sobre la bocacalle. Dobla por Azopardo, siempre transitada por kamikazes motorizados recién bajados de la 25 de Mayo. Bordea la Facultad de Ingeniería, donde alguna vez funcionó la Fundación Eva Perón. Bordea el Otto Krause. Bordea el Centro de Documentación Personal de la Policía Federal, lo cual me recuerda que debo tramitar una nueva cédula y renovar el pasaporte. Bordea y cruza. Cruza y bordea. Va el demonio, va la carne, y me voy yo también, así me da algo del charqui que le mando, como escribió Pueyrredón a San Martín, harto de los eternos mangazos del Libertador, cuyo sepulcro bordeará en breve mi simpático tachero, para el Ejército de los Andes. El tacho bordea la Aduana. Dobla por Moreno. Dobla por Paseo Colón en dirección a la Casa Rosada. El helipuerto presidencial está semidesierto. Cristina, a quien por las dudas no voté, aún debe estar en Olivos, esperando que llenen el tanque del helicóptero que usó Chupete, a quien por desgracia voté, para rajar de Balcarce 50. ¿O Cristina usa otro? Y este humilde servidor perforando su mísero peculio con un viaje en tacho. Tacho que ya bordea la Plaza Colón y esa maravilla del maestro Bustillo corporizada en la casa matriz del Banco Nación, donde jamás tuve depositado un cobre partido al diome. Bordea la Plaza de Mayo, que hace poco explotó de gente vivando a Cristina y Néstor, cuando pasó lo del campo. Pero a esta hora sólo están los Granaderos, digiriendo el mate cocido del cuartel e izando la bandera en el mástil, cerca de la estatua ecuestre de don Manolo, al compás de un simpático clarín. El tacho llega a la Catedral. Hace siglos que no voy a misa, pero igual me persigno, no sea que Tata Dios me rebote la solicitud de ingreso en Su casa el día de mañana. El tacho cruza San Martín, a la altura del despacho de Mauricio, a quien no voté en mi puta vida y que aún debe estar calentito en su casa, con los Patricios cagados de frío en la puerta de la Jefatura de Gobierno. A pedido mío, el tachero aparca en Florida y Diagonal Norte y me cobra su abultada tarifa. Pago, bajo y, como el Nautilus, desaparezco bajo la superficie. Sólo que el capitán Nemo descendía cinco mil metros bajo la superficie del Pacífico Sur y yo apenas desciendo unos metritos de mala muerte bajo la superficie del asfalto porteño. Entro al subte D por la estación Catedral y paso mi Monedero por el lector del molinete, junto a un molinete del subte de mi infancia, cuya ranura atascaba los cospeles cada dos por tres y que ahora sólo sirve de salida, aunque, para mi gusto, debería estar en el Museo de La Plata, al lado del esqueleto del dinosaurio y la caparazón del gliptodonte. Durante la presidencia del Turco, a quien por desgracia ayudé a reelegir, el subte empezó a andar en serio, aunque el país anduviera como el traste, con contadores postulados como cajeros de Walmart y pibes de facultad vendiendo Big Macs en el Alto Palermo o camisas importadas en el C&A de Florida. Recuerdo cuando volví de mi primer viaje a Europa, en el ochenta y nueve. ¡Cómo me costó volver a usar esos molinetes de mierda! Un mes viajando con la Carte Orange del Metró de París y abonos similares en otras urbes del Viejo Mundo, y, al volver al pago, ¡vuelta a esos putos cospeles! En fin, aquí estoy, contra reloj. El segundero del Seiko de mi abuelo, que en paz descanse, se va acercando a las ocho. Pero los relojes digitales de la estación y los celus de mi viejo y mío ya deben estar en las eight o'clock, y, como me da por las pelotas ser impuntual, a la argentina, me pongo las pilas. Con los años que tiene, el Seiko de mi abuelo, que en paz descanse, es lógico que atrase un poquitín, aunque dudo que tenga los 85 añitos que llegó a vivir don Alfredo, porque sino, habría heredado el reloj de bolsillo de mi bisabuelo Manuel, a quien nunca tuve el gusto de conocer, no el Seiko de su primogénito. Supuestamente, el curso empieza ocho y media, aunque los argentinos necesitaríamos tener un Big Ben cada dos cuadras para ser puntuales.
Atravieso raudamente el andén de Catedral y los laberintos hacia la estación Perú de la Línea A. Dejo atrás los vagones modernosos de la Línea D, que en 9 de Julio se llenará hasta las pelotas con las mucamas de los conchetos de Barrio Norte, que vienen de viajar como sardina en lata en el Roca desde Turdera. Todo para limpiar por diez mangos la hora los inodoros emporcados con los soretes de 18 kilates de sus patrones, que no las blanquean ni con un piquete pegado a sus 4x4 en la bodega del Buquebús de Punta del Este. Rebobino: dejo atrás los vagones modernosos de la Línea D y rumbeo a los santos pedos hacia los vagones prehistóricos de la Línea A, con asientos de madera, donde bien puede haberse sentado doña Clotilde, que está allá en la iglesia rezando, como decía mi pelotudísima profesora de filo de 4º año del secundario. Vagones que deberían estar haciéndole compañía al Plus Ultra en el museo de Luján, no transportando usuarios de MP3, MP4, I-pods y la puta madre que los parió... no a los pasajeros, sino a todos esos aparatitos de mierda que nos han cagado la vida del mil nueve noventa a esta parte.
Llega la reliquia sobre ruedas. Puertas manuales. Asientos de madera, que no deben haberse rebarnizado desde la época de don Fede Lacroze. ¡Zuummmm! Para ser tan viejo, este carromato va a los tumbos. Recorre como balazo los túneles de la Línea A, quizá merodeados, a la altura de Avenida de Mayo, por los espectros de doña Chabela de Borbón y don Pepe Figueroa Alcorta, a bordo de su carroza del Centenario y a riesgo de que Simón Radowitzky se escape del penal de Ushuaia y los obligue a hacerle compañía a San Pedro y al coronel Ramón Falcón. Túneles quizá merodeados, a la altura del Congreso, por el espectro de Enzo Bordabehere, quizá aún sangrando a causa de los balazos que no ligó don Lisandro de la Torre. Túneles quizá merodeados, a la altura de Plaza Miserere, por los espectros de las víctimas de Cromañón. Como aún es temprano, Plaza Miserere no explota de la simpática multitud del Gran Buenos Aires Oeste diariamente hacinada en el Sarmiento, que va más a los dopes que mi subte de hojalata azul. En 40 minutos va de Once a Merlo. Por debajo de mi supersónico underground fosilizado, circula raudo el benjamín, tendido a medias, de los subtes porteños: el subte H, con sus estaciones de incontables subsuelos. A principios de 2004, don Aníbal Ibarra, a quien por desgracia voté dos veces, prometió tener en funcionamiento, a fines de 2007, los subtes F, G, H e I. Pero ya estamos en agosto de 2008 y sólo se ha inaugurado un tramito de morondanga del subte H. La Línea A ya debería tener vagones acordes con nuestro tiempo y llegar a Rivadavia y General Paz, pero, como dicen en España, ¡qué va! Hace como dos años que debería haber habilitado su estación Puán, cuyas bocas de acceso y salida siguen muertas de risa a tres cuadras de Rivadavia y Carabobo. Metrovías tardará más en inaugurar la estación Puán que Cristina y Néstor en inaugurar su tan mentado tren bala Buenos Aires-Rosario-Córdoba. El Tren de la Costa interconectó Olivos y Tigre ni bien lo inauguraron. Dentro de poco, si sigue así, sus vagones abordarán la Cacciola en el puerto de Tigre y tendrán vías en la Isla Martín García, antes de haberse logrado que el tranvía de Puerto Madero interconecte Retiro y Parque Patricios.
Loria. Castro Barros. Esos nombres no me dicen nada. ¿Río de Janeiro? Cidade maravilhosa, cheia de encantos mil. Una dulzura. La visité con mi hermanita y mis dos abuelas en el 79. Era un péndex total. Tenía nueve añitos. Me alojé en el Copacabana Palace Hotel. Mirá qué vidurria. Posé con my sister con el Pan de Azúcar de fondo, para un plato de porcelana ahora borrado por los años. Navegué en botes a pedal a la altura de la Isla Paquetá. Visité el palacio de los emperadores don Pedro. En esa época yo no sabía qué cornos era un emperador. Para mí, don Pedro era el nombre de un postre que recién probaría cuando fuera un huevón grande, porque mi viejo me cagaba a pedos si a esa edad pedía un helado con whisky, no como ahora, que a esa edad los padres los llevan a visitar sitios porno en Internet. En esos tiempos no había Internet, ¡oh tempora! Pero estaban Videla y Martínez de Hoz, a quienes por suerte nunca tuve oportunidad de votar. En esos años, para mí, Videla era el señor que le había entregado la copa a Passarella en la final del Mundial 78. Cuando supe que Videla y Joe nos habían regalado treinta mil desaparecidos y una deuda externa de la puta madre, me quise cortar las bolas. Pero no lo hice. Quería tenerlas bien puestas, honrando esa genética asturiano-gallega, heredada por quien suscribe de sus ancestros y ensalzada por don Aldo Rico, a quien jamás voté, poco antes del Felices Pascuas de don Raúl, que sólo pude votar en un simulacro electoral organizado en mi escuela tres días antes de su elección, pues por entonces este servidor sólo tenía trece pirulines. En esa época, un servidor era un tipo como la gente, no como ahora, que un servidor es un servidor de Internet conectado a sitios porno. Pero acá la corto. La próxima es Acoyte. Y en la próxima me bajo. So long, my friends.

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