Saturday, May 29, 2010

Autoengaño

En 1978, Sergio Renán puso incomprensiblemente su innegable talento al servicio de la peor dictadura argentina. Lo hizo al rodar la película La fiesta de todos, referente al Mundial de Fútbol de dicho año y solapado panegírico por encargo de un régimen deseoso de celebrar desaforadamente su triunfo sobre la harto invocada "subversión internacional". La victoria argentina en la "justa deportiva sin igual" calzó como anillo al dedo a los propósitos autocelebratorios del gobierno de facto.
No hubo "fiesta de todos" en 1978. No la hubo para los desaparecidos y sus seres queridos. Ni para los millares de argentinos expatriados por la dictadura. Ni para los desdichados moradores de la Escuela de Mecánica de la Armada, unidos en festejo con sus verdugos cada vez que la voz de José María Muñoz anunciaba por su micrófono un nuevo gol convertido por la selección argentina en la cercana cancha de River. Ni para los sectores sociales más castigados por la regresiva política socioeconómica procesista. Quienes creyeron tener esa fiesta se autoengañaron. Tal como se autoengañaron quienes no cuestionaron ninguno de los seis golpes militares argentinos del siglo XX y hasta alentaron a sus artífices, abarrotando la Plaza de Mayo para asistir a las apoteosis de José Félix Uriburu y Eduardo Lonardi. Tal como se autoengañaron quienes siempre creyeron cándidamente en las supuestas bondades de los gobiernos "fuertes". Quienes prefirieron la falsa decencia de Uriburu a la supuesta inmoralidad de Yrigoyen, las camisas almidonadas del almirante Rojas a los descamisados de Perón, los bandos azules y colorados a la albiceleste banda presidencial de Frondizi, la presunta eficiencia del Onganiato a la supuesta inepcia de Illia. Quienes en marzo de 1976 no atinaron a contener a los argentinos incapaces de esperar los contados meses que faltaban para las anticipadas elecciones generales convocadas por el gobierno de Isabel.
Debimos perder largas décadas y sufrir monumentales, evitables y variopintos retrocesos, para entender que nos habíamos autoengañado miserablemente. Quienes abarrotaron las calles para repudiar el pronunciamiento pascual carapintada de 1987 fueron quienes en 1976 se autoengañaran catastróficamente al permitir que sonara nuevamente esa "hora de la espada" postulada en 1924 por Leopoldo Lugones, otro innegable talento incomprensiblemente puesto al servicio de los profetas del odio y muerto por mano propia en las garras de su trágico autoengaño.
En la década de 1990, muchos argentinos creímos en las supuestas bondades del neoliberalismo. Nuestros votos ayudaron a reelegir a Menem y elegir a De la Rúa. En diciembre de 2001 ganamos las calles para sacudirnos violentamente nuestro nuevo autoengaño.
¿Constituye un nuevo autoengaño la fe de muchos argentinos en la cerrada construcción kirchnerista del poder, transmitido entre cónyuges con aval electoral, allende los indiscutibles méritos de la gestión presidencial de los esposos Kirchner? Puede ser.
Días atrás, millones de argentinos ganaron las calles de su patria para celebrar el Bicentenario de la República. ¿Tuvimos esta vez "fiesta de todos" que muchos autoengañados argentinos creyeron tener en 1978? Tal vez. Pero yo haría una salvedad importante. La "fiesta de todos" de 1978 fue, en realidad, la fiesta de los poderosos. La "fiesta de todos" del Bicentenario quizá no fue de todos. Pero fue, al menos, la fiesta del argentino promedio, cuyos descendientes merecen celebrar el Tricentenario libres de los crueles autoengaños impuestos a sus antepasados.

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