Friday, June 18, 2010

La fiesta del mundo

Dos escenas del Mundial me han cautivado hasta la fecha. Una de ellas, televisada por Canal 7, exhibe a niños de una escuela greco-argentina, agitando indistintamente banderitas griegas y argentinas. Otra fue captada por un fotógrafo del diario La Nación, en una escuela coreano-argentina del barrio porteño de Flores, y exhibe a niños de ascendencia coreana, ataviados con camisetas de la selección argentina y vinchas con expresiones de aliento a la selección surcoreana. La primer escena se registró el día del triunfo griego sobre la selección nigeriana; la segunda, el día de la victoria argentina sobre el equipo surcoreano.
Ambas escenas demuestran cómo el globalizado imaginario social ha desdibujado actualmente las férreas fronteras nacionales de otros tiempos. Durante el Mundial de 1978, yo tenía ocho años y recibí una severa reprimenda de mi niñera salteña, quien malinterpretó mi inocente alusión a Polonia, país interviniente en el campeonato, como un olvido inexcusable de mi argentinidad. Hoy en día esa filípica pinta paleontológica. Y sólo han pasado 32 años.
El Mundial de 2010 sabe a mundial. Es la fiesta del mundo. Ya algo de eso se percibió en el Mundial de 2006. Recuerdo la eliminación argentina, obra de la selección alemana. Vi emerger del Instituto Goethe a unos jóvenes, agitando despreocupadamente una vistosa bandera alemana. Muy probablemente, esos jóvenes no eran alemanes, sino argentinos de ascendencia germánica y estudiosos del alambicado idioma de sus ancestros teutónicos. Su muy probable argentinidad no les impedía celebrar desembozadamente el triunfo alemán. Hubo quien se alegró de la posterior eliminación del seleccionado alemán, que a la Argentina no agregaba ni quitaba nada. O de la eliminación, obra del seleccionado francés, de la selección brasileña, extrañamente sindicada como archienemiga de la argentina por ciertos argentinos hiperfutboleros. En Puerto Madero se escucharon los bocinazos de un automovilista alborozado por la derrota brasileña. Muy probablemente, dicho automovilista no era francés, sino un argentino sin una gota de sangre francesa. En Belgrano, alguien compartió esa algarabía, emplazando visiblemente el estridente pabellón francés en su residencia, dudosamente habitada por ciudadanos franceses o argentinos con ascendencia gala. Finalmente, el campeonato quedó en manos del seleccionado italiano (integrado por algún futbolista ítalo-argentino) y del francés, recibiendo Alemania el tercer premio y confiriéndose el premio al mejor arbitraje a nuestro compatriota Horacio Elizondo, emisor de una antológica tarjeta roja contra Zinedine Zidane, astro francés de ascendencia argelina y admirador del futbolista uruguayo Enzo Francescoli. Una mezcolanza de nacionalidades digna de las Naciones Unidas.
Hay quienes están comparando recíprocamente Bicentenario y Mundial. Ambos megaeventos comparten componentes festivos y patrióticos. Pero no nos confundamos. El Bicentenario fue, esencialmente, una fiesta patria, aunque sus organizadores se esforzasen por despojarle de la xenofobia actualmente imputada al Centenario o del rígido argentinismo del Sesquicentenario. El Mundial es la fiesta del mundo. Aunque el mundo parezca estar desmoronándose.

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