Monday, June 28, 2010

Las ruedas de la Historia

Por estos días, la sociedad argentina se ve atravesada por el debate sobre la legalización del matrimonio homosexual, aprobada por la Cámara de Diputados de la Nación y en tratamiento en el Senado federal. Mientras los festejos del Bicentenario comienzan a quedar atrás y la Selección cosecha sucesivas victorias en el Mundial, nuevas cuestiones pueblan la agenda nacional.
La legalización del matrimonio homosexual no es una cuestión de poco peso. Es comprensible que irrite susceptibilidades y despierte perplejidades. Lo que sí es claro es que la legalización del matrimonio homosexual no conlleva un atentado a la moral, sino una lógica contribución al necesario (y difícilmente indoloro) avance de las ruedas de la Historia.
La legalización del matrimonio homosexual no convertirá en reliquia al matrimonio o unión de hecho heterosexual. En 1888, la Argentina sancionó una ley de matrimonio civil y no por eso dejó de haber matrimonio religioso. En 1987, la Argentina sancionó una ley de divorcio, fallidamente intentada en 1954, y no por eso dejó de haber matrimonios. Esas leyes fueron buenas. Como también fue buena la ley argentina de patria potestad compartida, sancionada en 1985 y destinada a acotar la a veces abusiva autoridad del varón adulto argentino sobre las mujeres, niños y adolescentes de su patria. O la ley de mayoría de edad sancionada en 2009, que redujo la mayoría de edad de la harto tardía edad de 21 años a la mucho más recomendable edad de 18 años. O la ley 1420 de enseñanza primaria, gratuita, laica y obligatoria, que permitió el acceso a la educación básica a millones de argentinos de humilde condición y cualquier religión, que ahora deberían poder acceder, gracias a leyes educativas más recientes, a las enseñanzas media e inicial, actualmente obligatorias por ley. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos. Aunque ello implique tomar otras decisiones gubernativas polémicas, como la legalización de la prostitución, infructuosamente ensayada por el segundo gobierno peronista, que bien podría liberar a muchas trabajadoras sexuales de la cruel tiranía de los tratantes de blancas. O la legalización del aborto, que permitiría a muchas mujeres ejercer, sin arriesgar su salud, su derecho a postergar su maternidad.
Siento muchísimo respeto por la Iglesia y otras instituciones religiosas. Un pueblo no puede vivir sin valores. Pero vivimos en el siglo XXI, no en el XV. No podemos detener el avance de las ruedas de la Historia.

Friday, June 25, 2010

La podaroshna de Nicolás Korpanoff

En su novela Miguel Strogoff, Julio Verne imagina a un zar ruso decimonónico enfrentado a una insurrección tártara en sus dominios asiáticos y la consecuente interrupción de las comunicaciones telegráficas y consiguientemente obligado a confiar a un correo secreto siberiano una importante comunicación para su hermano, titular de un gran ducado ruso con capital en la ciudad siberiana de Irkutsk, a cinco mil kilómetros del palacio moscovita del emperador de todas las Rusias. El correo secreto responde al nombre de Miguel Strogoff, pero, para resguardar su identidad ante el renegado Iván Ogareff, temible jefe del pronunciamiento tártaro, deberá guardar celosamente la misiva imperial y utilizar el nom de guerre de Nicolás Korpanoff, comerciante siberiano mencionado en el pasaporte interno (podaroshna)proporcionado por el secretario del zar al intrépido mensajero. En su azaroso camino, Miguel Strogoff tomará bajo su protección a Nadia, una valerosa y joven viajera obligada, ante la muerte de su madre en Riga, capital letona, a atravesar el territorio asolado por los tártaros y reunirse con su padre, desterrado en Irkutsk, donde Nadia y Miguel contraerán matrimonio tras la derrota y muerte de un Iván Ogareff inútilmente empecinado en suplantar a Miguel Strogoff ante el gran duque de Irkutsk. Miguel puede, finalmente, dormir el sueño de los justos, libre de su forzosa identidad apócrifa, que lo ha obligado a negar su verdadera filiación ante su propia madre, circunstancialmente encontrada en su camino.
Durante los dos primeros siglos de vida republicana de su patria, recientemente celebrados a gran escala, el argentino promedio se ha visto obligado a recorrer su propio país portando la podaroshna de Nicolás Korpanoff y ocultando celosamente a su verdadero ser, a su Miguel Strogoff, ante los Iván Ogareff de su tierra natal. Durante la era rosista, negarse a apoyar incondicionalmente al Restaurador se castigaba con la muerte o, al menos, con el destierro. Nuestros Miguel Strogoff anti-Korpanoff del periodo rosista portaron nombres verdaderos como Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Pagaron por su audacia con largos años de exilio forzoso. Lo mismo ocurrió con los exiliados antiperonistas del primer decenio peronista y peronistas del periodo antiperonista de 1955-1966. Empezando por el propio Perón, que en 1964 intentó infructuosamente regresar de su exilio madrileño con un pasaporte paraguayo a nombre de un profesor asunceño de apellido idéntico al apellido materno del controversial exiliado. Durante los durísimos años del régimen procesista, muchos argentinos negaron forzadamente su costado Strogoff, sumidos en un cruel exilio interno en su propia patria.
La restauración democrática de 1983 parecía ser lo suficientemente sólida como para fundamentar un descarte definitivo de la versión argentina de la podaroshna de Nicolás Korpanoff. Veintisiete años después, sin embargo, muchos argentinos siguen temiendo exhibir su costado Strogoff. Siguen temiéndole a la sinceridad.

Sunday, June 20, 2010

Las preocupaciones de don Manuel

Entre las preocupaciones de Manuel Belgrano figuró la educación. A 190 años de su fallecimiento, considero oportuno refrescar ciertas reflexiones suyas sobre el particular, escritas entre 1796 y 1802.
Escribe Belgrano:
“Vasallos dichosos y Soberano poderoso son (...) resultado (...) de las escuelas públicas (...) Por este medio se logran en la gran masa de una nación costumbres sanas.
“Uno de los principales medios que deben aceptar a este fin son las escuelas gratuitas, donde pudiesen (...) los pobres mandar a sus hijos sin tener que pagar cosa alguna por su instrucción: allí se les podría dictar buenas máximas e inspirarles amor al trabajo, pues, en un pueblo donde no reine éste, decae el comercio y toma lugar la miseria; las artes que producen abundancia que las multiplica después en recompensa, decaen; y todo, en una palabra, desaparece, cuando se abandona la industria, porque se cree no es de utilidad alguna. (...) sin enseñanza no hay adelantamientos (...)”.
Belgrano escribe estas líneas faltando casi un siglo para que la Ley 1420, sancionada en 1884, otorgue el marco legal fundamental para la enseñanza primaria, gratuita y obligatoria a escala nacional. Actualmente pretende extenderse dicho beneficio a la enseñanza inicial y secundaria. La Ley 1420 marcó el inicio de una hermosa tradición de educación pública en la Argentina, con valiosos antecedentes en las Escuelas de la Patria promovidas por los gobiernos del decenio de 1810, la propuesta rivadaviana de educación laica y la creación de los Colegios Nacionales de Concepción del Uruguay y Buenos Aires y la Escuela Normal de Maestras de Paraná.
Durante al menos un siglo, millones de argentinos recibieron una excelente educación inicial, primaria, secundaria, terciaria y universitaria en establecimientos estatales. Muchos argentinos, sin ser particularmente pudientes, optan actualmente por la educación privada, en detrimento de la hermosa tradición argentina de educación pública. La Argentina tuvo quienes la hicieron progresar admirablemente. Pero también tuvo quienes la hicieron retroceder miserablemente. Al empezar el siglo XXI, seguía sin habilitarse plenamente una de las Escuelas de la Patria propuestas por Belgrano para Tarija, San Salvador de Jujuy, Salta, San Miguel de Tucumán y Santiago del Estero, a financiarse con el premio otorgado por la Asamblea del Año XIII a Belgrano por sus victorias militares de Tucumán y Salta. Tras haber sufrido enormes y evitables retrocesos, los argentinos debemos recuperar el tiempo perdido. Afortunadamente ya hemos empezado a hacerlo. Recordar a Belgrano es recordar a alguien que nos recordó, a su modo, que no nos convenía perder el tiempo.
Aunque Belgrano prefería autodefinirse como un “hijo de la Patria” a hacerlo como un padre de la misma, permítaseme desear un feliz Día del Padre a todos los padres. Y a aquellos que ya no tengan padres en este mundo, permítaseme recomendarles que recuerden a sus padres con la misma devoción con la que Belgrano merece ser recordado. Que en este año de Bicentenario y Mundial pueda flamear orgullosamente la enseña que Belgrano nos legó.

Friday, June 18, 2010

La fiesta del mundo

Dos escenas del Mundial me han cautivado hasta la fecha. Una de ellas, televisada por Canal 7, exhibe a niños de una escuela greco-argentina, agitando indistintamente banderitas griegas y argentinas. Otra fue captada por un fotógrafo del diario La Nación, en una escuela coreano-argentina del barrio porteño de Flores, y exhibe a niños de ascendencia coreana, ataviados con camisetas de la selección argentina y vinchas con expresiones de aliento a la selección surcoreana. La primer escena se registró el día del triunfo griego sobre la selección nigeriana; la segunda, el día de la victoria argentina sobre el equipo surcoreano.
Ambas escenas demuestran cómo el globalizado imaginario social ha desdibujado actualmente las férreas fronteras nacionales de otros tiempos. Durante el Mundial de 1978, yo tenía ocho años y recibí una severa reprimenda de mi niñera salteña, quien malinterpretó mi inocente alusión a Polonia, país interviniente en el campeonato, como un olvido inexcusable de mi argentinidad. Hoy en día esa filípica pinta paleontológica. Y sólo han pasado 32 años.
El Mundial de 2010 sabe a mundial. Es la fiesta del mundo. Ya algo de eso se percibió en el Mundial de 2006. Recuerdo la eliminación argentina, obra de la selección alemana. Vi emerger del Instituto Goethe a unos jóvenes, agitando despreocupadamente una vistosa bandera alemana. Muy probablemente, esos jóvenes no eran alemanes, sino argentinos de ascendencia germánica y estudiosos del alambicado idioma de sus ancestros teutónicos. Su muy probable argentinidad no les impedía celebrar desembozadamente el triunfo alemán. Hubo quien se alegró de la posterior eliminación del seleccionado alemán, que a la Argentina no agregaba ni quitaba nada. O de la eliminación, obra del seleccionado francés, de la selección brasileña, extrañamente sindicada como archienemiga de la argentina por ciertos argentinos hiperfutboleros. En Puerto Madero se escucharon los bocinazos de un automovilista alborozado por la derrota brasileña. Muy probablemente, dicho automovilista no era francés, sino un argentino sin una gota de sangre francesa. En Belgrano, alguien compartió esa algarabía, emplazando visiblemente el estridente pabellón francés en su residencia, dudosamente habitada por ciudadanos franceses o argentinos con ascendencia gala. Finalmente, el campeonato quedó en manos del seleccionado italiano (integrado por algún futbolista ítalo-argentino) y del francés, recibiendo Alemania el tercer premio y confiriéndose el premio al mejor arbitraje a nuestro compatriota Horacio Elizondo, emisor de una antológica tarjeta roja contra Zinedine Zidane, astro francés de ascendencia argelina y admirador del futbolista uruguayo Enzo Francescoli. Una mezcolanza de nacionalidades digna de las Naciones Unidas.
Hay quienes están comparando recíprocamente Bicentenario y Mundial. Ambos megaeventos comparten componentes festivos y patrióticos. Pero no nos confundamos. El Bicentenario fue, esencialmente, una fiesta patria, aunque sus organizadores se esforzasen por despojarle de la xenofobia actualmente imputada al Centenario o del rígido argentinismo del Sesquicentenario. El Mundial es la fiesta del mundo. Aunque el mundo parezca estar desmoronándose.

Monday, June 14, 2010

El Bicentenario del pueblo

En su nota Kirchner y Macri se disputaron el escenario central del festejo, publicada el 30 de mayo último pasado en la webpage http://www.laprensa.com.ar/360393, del matutino porteño La Prensa, Sergio Crivelli ensaya, no sin cierto tino, un balance de los multitudinarios festejos del Bicentenario. Escribe Crivelli: “Mientras la dirigencia política intentaba capitalizar los festejos con propósitos electorales, la gente común invadía en cantidad nunca vista el centro de la ciudad de Buenos Aires para disfrutar de los espectáculos, del clima festivo y del ocio obligado por el aniversario patrio. Unos obsesionados por el poder, los otros sólo preocupados por participar de una ocasión excepcional”. En otras palabras, tuvo más peso el Bicentenario del argentino promedio que el soñado, según Crivelli, por sus dirigentes.
A Crivelli no le falta del todo razón. Los festejos del Centenario ingresaron en los anales de la historia argentina como los festejos de sus dirigentes. De la apoteosis de 1910 se recuerdan, ante todo, figuras encumbradas, como la del presidente José Figueroa Alcorta con la infanta Isabel de Borbón. Por algo Ernesto Sábato, al mencionar el Centenario en su novela Sobre héroes y tumbas, cuya primera edición vio la luz poco después del Sesquicentenario, escribe: “¡El Centenario de la Patria! ¿De la Patria de quién?” Para los numerosísimos inmigrantes europeos de la época, la Argentina no era su patria. A lo sumo, era su patria adoptiva.
Los centenares de miles de argentinos enfervorizados por los festejos del Bicentenario no parecían dudar de que la Argentina fuera su patria. Buen sentimiento de base para el inminente Mundial de Fútbol, la otra gran oportunidad de manifestación de sentimientos patrióticos disponible para los argentinos de 2010.
Los grandes protagonistas del Bicentenario no fueron Macri, los Kirchner y sus invitados no argentinos. Fue el argentino promedio, que no ganó nada, porque, a diferencia de sus dirigentes, no buscó, según Crivelli, ganar nada. Sólo buscó celebrar. Y lo logró. El Bicentenario, aunque preconizado por su dirigencia, fue, en los hechos, el Bicentenario del pueblo.