Monday, January 17, 2011

Los neodoceañistas

En la España de principios del siglo XIX se llamaba doceañistas a los partidarios de la Constitución gaditana de 1812. Casi dos siglos después, no pretendo, obviamente, aplicar el término neodoceañistas a los partidarios de una improbable restauración de la hispánica Carta Magna decimonónica. Pretendo aplicarlo a aquellos seres humanos actuales aparentemente incapaces de superar la edad mental de 12 años.
Doce años… Edad quizá temible, pues marca la salida de la presunta protección de la infancia y el ingreso en el menos protegido mundo de la adolescencia, primera etapa de una tortuosa conformación de la personalidad humana posteriormente facilitada durante nuestra tercera década vital, al desarrollarse la capacidad de aprender de la experiencia.
Entre los judíos, los 12 o 13 años de edad marcan supuestamente la asunción de la plena responsabilidad religiosa. Es la edad del bat-mitsvá femenino y del bar-mitsvá masculino. Entre los católicos de esas edades, sucede, supuestamente, algo similar con la confirmación. No soy antisemita, pero, en las últimas décadas, el imaginario de muchas familias judías ha reducido, desgraciadamente, el bat-mitsvá o bar-mitsvá al status de una excusa para una onerosa fiesta de salón, al menos entre las familias judías más acaudaladas. Esa sería la versión judía del neodoceañismo. En su acepción más objetiva, el bat-mitsvá o bar-mitsvá marca, entre los judíos, la asunción de la plena responsabilidad religiosa. Diluir la objetividad del bat-mitsvá o bar-mitsvá en una gran fiesta de salón parecería indicar que, para un judío neodoceañista, los 12 o 13 años marcan la asunción de la plena responsabilidad religiosa… en el plano simbólico, no en el de la vida cotidiana.
Los judíos han sido tradicionalmente víctimas de su tiempo. Fueron esclavizados por los faraones hasta su liberación por Moisés, convertidos en cautivos de los babilonios tras la destrucción del primer Templo de Jerusalén, expulsados de Israel por los romanos, perseguidos por la Inquisición y los zares rusos, masacrados por el III Reich y combatidos por los palestinos al proclamarse el actual Estado de Israel. No es de extrañar que muchos judíos y no judíos hayan sido victimizados por ese flagelo de nuestro tiempo encarnado en el neodoceañismo. Los llamados judíos ortodoxos podrán parecer exasperantes, pero no puede motejárseles de neodoceañistas. Viven a fondo su condición judía, como Joseph Shapiro, el penitente judío de la homónima novela de Isaac Bashevis Singer.
Vivir a fondo nuestra humana condición, judía o no, es el mejor antídoto contra el neodoceañismo. La edad mental de 12 años se supera alejándose de las atroces tentaciones de la superficialidad.

Iconoclastia argentina

A ciertos emperadores bizantinos se los divide entre iconoclastas e iconódulos, respectivamente caracterizados como adversarios y promotores de la inclusión de íconos en el culto cristiano ortodoxo. La posterior islamización de la Turquía bizantina pareció dar la razón a los iconoclastas, debido a la aversión musulmana por la reproducción de la figura humana, posteriormente relegada al desván de los recuerdos por el afán laico de Mustafá Kemal Atatürk. Al visitar en Estambul la antigua iglesia ortodoxa de Chora, actualmente devenida en museo, noté que alguna mano islámica, imbuida de celo religioso, había suprimido, en un pasado seguramente remoto, las facciones humanas en las figuras religiosas bizantinas reproducidas en los muros del antiguo templo cristiano.
En el último bienio, una mano iconoclasta pareció diezmar las filas de íconos argentinos, al extinguirse las vidas de Raúl Alfonsín, Mercedes Sosa, Félix Luna, Ariel Ramírez, Sandro, Néstor Kirchner y María Elena Walsh, figuras tenidas por icónicas por muchos argentinos y ahora ingresadas en el ámbito de la inmortalidad. Todas ellas dejan legado, pero se nota, así y todo, su definitiva ausencia física. Los discursos de Alfonsín y Kirchner, las actuaciones de la Negra y Sandro, los libros de Luna, las estrofas de la Misa criolla, las canciones de Walsh: todo ello tenía otro sabor con sus artífices físicamente presentes.
A diferencia de la iconoclastia bizantino-musulmana, la iconoclastia argentina no es fruto de una deliberada intervención humana, sino, simplemente, del paso del tiempo. Consiste en la ausencia corporal definitiva de figuras tenidas por icónicas, a veces morigerada por la persistencia del culto de la personalidad del difunto, perceptible en casos como los de Carlos Gardel, Juan Domingo Perón, María Eva Duarte de Perón o Ernesto “Che” Guevara. Cada vez vivirán menos contemporáneos suyos. Pero siempre habrá iconódulos dispuestos a moderar el impacto negativo de la iconoclastia argentina.

El panóptico humano

En su novela autobiográfica Las tribulaciones del estudiante Törless, de 1906, el escritor austríaco Robert Musil refiere las peripecias de los adolescentes cadetes de una rigurosa escuela militar de Austria, cuya pacatería, propia de la época, induce a los jóvenes personajes de Musil a cultivar secretamente ciertos hábitos típicos de la adolescencia, como la iniciación sexual a cargo de prostitutas o las tendencias homoeróticas de ciertos adolescentes. Como en la Juvenilia de Miguel Cané, los jóvenes personajes de Musil deben componérselas para eludir el ojo avizor de un foucaultiano panóptico humano.
En mi época de católico practicante, extendida entre mis veintidós y veinticinco años, me llamaba permanentemente la atención la figura de un ojo avizor, enmarcada en un triángulo reproducido sobre un vitral emplazado a la altura del cielorraso de la capilla de mi parroquia. El ojo avizor pertenecía a Dios, a quien no se escapaba detalle alguno de los actos (virtuosos o pecaminosos) de Su máxima creatura, el ser humano. El triángulo representaba la Santísima Trinidad. Esa imagen ocupaba el sector más alto de la capilla, seguramente porque quería recordarse a la feligresía de mi parroquia que, desde el Cielo, el Señor vigilaba atentamente las acciones humanas.
Los adolescentes de Musil y Cané hacen de las suyas porque es en vano pretender la generación de un panóptico humano tan infalible como el panóptico divino. En términos de eficiencia, el panóptico humano es el panóptico más cercano al panóptico divino, pero no idéntico a este último. Incluso en términos panópticos debemos los seres humanos reconocer humildemente nuestra inferioridad respecto de Dios.

Wednesday, January 12, 2011

Del Nobel a la patineta

En 1997 empecé a frecuentar, por diversos motivos, la zona de Plaza Houssay, rodeada de diversas facultades de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y bautizada en honor de uno de los cuatro Premios Nobel argentinos formados hasta la fecha en dicha casa de altos estudios. Eran tiempos sombríos para el país. El experimento neoliberal y el efecto tequila habían producido estragos atroces en la estructura socioeconómica argentina. La solución era desechar el paradigma neoliberal, como lo demostraría posteriormente la tríada duhaldista-kirchnerista-cristinista, pero la dupla menemista-delarruista no daba el brazo a torcer. En medio de tamaña descomposición, muchos buscaban en el estudio una suerte de tabla de salvación. Bajar del subte D en su estación Facultad de Medicina solía implicarme esquivar una multitud de alumnos de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.
Trece años después, detecté una realidad diferente en las inmediaciones de Plaza Houssay. Para entonces, el panorama socioeconómico argentino se había alterado beneficiosa y sustancialmente, tras ocho años de mejoramiento progresivo de los indicadores socioeconómicos, apenas opacados por el cimbronazo socioeconómico declarado en 2008 en economías supuestamente más sólidas que la argentina. Teóricamente, la UBA tendría que haber acusado el impacto positivo de tan saludable mutación. En otras palabras, seguir teniendo muchos alumnos, y alumnos esperanzados con la posibilidad de una inserción laboral más favorable que las mezquinas inserciones laborales de la era menemista-delarruista. En el año del Bicentenario, el aspecto de la Plaza Houssay y sus inmediaciones no indicaba precisamente lo mismo. Se veían más adolescentes en patineta que alumnos de la UBA. A menudo disponía para mí de todas las veredas de la UBA, incluso en sus Facultades de Medicina y Ciencias Económicas, supuestamente taquilleras.
Intrigado, ensayé diversas interpretaciones de dicho fenómeno. Pensaba: “en el 2000 mucha gente mandaba a los chicos a escuelas públicas o estudiaba en la UBA porque no tenía plata para escuelas o universidades privadas; ahora mucha gente puede pagarlas y por eso hay menos alumnos en las escuelas públicas y la UBA”; “los docentes estatales se toman muchas licencias o hacen muchos paros, en la UBA no se puede estudiar tranquilo a causa del activismo político; por eso mucha gente opta por la escuela o universidad privada”; “en Capital Federal hay muchas universidades privadas y gente que las puede pagar, en el Gran Buenos Aires hay muchas universidades nacionales y un chico de Lanús o Tres de Febrero no tiene por qué estudiar sí o sí en la UBA, en el resto del país también hay universidades nacionales, no hay por qué estudiar sí o sí en la UBA, la gente de localidades chicas de las provincias no tiene por qué estudiar sí o sí en la UBA, un chico de Rafaela o Tafí del Valle no tiene por qué hacerlo, porque en Rosario y San Miguel de Tucumán hay universidades nacionales, a un chico de Chascomús le queda más cerca la Universidad Nacional de La Plata que la UBA y en La Plata no hay CBC, ventaja práctica importante si las hay”, etcétera. Pensaba en los chicos de San Clemente del Tuyú, localidad balnearia frecuentada por quien suscribe desde 1997, donde los pibes no pueden pasar de la escuela secundaria y se ven obligados a cursar sus estudios superiores en Dolores o La Plata, como la hija de mi portero de San Clemente, estudiante universitaria en la capital bonaerense, a 240 kilómetros de San Clemente, apiádome de su desarraigo.
Sin embargo, la UBA sigue funcionando y ocupando sendos edificios en las inmediaciones de Plaza Houssay, mantenidos por los impuestos pagados por argentinos frecuentemente privados de la posibilidad de cursar estudios superiores y, sin embargo, dispuestos a pagar impuestos para que otros argentinos puedan cursarlos. ¿Cómo se explica, por ende, que la nota distintiva de la Plaza Houssay ya no sean los alumnos de la UBA, sino los adolescentes en patineta? ¿Cuántos retratos del Che Guevara, que poco prestigió a la UBA, se ven en la UBA, por cada retrato de los Premios Nobel formados por la UBA?
El tránsito del Nobel a la patineta, acusado por la zona de Plaza Houssay y sus inmediaciones, no es nada metafórico. Expresa claramente una mutación sociocultural. ¿Positiva o negativa? No viene de momento al caso. Lo cierto es que, en Plaza Houssay, llaman más la atención los adolescentes en patineta que los bustos de Bernardo Houssay y Raúl Matera, las placas recordatorias de detenidos-desaparecidos del Proceso, la estatua de pie de Ignacio Pirovano y la capilla católica de Plaza Houssay, esta última signada por una belleza estético-visual realzada por la iluminación artificial vespertina del vitral de su campanario. En la actual Plaza Houssay, la Biblia parece llorar junto al calefón, como diría el inmortal Discepolín.

Monday, January 10, 2011

Gracias, María Elena

En este tórrido día estival, recorriendo las calles porteñas en busca de cajeros automáticos que anduvieran, un flash periodístico me arrancó de la monotonía bancaria: había fallecido María Elena Walsh. La que tanto hiciera por alejar a los argentinos de la monotonía bancaria impuesta, con dispar fortuna, por gobiernos poco amigos del pueblo.
“Para el pueblo lo que es del pueblo/Porque el pueblo se lo ganó/Para el pueblo lo que es del pueblo/Para el pueblo, liberación”, sentenciaba décadas atrás una canción de Piero, que calza como anillo al dedo a la enorme promotora de la liberación encarnada en María Elena Walsh.
María Elena, qué hubiera sido de mi infancia sin tu Dailan Kifki y sin tu Vaca estudiosa, de mi adolescencia sin tu tango El 45. Qué hubiera sido de mi adolescencia sin tu Cigarra, grabada por esa otra grande encarnada en Mercedes Sosa, que le hiciera a mi espíritu tanto bien como tu obra. Qué hubiera sido de mi juventud sin tus Novios de antaño. Qué canción de cuna les habría cantado a los bebés sin tu Manuelita.
La tristeza me embarga y me cuesta escribir. ¿Qué más puedo decir? Sólo tres palabras más: Gracias, María Elena.