Tuesday, May 17, 2011

Rescatando la lentitud

Nach Südamerika in drei Tagen! (¡A Sudamérica en tres días!), exclamaba hacia 1930 el slogan publicitario alemán del dirigible Graf Zeppelin. Tres días: eso tardaba el Graf Zeppelin en cubrir los miles de kilómetros que separan Hamburgo de Buenos Aires. Toda una hazaña para la época. No es de extrañar que el Buenos Aires de 1934 brindara una calurosa bienvenida al Graf Zeppelin. Ese cigarro volante volaba en tres días entre Hamburgo y Buenos Aires. Cosa de mandinga para esos tiempos, para una Argentina poblada de descendientes de inmigrantes que habían necesitado un mes para llegar a la Reina del Plata, a bordo de barcos abordados en su Europa natal.
Un mes, tres días… Esos lapsos cronológicos sonaban a eternidad cuando mi padre emprendió el primero de sus múltiples viajes laborales al exterior, en 1978, menos de medio siglo después de la histórica visita del Graf Zeppelin a Buenos Aires. En dicha oportunidad mi padre abordó en Ezeiza un avión destinado a Londres. No debe haber necesitado más de 16 horas para aterrizar en el aeropuerto londinense de Heathrow. En 1914, mi bisabuelo, inmigrante español, debe haber necesitado no menos de un mes para llegar a Buenos Aires, a bordo de un barco abordado en Galicia.
Los años pasaron y a mí también me tocó experimentar las presuntas maravillas de los veloces desplazamientos aéreos de los últimos cuatro decenios. Las experimenté en mis viajes a Europa, México, Estados Unidos. Y también en mis viajes aéreos dentro de la Argentina y hacia países limítrofes del nuestro.
Los actuales desplazamientos aéreos suenan, empero, a eternidad, si se los compara con los desplazamientos virtuales posibilitados por las nuevas tecnologías. En mi adolescencia y primera juventud, mis chances de acopiar información internacional se veían reducidas a la lectura de revistas internacionales obtenidas por suscripción bancaria, adquiridas a precio de oro en la calle Florida o traídas por mi padre de sus viajes laborales al exterior. Ahora me basta con una simple búsqueda en Internet.
La vida humana se prolonga y sus ritmos se aceleran. El mundo actual alberga bisabuelos lúcidos de 90 años y pretende que sus bisnietos de cinco años vivan como si fueran a morir al día siguiente. He allí una de las grandes paradojas de nuestro tiempo. Resolverla implicaría conceder espacios a la lentitud. En su novela Sobre héroes y tumbas, ambientada en el Buenos Aires del decenio de 1950, Ernesto Sábato, recientemente fallecido a los 99 años, hace decir a uno de sus personajes que llegar a Nueva York en veinte horas no es un progreso. Yo debí esperar hasta la edad de 29 años para tener mi primera oportunidad de visitar la Gran Manzana. Once años después, sigo sin tener la segunda.
¿Conceder espacios a la lentitud? ¿No suena quimérica esa pretensión en nuestros tiempos? Quizá sí. Pero, ¿por qué no quizá no? El sueco Owe Wikström, psicoterapeuta, docente y pastor protestante, tuvo la valentía de exaltar la lentitud en el aceleradísimo mundo del decenio de 2000, cuando publicó su delicioso ensayo El elogio de la lentitud. La promesa de una vida sin prisa. Wikström refiere cómo logró congeniar múltiples e-mails con actos aparentemente anacrónicos como la lenta degustación de una taza de café en el bar de la esquina, un viaje a Budapest jalonado por la visita a un amigo hospitalizado y a un cementerio judío descuidado por la muerte de deudos en el Holocausto, la relectura de viejas ediciones de Dostoievski portadas a San Petersburgo en una valija compartida con un ordenador portátil, una peregrinación a los rincones italianos frecuentados por san Francisco de Asís ocho siglos atrás. La Internet no colapsa si, en vísperas de Navidad, se interpreta el kilométrico Mesías de Haendel en una iglesia anglicana. Colapsa por sí sola. A la Internet la inventó la Humanidad, cuyo ingenio no es desdeñable, pero tampoco ilimitado.
En la película Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg, Tom Hanks personifica a un militar estadounidense que dedica parte de su tiempo físico a localizar a un perdido elemento castrense de baja graduación, pese a las duras exigencias de la liberación de Francia. Hanks busca a Ryan sin que ello impida liberar al pueblo francés de la tiranía de la Alemania nazi. Que las duras exigencias de la actual cotidianeidad no nos impidan rescatar esa maravilla que es la lentitud.

Saturday, May 07, 2011

El efecto agenda

Nací en 1970. Durante la década iniciada ese año, vi cómo muchos niños de mi generación no asistían al jardín de infantes. O sólo asistían un año. Yo mismo figuré entre esos niños. El preescolar y la salita de 4 obligatorias recién nacerían, respectivamente, en 1980 y 2007, así que muchos cogeneracionales míos recién pisaban una escuela por vez primera a la edad de seis años, al iniciar su educación primaria, obligatoria por ley desde 1884. Crecí entre abuelos sin estudios secundarios, que recién se tornarían obligatorios por ley en 2007.
Ese régimen educacional relativamente benigno empezó a ser cuestionado hacia 1985, cuando la democratización del ingreso a la segunda enseñanza instó a muchos adultos a incitar a los adolescentes de mi generación a finalizar sus estudios secundarios, aunque aún faltasen alrededor de dos décadas para que la Ley Nacional de Educación declarase formalmente la obligatoriedad de la enseñanza media en todo el país. Por esos años, también empezó a democratizarse el acceso a la educación superior y muchos cogeneracionales míos consideraron seriamente la posibilidad de cursar estudios terciarios y/o universitarios, otrora reservados a una minoría social selecta.
Durante la década de 1990, una prima hermana de mi madre se convirtió en madre de dos hijas y un hijo, nacidos, respectivamente, en 1990, 1993 y 1998. Mis primos segundos empezaron a asistir al jardín de infantes a los dos años, y no dejaron de asistir un solo día hasta su ingreso al preescolar. Mis primas segundas tienen ahora 18 y 21 años y cursan sus estudios superiores en la Universidad de Buenos Aires. Su hermano de 13 años acaba de iniciar sus estudios secundarios en una escuela industrial de jornada completa, desafío nada despreciable para un cuasi-infante y alternado, en el caso de mi primo, con prácticas de rugby, deporte con fama de exigente.
Las diferencias entre mis primeras décadas y las de mis primos segundos me inducen a postular, quizá algo pomposamente, la introducción de un "efecto agenda" en la cotidianeidad humana, materializado en el no muy extenso interregno cronológico comprendido entre mi décimoquinto cumpleaños y el temprano inicio de la escolaridad de mis primos segundos. Efecto actualmente perceptible desde la franja etaria más temprana. Recientemente descubrí, en Montserrat, un jardín maternal del gobierno porteño, ¡para niños de 45 días a dos años de edad! ¿Un niño de un mes y medio matriculado en un jardín maternal? ¿Asistirá a ese jardín mi primer sobrino, cuyo nacimiento están esperando sus futuros padres, vecinos de Montserrat? Si esto sigue así, dentro de poco, las salas de partos funcionarán en los jardines maternales. Sí, ya sé, muchas madres de la actualidad deben trabajar nueve horas diarias para alimentar a sus hijos, no pueden pagar niñeras o no consiguen una lo suficientemente confiable. Pero un niño no es un paquete; es un ser humano requerido de cuidados constantes por parte de sus mayores.
Del jardín maternal al jardín de infantes. Del jardín de infantes al preescolar. Del preescolar a la escuela primaria. De la escuela primaria a la escuela secundaria, con eventuales escalas estivales en la colonia de verano. De la escuela secundaria a la Universidad, terciario y/o trabajo. Del trabajo a la jubilación. De la jubilación al cementerio, con eventuales escalas en el centro de jubilados y el hogar de ancianos.
Con su fría falta de Humanidad, el "efecto agenda" atraviesa inexorablemente toda etapa vital del mundo actual, sin que nadie parezca dispuesto a patearle el tablero y recordarle que los seres humanos no somos el androide personificado por Robin Williams en la deliciosa película futurista "El hombre bicentenario". ¿Será ese el futuro de la Humanidad? ¿Un futuro de seres humanos robotizados? En "El hombre bicentenario", Robin Williams apela a la tecnología de los siglos XXI y XXII para humanizar su estructura robótica. Pero se vuelve mortal. Y muere. Como mueren muchos seres humanos de la actualidad, víctimas del efecto agenda.
Promover alternativas al "efecto agenda" constituye la actual prioridad para los promotores de una vida mejor. Suena difícil. Pero no imposible. Y mucho menos prescindible. Si desechamos esa posibilidad, la robotización de la Humanidad terminará prevaleciendo sobre la profundización de su humanización, generando un mundo de autómatas.