Sunday, August 17, 2008

Valores devaluados

En una entrevista periodística, publicada por la revista femenina porteña Para ti en su edición del 28 de septiembre de 1987, Nelly Fernández Tiscornia, docente secundaria, novelista, poetisa, guionista cinematográfica, teatral y televisiva y mujer dotada de una cierta sensibilidad hacia la problemática infanto-adolescente, vaticinó alarmadamente: "(…) los chicos no pueden vivir sin grandes fuerzas movilizadoras, y el mundo actual ha caído en manos de bolicheros. (…) el ser humano (…) está metido en una honda crisis. Si la violencia tiene tanto rating, es porque de alguna manera nos representa. Quienes proponen y cultivan una vida mejor (yo los llamo sembradores) se han replegado, y tienen sus razones: no quieren convertir a la creación en una mercadería, y mucho menos ponerle precio. ¿Qué mundo le estamos preparando a los chicos? Me han contado algunas cosas sobre los aparatazos y los aparatitos que se vienen y… espero no estar viva para verlos funcionando. Para nosotros, argentinos, será peor aún: acá ni siquiera van a llegar las maquinitas, sino la conducta maquinista". Comentario clarividente. Su autora falleció el 4 de octubre de 1988, a la edad de 60 años.
Esas palabras resultaron proféticas, máxime considerando que fueron pronunciadas en una era "pre-aparatística". Las pronunció cuando quien suscribe contaba 17 cándidos abriles. Los adolescentes de mi generación tuvimos la inmensa fortuna de tener pocos motivos para ser "aparatistas". Como máximo, podíamos aspirar al walkman y al Atari. La PC aún no había invadido nuestras vidas. En mi casa yo empleaba una máquina de escribir manual o eléctrica, aunque mi padre médico me instara a emplear su modesta home computer con lector de floppy disk, conectada a una primitiva impresora de rollo continuo y al televisor portátil estadounidense en blanco y negro traído por mi progenitor de su primer viaje laboral al exterior, efectuado en 1978. El CD y la TV por cable sólo estaban al alcance de unos pocos privilegiados. En mi casa, felizmente regida por los excelentísimos sistemas de valores de mis ancestros, recién estrenábamos la primera videocassettera, obsequio de la familia de un paciente de mi padre, que mi madre decidió lúcidamente destinar a familiarizar a sus vástagos con lo más granado de la producción cinematográfica. Así pude acceder al neorrealismo italiano y a las películas de John Houston. En mi casa, las cantatas de Bach y óperas de Verdi emanaban del aparatoso tocadiscos de vinilo obsequiado por mi padre a mi madre en 1977, con motivo del cuadragésimo cumpleaños de mi progenitora. En mi pasacassettes el delicioso primer concierto para violín y orquesta de Chopin compartía su espacio con una espléndida ejecución de la Quinta Sinfonía de Beethoven y la Sinfonía Inconclusa de Schubert, lograda por la filarmónica de Nueva York bajo la batuta de Leonard Bernstein y degustada por quien suscribe al lado de la radio FM de su señorita hermana, eternamente sintonizada en una jovencísima Rock & Pop. Nos complementábamos mutuamente. Mi hermana, estudiante avanzada de la Alianza Francesa, leía a Flaubert en su lengua original. Yo, avanzado estudiante libre de la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, hacía lo propio con D.H.Lawrence. Descubría a García Márquez, a Alejo Carpentier, a Günter Grass, a Rabelais. Felicísimo contraste con el consumismo avasallante de mis compañeros de clase alta de mi escuela privada y el antiintelectualismo de mis condíscipulos de clase baja de mi escuela estatal, que me costaría lo suyo digerir. De necesitar un teléfono, nos las arreglábamos como podíamos con esos imposibles receptores que ENTEL tardaba veinte años en instalar o tres meses en reparar. No se conocía el fax. En una calurosísima noche del verano de 1987, acompañé a mi padre a remitir un télex, miren si seré viejo, a la casa matriz de la empresa alemana empleadora de los servicios profesionales de mi progenitor. Mi padre me había hecho tipear en mi máquina de escribir manual el texto en inglés del susodicho mensaje, que mi progenitor hizo remitir desde un aparatoso artefacto instalado en los headquarters de la polémica empresa estatal, sitos en pleno microcentro porteño y posteriormente transferidos, al principiar el fascinante y perverso menemato, a una megacorporación telefónica transnacional de origen hispánico. El horno a microondas, una de las pocas invenciones útiles de esos perturbadores años, aún no había llegado a nuestra casa de La Boca, donde yo calentaba mi adorado café en un humilde bol de acero inoxidable posado sobre la llamarada azul del retaceado fluido provisto por Gas del Estado. Por suerte, podíamos permitirnos el gas natural. No necesitábamos, como los habitantes de la cercana Isla Maciel, destinar las devaluadas moneditas del Plan Austral a la adquisición de la antieconómica y peligrosa garrafa de gas licuado, ni manguear a las vecinas familias del patriciado xeneixe (que difícilmente lo conservaran) el rudimentario primus empleado décadas atrás para hervir los itálicos tagliarini engullidos por los inmigrantes genoveses instalados en los clásicos conventillos boquenses, ni exhumar la cocina de carbón de mi bisabuela, que, que yo sepa, no conservábamos.
Llegaron los fascinantes y perversos años noventa. Las presuntas bondades del neoliberalismo dispararon la tasa de desempleo y facilitaron la invasión de aparatazos y aparatitos vaticinada por Fernández Tiscornia. En pocos años, el elitista y aparatoso Movicom del 90 cedió su espacio a millares de simplificados teléfonos celulares. El fax y el e-mail desplazaron a los envíos postales de dos carillas, a los télex remitidos por el general Perón desde Puerta de Hierro y consultados por Miguel Bonasso para escribir su monumental biografía de Héctor Cámpora. El radiomensaje desplazó al telegrama. El auge de la PC obligó a la máquina de escribir, a la home computer y a la impresora de rollo continuo a compartir los almacenes de antigüedades con las poncheras de cristal tallado y el molinillo manual de café de nuestras bisabuelas. El lector de CD y el discman obligaron al tocadiscos de vinilo y al walkman a compartir el desván con el fonógrafo de bocina utilizado por mis ancestros para escuchar los discos de pasta del dúo Gardel-Razzano. Felizmente, el auge de la Internet no impidió la afluencia de visitas de consultas hacia la nueva sede de la Biblioteca Nacional. No había trabajo, pero sí modems. Empezaban a proliferar los cartoneros, aunque también los locutorios, como cuadraba al país del Primer Mundo súbitamente instaurado en nuestro territorio nacional. Curiosamente, en la Nueva York de 1999, mucho más situable en ese mundo que la pauperizada Reina del Plata y visitada por quien suscribe en dicho año, no recuerdo haber visto ningún locutorio, ni a nadie hablando por celular.
En diciembre de 2001, un pueblo con locutorios y sin trabajo ganó las calles para exonerar al neoliberalismo. Empero, la saludable defunción de la Convertibilidad no frenó el "aparatismo". Lo siguió alentando la reactivación económica, iniciada en 2003 y mantenida (toquemos madera, por las dudas) hasta el día de hoy. Las notebooks, Blackberries y laptops compartieron las góndolas de los supermercados con los encarecidos cortes de res y sachets de leche. El discman fue desplazado por los MP3, los MP4 y los i-pods, cuyos miniauriculares permitían desentendernos brevemente de los parches de los bombos piqueteros. El SMS obligó al radiomensaje a compartir el desván de los recuerdos con las palomas mensajeras y las nubes de humo sioux del Far West decimonónico. Los adolescentes adoptaron los juegos en red de los locutorios y cibercafés para reemplazar las instructivas búsquedas en Wikipedia fútilmente indicadas por sus desorientados docentes. El presupuesto familiar sólo les permitía viajar en colectivo con ese boleto estudiantil obtenido tras una Noche de los Lápices y casi 200 jóvenes habían muerto carbonizados en Cromañón, pero la muchachada no podía prescindir de esos desaconsejables y onerosos viajes de egresados a Bariloche, abundantes en peligrosas libaciones alcohólicas en las discotecas barilochenses y perfectamente reemplazables por las prudentes cenas de bachilleres de las décadas de 1950 y 1960 y los sanos bailes de graduación de las escuelas estadounidenses. Aunque su alimentación dependiese parcialmente de las retaceadas viandas escolares, los chicos no podían prescindir de la microfilmadora de su celular para captar las impiadosas burlas gastadas a sus escasos profesores abnegados y a los pocos estudiantes tímidos y disciplinados, difundidas por Internet y blue tooth.
El "aparatismo" ha jaqueado duramente los saludables sistemas de valores de mis padres y abuelos. Los "sembradores" postulados por Fernández Tiscornia, entre quienes pretendo situarme, estamos aislados y nos sentimos impotentes. Pero debemos perseverar. La "alternativa ascética", recientemente postulada por quien suscribe en este espacio, es factible y más que aconsejable. Recomiendo vivamente leer Los hermanos Karamázov, la gran novela de Feodor Dostoievski, reparando particularmente en el neto contrapunto entre el ascetismo voluntario de Alejo Karamázov y el hedonismo decadentista de su padre y hermanos. Lamento señalar que los actuales argentinos (o, al menos, muchos de ellos) estamos peligrosamente más próximos al segundo que al primero. Y, lo más grave, es que, aunque lo percibimos, no hacemos nada para subsanar la situación.

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