Sunday, June 28, 2009

El Parlamento

En el día de la fecha, el electorado argentino ha participado en un nuevo comicio legislativo. En el mismo día, el parlamento hondureño, secundado por elementos castrenses y judiciales, ha avalado ignominiosamente el derrocamiento y ostracismo del presidente Manuel Zelaya, repudiados por sus compatriotas más humildes, otros gobiernos nacionales y organismos internacionales.
Entre nosotros, el parlamento no ha gozado históricamente de buena fama, pese a albergar figuras conceptuadas como arquetipos éticos, como Alfredo Palacios o Lisandro de la Torre. En 1908, un decreto del presidente José Figueroa Alcorta logró clausurar militarmente un Congreso renuente a aprobar el presupuesto nacional. Las dictaduras instauradas desde 1930 pretendieron gobernar sin él. En vísperas del derrocamiento del presidente Arturo Illia, consumado hace hoy 43 años, hubo quienes, considerándolo anacrónico, preconizaron su virtual abolición. Durante su larga presidencia, Carlos Menem apelaría frecuentemente a los "decretos de necesidad y urgencia" (DNU), para impulsar reformas tan ambiciosas como la privatización del servicio aeroportuario.
En 2000, el alicaído prestigio del parlamento argentino se vio salpicado por el escándalo desatado por el presunto pago a legisladores de sobornos destinados a profundizar la polémica flexibilización laboral iniciada por los DNU menemistas. A fines del año siguiente, el parlamento recobró un cierto protagonismo, al verse obligado, a raíz de la caída del presidente Fernando de la Rúa, a designar al ciudadano obligado a asumir interinamente la primera magistratura federal hasta la siguiente elección presidencial.
Como se ve, el parlamento no siempre gozó de buena fama. En el siglo I a.C., Julio César moría apuñalado en pleno Senado romano, donde resonasen, en dicha centuria, las famosas Catilinarias ciceronianas. Dijo entonces Cicerón: "¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¡Qué tiempos, qué costumbres!"
¿Quién es el Cicerón hondureño de 2009? Parecería no existir. A mano alzada, el parlamento hondureño aceptó tranquilamente una dimisión de Zelaya tachada de apócrifa por el mandatario derrocado y su colega venezolano Hugo Chávez. A diferencia del argentino de 2001, que halló en el parlamento un eficaz árbitro situacional, el hondureño de 2009 se ve obligado a confiar en su propia soberanía y el poder de veto de otros gobiernos nacionales y organismos supranacionales, denunciando con ello las limitaciones del actual Estado-nación, cuya intervención se preconizase el año pasado ante la nueva crisis económica global.

Sunday, June 21, 2009

Peligro de iranización

Por estos días, Irán es un verdadero hervidero político. Tras treinta años de teocracia islámica, ocho de guerra contra un Irak regido por un Saddam Hussein no menos intransigente que su par iraní Ayatolá Komeini, veinte años después de la muerte del vencedor del último Shah, la nación del Cercano Oriente no logra hallar su salida.
A ocho días de su última elección presidencial, el pueblo iraní libra cotidianos combates callejeros contra las fuerzas del orden, irónicamente enlazadas con sus reprimidos por lazos de nacionalidad. Todo para decidir quién será su próximo presidente, en medio de intrigas explicables en lo referente a la elección de un líder religioso, no en lo tocante a la designación de un jefe de Estado.
No me considero un hombre insensible en el plano religioso. Creo en Dios. Hace muchos años que dejé de profesar activamente un culto religioso específico, pero, cuando lo hice, me sirvió.
Mis sucesivos docentes me hicieron notar, desde los últimos años de la escuela primaria, la importancia de la religión en la vida humana, desde el Neolítico a esta parte. Empero, considero que la religión no lo es todo en la vida humana. No sólo de pan vive el hombre, decía Jesús de Nazaret, hijo dilecto del Cercano Oriente. Pero tampoco vive sólo de plegarias.
Al César lo que es el del César y a Dios lo que es de Dios, dijo también Jesucristo. Irán necesita un presidente, no un ayatolá.
Me angustia la soberbia de muchos actuales gobernantes y figuras políticas, aunque reconozca sus méritos. Los líderes efectivos y a la par discretos escasean hoy día. En Latinoamérica sólo encuentro a uno, el presidente colombiano Álvaro Uribe, que, con ejemplar discreción, se ocupa de los peliagudos problemas sociopolíticos de su patria, azotada hace décadas por la letal coalición sellada entre elementos guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares. Y no por ello tiene mala fama; todo lo contrario. Cosa que no siempre puede decirse de sus colegas de otras naciones.
La Argentina no es ajena a esa tendencia regresiva de la actual política mundial. Lleva seis años gobernada por un matrimonio de méritos gubernativos innegables, aunque a la par empañados por un discurso político innecesariamente maniqueo y altisonante.
Dentro de una semana, los argentinos, como los iraníes días atrás, deberemos ir a las urnas, tras la campaña electoral más desabrida que yo recuerde desde mi despertar político de 1983. Candidatos improvisados y aparentemente incapaces de superar un recalcitrante y bicentenario estilo político faccioso, partidos políticos aparentemente incapaces de recuperar su solidez pretérita, apelación desmedida al componente mediático. ¿Que los argentinos somos rupturistas? Tal vez. ¿Que los gobiernos de coalición no sirven? Falacia. Chile, sin ir más lejos, lleva casi dos décadas gobernado, de manera relativamente poco traumática, por una coalición interpartidaria. ¿Que hoy en día no puede haber partidos políticos sólidos? Otra falacia. Uruguay, sin ir más lejos, los tiene y hasta ha incorporado un tercer partido sin convertir la disolución del añoso bipartidismo uruguayo en una bomba de tiempo política. El Frente Amplio, actualmente en el gobierno, no es un Frepaso. Es tan sólido como los partidos tradicionales.
En un ambivalente contexto político, la Argentina enfrenta otra cita con las urnas, otrora desdeñadas por el golpismo y actualmente desvalorizadas en el ideario popular, amenazada de iranización. No pretendo comparar a nuestra Presidenta con su polémico par iraní Mahmoud Ahmadinejad. Apruebo en líneas generales su gestión y la de su marido. Pero, viendo su estilo político, sostengo que a los esposos Kirchner no les vendría mal un apercibimiento. ¿Sabrán digerirlo?

Tuesday, June 16, 2009

Fratricidio

El 16 de junio de 1955, hace hoy 54 años, un atroz bombardeo aéreo, perpetrado por elementos militares antiperonistas, devastó el centro porteño, con el estéril propósito de eliminar físicamente al presidente Juan Domingo Perón, cuyos méritos gubernativos se veían lamentablemente empalidecidos por una nota de evitable megalomanía. Fue el principio del fin para un gobernante evitablemente autoboicoteado por un evitable conflicto con la Iglesia Católica, la cual sufriría, al oscurecer el infausto día, el vengativo incendio intencional, perpetrado por fanáticos peronistas, de importantes baluartes eclesiásticos de la capital argentina. Todo fue en vano. Jaqueado por la prematura defunción de su brazo derecho y segunda consorte, Perón, tras una tímida señal de apertura política, una falsa dimisión y un incendiario discurso público, debió, como el Rosas de hacía poco más de un siglo, emprender el amargo camino del destierro, del cual regresaría para lucir su uniforme militar y banda presidencial a guisa de mortaja, con su tercera cónyuge y harto inepta sucesora de pie junto al féretro exhibido en la capilla ardiente del Congreso Nacional.
El bombardeo de Plaza de Mayo anticipó la magnitud atroz cobrada, desde 1955, por esa denegación recíproca de legitimidad postulada, durante el gobierno peronista de Carlos Menem, cuyo discurso conciliador no debe rechazarse totalmente, por el muy antiperonista, eximio historiador y pésimo literato Tulio Halperín Donghi. Pido excusas por mi maniática apelación al concepto halperiniano, pero no conozco otra figura conceptual más atinada. La Argentina se acerca a su Bicentenario sin haber podido superar plenamente esa irritante costumbre de sus hijos, aunque la haya depurado felizmente, desde 1983, de los terroríficos matices sanguinolentos insinuados en 1955 y catastróficamente exacerbados por los golpistas de 1976 en diversos órdenes de la vida nacional. Unitarios y federales, radicales y conservadores, peronistas y antiperonistas, militares y civiles, azules y colorados, han impreso su sello intolerante en las páginas de nuestra historia. Intolerancia también manifestada, según los esposos-pedagogos Obiols, en el plano deportivo, como lo prueban las ancestrales rivalidades entre las hinchadas futbolísticas de River Plate y Boca Juniors y automovilísticas de las escuderías Ford y Chevrolet. Quien suscribe, a la sazón de 13 cándidos abriles, residía en las inmediaciones de la Bombonera cuando una bengala, arrojada por un fanatizado asistente al evento, desgarró la carótida y segó la vida de un joven espectador, cuyo nombre he olvidado, inocentemente apostado, en una noche de 1983, en el estadio xeneize, con la saludable intención de presenciar serenamente una nueva actuación de mi equipo de fútbol preferido.
¿Justifica la pasión el fratricidio entre compatriotas? Huelga negarlo con todas las sílabas. En este nuevo aniversario del bombardeo de Plaza de Mayo, en el marco de una crisis económica internacional eficazmente capeada por el actual gobierno argentino, presidido por una correligionaria del Perón que no supo evitar su derrocamiento, en este año de pre-Bicentenario, no es ocioso incluir la cuestión en el temario de los debates actualmente encarados con vistas al nuevo centenario de nuestra Patria, en aras de un país mejor.

Sunday, June 14, 2009

La justa medida

El 14 de junio de 1982, hace hoy 27 años, el general Mario Benjamín Menéndez, gobernador argentino de las Islas Malvinas durante el desdichado conflicto anglo-argentino de dicho año, firmó la capitulación argentina ante su homólogo británico Jeremy Moore, tras 74 días de infructuosa lucha. La causa Malvinas se revestía así de ignominia, al menos a simple vista.
¿Es realmente así?
Yo digo que no, y aclaro que no apruebo la guerra de 1982. Pero tampoco apruebo la visión estigmatizante de la cuestión malvínica, aparentemente derivable de dicho conflicto militar.
La guerra de 1982 fue un error, de acuerdo. Pero la causa Malvinas no empezó con esa guerra. Empezó en 1833, con la ocupación británica del archipiélago, aunque la cuestión recién empezase a ir in crescendo bastante tiempo después, sin que ello nos impidiera hacer pingües negocios con los ocupantes. En la década de 1930, Alfredo Palacios y los historiadores revisionistas instaron a convertir la cuestión malvínica en causa nacional y a repudiar el pacto Roca-Runciman. Pero una cosa son los discursos y otra los negocios. Y, por esos años, parecían pesar más los negocios. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno británico se opuso a la iniciativa estadounidense de sancionar económicamente a una Argentina empecinada en la neutralidad y renuente a declarar hostilidades contra el Eje. Argentina exportaba mucha carne a Gran Bretaña, cuyos soldados la necesitaban para combatir eficazmente a las tropas alemanas y japonesas. Algo de cierto debía haber en eso, porque los Aliados derrotaron al Eje en 1945.
En la década de 1960, la causa Malvinas empezó a calentarse. En 1964, un piloto argentino desocupado apellidado Fitzgerald aterrizó en las islas sin autorización británica, emplazando una bandera argentina en el áspero suelo malvinense. El canciller Miguel Ángel Zavala Ortiz presentó un reclamo territorial ante las Naciones Unidas, hecho celebrado por el presidente Arturo Illia en sus discursos parlamentarios. En 1966, ya instaurado el Onganiato, un grupo nacionalista, apodado los "Cóndores", secuestró un avión comercial, obligándolo a aterrizar en el archipiélago. Al régimen de Onganía, amante del orden, no le gustó mucho la travesura. Hizo retornar a los intrépidos a la Argentina continental y los mandó en cana. Irónicamente, Onganía y Galtieri tendrían el mismo canciller: Nicanor Costa Méndez.
Pero no pretendo ahondar en detalles históricos. Simplemente deseo señalar un par de cositas.
Los argentinos no debemos hacer un mundo de la cuestión malvinense, ni ligarla en clave estigmatizante con la guerra de 1982. No aborrezco a los ingleses. He estudiado su idioma y literatura. He estado en su país. Celebré la reapertura de embajadas. Pero celebré también la inauguración al monumento a las víctimas fatales del conflicto en Plaza San Martín, a metros de la Torre de los Ingleses, recordatorio emblemático de nuestras ambivalentes relaciones con el Reino Unido. No olvido cuánto de bueno he absorbido de la cultura británica. Pero tampoco olvido que los ingleses ocupan ilegítimamente, hace casi 180 años, una porción de mi territorio nacional. Una cosa no quita la otra. El ideario del Bicentenario no debe olvidar que la República Argentina se acerca a su segundo centenario sin una presencia argentina efectiva en las gélidas islas australes, donde debería estar flameando nuestra enseña celeste y blanca y no la estridente Union Jack.

Monday, June 01, 2009

Maldición regia

En 1580, Felipe II de España, de la rama hispana de los Habsburgo, ciñó la corona portuguesa. Sesenta años después, la lusitana diadema volvía a estar en manos portuguesas. En 1700, se extinguía la vertiente española de los Austria, al fallecer sin descendientes carnales el inepto Carlos II. Tras la sangrienta guerra de la sucesión española, rematada en 1713 con la paz de Utrecht, el duque Felipe de Anjou, nieto del rey francés Luis XIV, aseguraba sobre su testa la corona hispánica, bajo el nombre de Felipe V. Había nacido la rama española de los Borbones.
Durante su poco afortunado reinado, Carlos IV de España íntentó reacercar mutuamente a las familias reales española y portuguesa, al casar a su hija Carlota Joaquina con el infante don Pedro, heredero del monarca portugués Juan VI. En 1808, otro francés, el emperador Napoleón I, invadió España, envió a Carlos IV y Fernando VII a una cárcel de lujo y pretendió sentar a su hermano José en el trono hispano. Le salió el tiro por la culata. En 1815, tras su frustrado regreso al poder, el Gran Corso fue sentenciado a terminar sus días como prisionero de sus archienemigos ingleses, en un islote atlántico.
Fernando VII pudo sentarse finalmente en el trono español. Durante su reinado, su hermana y su cuñado se convirtieron en emperatriz y emperador de Brasil. Nada menos. No tan bien la pasó don Fernando, que, a diferencia de su imperial hermano político, parecía destinado a morir sin herederos. Y, para colmo, con un imperio colonial en descomposición.
Fernando VII enviudó tres veces sin haber tenido hijos varones, falta gravísima en el monarca de la muy machista España, donde una infanta no pasaba de reina consorte. Reina a secas, ni hablar. En 1829, en un intento desesperado por engendrar el apetecido heredero, Fernando desposó a su sobrina italiana y cuarta consorte, princesa de la familia Farnesio, en cuyos brazos expiró cuatro años después, ¡con dos hijas mujeres, producto de su matrimonio de emergencia, y ningún hijo varón! ¿Una reina a secas, en España?, saltó el ambicioso Carlos María Isidro, hermano de Fernando, herido en su varonil orgullo por la perspectiva de ver a su sobrina Isabel en el trono. Así estallaron las guerras carlistas, libradas entre los partidarios de Carlos María Isidro y los defensores de la pequeña Isabel. Otro tiro por la culata, esta vez para un Borbón español. Napoleón I debe haber reído gozosamente su venganza desde su parisino sepulcro de Los Inválidos. Isabel asumió finalmente la disputada corona de su padre, bajo el nombre de Isabel II. Tampoco a ella le fueron fáciles las cosas. En 1868, la entronización de los Saboya en España le obligó a refugiarse en Francia e implorar la protección de Napoleón III, sobrino del verdugo de su padre y abuelo. Para presunto deleite de su huésped, Napoleón III fue tan desafortunado como su augusto tío. La guerra franco-prusiana y la proclamación de la Tercera República Francesa dieron por tierra con el Segundo Imperio. En España, el rey intruso Amadeo I fue volteado por los instauradores de la efímera Primera República Española, rápidamente desplazada por la restauración borbónica. Victoria pírrica para Isabel II: ya no habría más reinas a secas en España.
Alfonso XII, hijo de Isabel II, dejó este mundo en 1885, a los 28 años, con el futuro Alfonso XIII en el vientre materno. Pero a este último las cosas no le serían tan fáciles. Durante su minoría de edad, Alfonso XIII asistió a la disolución definitiva del imperio hispanocolonial. Fenecía ya el siglo XIX cuando Cuba, Filipinas y Puerto Rico pasaron a manos estadounidenses. En 1923, el golpe militar del general Primo de Rivera convirtió a Alfonso XIII en un auténtico rey de naipes, cuyo castillo de barajas sería violentísimamente barrido por la proclamación de la Segunda República Española.
En 1931, los Borbones españoles vivían nuevamente en el exilio, en la Roma de Mussolini. En 1936, Il Duce pareció hallar su hispánico clon en la persona del general Francisco Franco. Tras tres años de guerra civil, el Caudillo se convertía en rey sin corona de España. Hasta se dio el lujo de negar los derechos al trono al conde Juan de Barcelona, hijo de Alfonso XIII. A su muerte, debía sucederlo el príncipe Juan Carlos, nieto de Alfonso XIII, y no el vástago de este último, como estrictamente hubiera correspondido. En 1969, ya decrépito, el Generalísimo lo proclamó oficialmente su sucesor a título de rey. Seis años después, moría Franco. Y, hasta el día de hoy, Juan Carlos es rey. Tejero no fue su Primo de Rivera. Para él no parecería haber maldición regia.
Sí la hubo para los Borbones franceses, cuya restauración de 1815 se desmoronó cuando la revolución francesa de 1830 instaló en el trono francés al príncipe Luis Felipe, de la casa de Orleans, que ya en el siglo XVII soñaban con arrebatar la corona francesa a los Borbones galos. Sí la hubo para los Orleans, barridos del poder por la revolución francesa de 1848. Sí la hubo para los Bonaparte, definitivamente eliminados de la escena pública francesa por la proclamación definitiva de la República en Francia. Sí parecería haberla para los Braganza, familia política de dos remotos antepasados del actual monarca español. En Portugal ya no hay rey. El imperio brasileño de los Braganza colapsó bajo el peso de la República.
Y, como si ello fuera poco, el príncipe brasileño Pedro Luis Orleans-Braganza, descendiente del emperador brasileño Pedro II, parece figurar entre las víctimas fatales de la colosal catástrofe sufrida horas atrás por la aviación comercial francesa, a raíz de la misteriosa desaparición de una aeronave de la aerolínea gala Air France, entre cuyos 216 ocupantes figuraba Su Alteza.