Tuesday, August 05, 2008

El tren

Cruzo Pedro Goyena a la altura de Puán a los santos dopes. En el reloj de mi abuelo, que en paz descanse, las manecillas se acercan peligrosamente a las cinco menos cuarto de una tarde de mediados de octubre demasiado fría para este hemisferio. A las seis debo estar en Liniers. De acá hay un tironcito. Por suerte está el Sarmiento. Como está el Roca para mis frecuentes expediciones a los indios ranqueles del Gran Buenos Aires sur y el Mitre para mis menos frecuentes visitas a los barrios paquetes de la zona norte del área capitalina. No serán los trenes de alta velocidad con los que crucé Alpes y Pirineos en mi primer periplo europeo. No serán el tren bala que tanto querían Cristina y Néstor. Pero, para salir del apuro, mal no vienen, aunque deba compartir furgones con caras de pocos amigos.
Tomo el 134 sobre Goyena rumbo a la estación de Flores. El bondi avanza a velocidad aceptable por Juan Bautista Alberdi. Al doblar por Pedernera la cosa se le complica. Un bondi de otra línea bloquea la bocacalle a la altura de Ramón Falcón. Delante suyo hay un bolonqui de tránsito de aquellos. La bocacalle no se despeja. Puteo para mis adentros. El reloj de mi abuelo se acerca a las cinco. A esta hora un inglés pararía para tomar el té. Yo no puedo darme ese lujo. Al menos hoy, no. Mi colesterol y mi escasa disponibilidad horaria me condenarán a una barrita de cereal y un Baggio de pera en el simpático barcito de la Petrobras de Rivadavia y Murguiondo. Recrudecen los bocinazos. A esta bocacalle no la despeja ni el Enola Gay. Al coronel Falcón, cuyo nombre porta esta arteria, lo despejó la bomba de dinamita del ácrata Simón Radowitzky, despejado a su vez por los témpanos de la cárcel de Ushuaia. Por suerte, la cosa cambia enseguida. Nos acercamos a Plaza Flores. Me pongo de pie, como en la secundaria cuando sonaba el timbre de izamiento de la bandera. Ahora lo hago para apretar el timbre de descenso. El bondi atraviesa Rivadavia sin alejarse de Pedernera, que, al cruzar la magna avenida, se convierte en Artigas. Hay tal bolonqui de tránsito que el colectivero me abre la puerta a media cuadra del cordón de la vereda, que gano esquivando guardabarros de bondi y encomendándome a todo santo venerado en la cercana iglesia de San José de Flores. Esquivando guardabarros gano la plaza. No tengo tiempo para alimentar a sus palomas. Tampoco veo que las haya. Ni tengo tiempo para ver si las hay. Hace tiempo que no alimento las palomas de Plaza de Mayo y de la Plaza de los Dos Congresos. Los revolucionarios de 1955 las alimentaron con bombas. Dicen que el Chino Balbín, cuando Pocho lo tuvo en cana, comía pichones de paloma en el penal de La Plata. Como a don Ricardo le caía mal el morfi de la cárcel, un cocinero encanado le preparaba platos especiales. Pobres palomitas. Algún día debería visitarlas y llevarles maíz tostado. Lo venden en la plaza. Bordeo raudamente la plaza. Perón hablaba en una plaza, pero murió cuando yo tenía cuatro años y jamás lo escuché en vivo. Alfonsín también lo hacía, cantando "es para Ernesto que lo mira por TV", porque a don Raúl, Cristina y Néstor, cuando hablaron en la plaza, no los escuché de otro modo. Miren si seré cagón, y eso que alguna vez putié discretamente a mis ancestros por no haber ido a la Plaza a defender a Perón, Frondizi, Illia o Chabela y zafar de una buena vez de los milicos. No sé si en este momento habrá alguien hablando en Plaza Flores (Plaza Pueyrredón, según la Guía T del 2006, ya bien podría comprar otra). En una época, en Plaza Once, rompían las pelotas los evangelistas, que pretendían curar cánceres terminales con salmos y citas de Lucas y Mateo. Pero esta tarde de octubre de 2008, en Plaza Flores (o Pueyrredón, como prefieran), no habla nadie. Bah, digo boludeces. Siempre hay alguien hablando en las plazas. Aunque más no sea los vendedores de garrapiñadas. Pero son las cinco y a las seis tengo que estar sí o sí en Liniers. No tengo tiempo de escuchar ni a los fiambres del cementerio de Flores, que está, como mínimo, a doce cuadras. Cruzo Yerbal y Artigas y me zambullo hacia la estación de Flores. Al consultar el plano descubro la existencia del Pasaje del Ángel Gris, que, durante años, me supo a chantada del nunca bien ponderado Alejandro Dolina, ciudadano ilustre de San José de Flores. De esa San José de Flores que, al inaugurar el tramway de la zona, allá por mil ocho seis nueve, el nunca bien ponderado presidente Sarmiento, cuyo nombre porta el tren que pronto padeceré en carne propia, quiso convertir en capital de la República. Pobre don Domingo, nunca vio su sueño hecho realidad.
Entro a los piques en la estación de Flores. Las monedas escasean, pero mi tiempo es hoy aún más escaso y, para pagar en billetes, debería hacer una cola bárbara en la boletería. Me resigno y saco mi boleto de la boletera automática. Luego lo paso por el molinete electrónico. ¡Ah, aquellos tiempos en los cuales Trenes de Buenos Aires se llamaba Ferrocarriles Argentinos, con sus amables revisores de uniforme y gorra grises perforando esos boletos de cartón de mi dulce infancia! Ahora, cuando no hay molinete electrónico, los revisores visten unos uniformes horribles y, en lugar de perforar boletos, charlan entre sí en la estación y al vagón ni suben. Eso sí, sube el chorro que me afanó un celu en el Roca. Pretender que un revisor del 2008 pronuncie la célebre frase "boletos, pases y abonos" de los ferrocarriles de propiedad británica del mil nueve treinta y pico, evocados por la injustamente olvidada María Elena Walsh en Novios de antaño, es como pretender que hable hitita. Hoy sólo te perforan el boleto en el Tranvía de Puerto Madero y el Tren de la Costa. A los revisores del Roca habría que enseñarles buenos modales o reemplazarlos por los molinetes electrónicos. La puta madre que los parió. La Humanidad ha logrado hacerse querer menos que los aparatitos y aparatazos vaticinados por la no menos injustamente olvidada Nelly Fernández Tiscornia allá por mil nueve ocho siete. Y eso que a esos chirimbolos los inventaron unos presuntos seres humanos. Que, evidentemente, sabían mucho de tecnología, pero de Humanidad entendían menos que un ciego de nacimiento entiende de astronomía, como diría, con esas u otras palabras, el nunca bien ponderado Juan Manuel de Rosas del doctor Salvador María del Carril, ministro de Hacienda del nunca bien ponderado Bernardino Rivadavia, el presidente prematuro, cuyo nombre porta la inconmesurable avenida penosamente atravesada por mi bondi instantes atrás.
Me dejo de divagar. Boleto en mano gano presuroso el andén de la estación de Flores. Una panchería me recuerda que no me queda tiempo para merendar. Por suerte, el tren llega enseguida y no tan lleno como cabría esperar a esta hora. Aunque sí lo bastante lleno como para viajar de dorapa. No me gusta, pero tampoco puede gustarme todo. Al fin y al cabo, no soy niño, ni mujer, ni embarazada, ni discapacitado, ni anciano. Dejo el furgón para las bicicletas y los fumadores. He sido fumador, pero, hace lo menos dos años y medio, los parches de nicotina me permitieron prescindir de ese veneno llamado tabaco. Subo al tren. El bólido enfila raudamente hacia el oeste. El tiempo sigue apremiándome. El tren bordea Flores, después Floresta. Bordea calles incontables cuyos nombres ya no recuerdo. Bordea las kilométricas autopistas heredadas del Proceso y del menemato. Algo bueno tienen. ¿Recuerda el parto que era llegar a La Plata o salir a la ruta 2 por la Avenida de los Calchaquíes? ¿O lo que era llegar a Ezeiza por la General Paz? ¿O ir del centro al Aeroparque por Dársena Norte? ¿O al Puente Avellaneda por Patricios y Pedro de Mendoza? Ahora tenemos las autopistas Balbín, Illia, Frondizi. ¿Todos radicales? ¿Cuándo tendremos las autopistas Héctor Cámpora, Nicolás Repetto o Lisandro de La Torre? Poco importa de momento.
A lo lejos se divisa una villa. Mejor no meterse. Aunque no prejuzguemos. En las villas también hay buena gente. Mi abuelo, que era panadero, tuvo a un villero viviendo y trabajando con él como diez años. Una joyita. Mi abuelo lo tenía de madrugada en la cuadra y a la tarde en la sandwichería y el reparto. Lo sacó así de bueno. Mi madrina tuvo una mucama villera como treinta años. Lástima que también hay villeros malos echando todo a perder. Para mí la solución es encanar al villero malo y al bueno escriturarle sin cargo, a su nombre, su lotecito de la villa y ayudarlo a hacerse su casita de material. Ya sé que es más fácil decirlo que hacerlo. Pero habría que hacerlo.
La villa, para bien o para mal, desaparece pronto de mi vista. Se suceden las paradas: Floresta, Villa Luro. Por fin Liniers. La mole de la cancha de Vélez irrumpe con toda su majestuosidad. Este año no estoy de humor para el fútbol. En mi habitación reemplacé el banderín de Boca por un mapa de la Argentina elaborado en cuero. De a ratos se me cruza algún cable. Debo estar más atento.
Bajo del tren en Liniers. Son casi las cinco y media, así que enfilo raudamente hacia el puente peatonal que separa el andén de la interminable Rivadavia. Al llegar al molinete electrónico, asesoro amablemente a una señora poco avispada para tanta tecnología. Atravieso el molinete y arrojo mi boleto agotado hacia un tacho ad-hoc. Esquivo como puedo al gentío de feria típico de estas paradas intermedias. Llego a Rivadavia. Y esta historia termina aquí.

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