Friday, April 02, 2010

Argentinos en serio

En su libro sobre Malvinas, Vicente Palermo evoca su “catarsis malvinera” de 1963, experimentada a los 12 años de edad durante una cena familiar, en cuyo decurso estampara la célebre máxima Las Malvinas son argentinas sobre el pergamino destinado a una tía próxima a viajar a Italia. A mí me pasó algo similar.
Corría 1981. Años del nefasto Proceso de Reorganización Nacional. Yo tenía 11 años. Cursaba mis estudios primarios en una escuela privada del barrio porteño de Almagro. Mi libro de texto contenía historias protagonizadas por chicos de toda la Argentina. Entre ellas la de una niña argentina, residente temporal de las Malvinas. Yo nunca había oído nombrar el célebre archipiélago. Mis maestras me habían enseñado los nombres de las provincias argentinas, sin mencionar en absoluto a las Malvinas, ni su condición de territorio usurpado. Evidentemente la narración me impactó, pues, basándome en la misma, tracé inmediatamente, sobre una gran hoja de dibujo, la voluminosa figura de un cuatrimotor militar argentino, próximo a aterrizar en la capital malvinense en medio de la ventosa nevisca isleña.
Esa fue mi primer “catarsis malvinera”, potenciada hasta el paroxismo durante el otoño austral de 1982, cronológicamente coincidente con la guerra de Malvinas. El 1º de abril de ese año cumplí 12 años, la edad de la “catarsis malvinera” de Palermo. Al día siguiente recibí un regalo de la Junta Militar: el desembarco argentino en Malvinas. En los dos meses y medio subsiguientes, una miscelánea de puerilidades forjó mis futuros recuerdos: Pinky y Cacho Fontana conduciendo en Canal 7 las “24 horas de Malvinas”, mi hermana de diez años y yo incitando inútilmente a nuestro abuelo paterno a rebautizar los budines ingleses de su panadería como “budines Malvinas”, mi docente escolar de música enseñándome la Marcha de las Malvinas de Carlos Obligado y José Tieri, mi cándida carta a los soldados, mi fiera renuencia a aplicarme al estudio de la lengua inglesa, mi feroz diatriba contra la capitulación de Menéndez (irónicamente disparada desde una poltrona de peluquería de la sucursal porteña de la firma inglesa Harrod’s).
Tales puerilidades se me disiparon gradualmente durante la primavera austral de 1982. Mi enérgica profesora particular de inglés me instó a elegir entre aplicarme seriamente al estudio del augusto idioma y desaprobar ignominiosamente mi primer examen libre de la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Durante los años subsiguientes, relegué mi parafernalia malvinera al desván de mis recuerdos. Me consagré modestamente a descifrar la lengua y literatura anglófonas. Visité Inglaterra antes de la reconfortante reanudación de las relaciones diplomáticas anglo-argentinas. El escenario nacional e internacional iba cambiando. La Argentina asistía a su restauración democrática de la mano de don Raúl Alfonsín. La diplomacia ponía pacíficamente punto final al paleontológico diferendo limítrofe argentino-chileno. La guerra de Malvinas había sido, según mis razonamientos adolescentes, un mero manotazo de ahogado de una dictadura indefendible. Una locura promovida por un general borracho, presidente de opereta. ¿Para qué queríamos guerras? El mundo cambiaba. En Moscú gobernaba Gorbachov. Terminaba la Guerra Fría, caldo de cultivo del Holocausto Nuclear. Errada o no, esa era mi nueva visión del mundo. Que las guerras las desataran Muammar Gadafi y Ronald Reagan, Saddam Hussein, el ayatolá Komeini y George Bush padre. La Argentina no necesitaba guerras. Ni siquiera necesitaba servicio militar obligatorio. Por suerte zafé de la conscripción por número bajo. ¡A ver si me mandaban a la guerra a mí también! Hasta firmé un petitorio en pro de su abolición, cuya formalización celebré sinceramente. Le dije de todo a un admirador de Rico y Seineldín, malvinero al mango y próximo a la pacata Universidad del Salvador, que intentó bautizarme en su trasnochado credo político-religioso. ¿Patriotismo? ¿Nacionalismo? ¿No eran anacronismos en un mundo de Uniones Europeas y Mercosures? Las fronteras caían, o, al menos, se debilitaban.
Ingresábamos en otro mundo. Así lo creí durante muchos años, hasta que la crisis de 2001, fruto de seis años de progresiva debacle neoliberal, produjo lo que el nunca bien ponderado Mariano Grondona denominó “el despertar del sueño argentino”. En una Argentina tardíamente alejada de los falsos esplendores de la Convertibilidad, debíamos volver a ser argentinos. Y, ante todo, serlo en serio, rechazando indistintamente la argentinidad de pacotilla del golpismo, la argentinidad de cartulina de acto escolar, la “argentinidad al palo” de Bersuit Vergarabat. No bastaba con reemplazar las hamburguesas de Mc Donald’s por los choripanes de Costanera Sur, ambos de dudosa bromatología.
Al derogarse la Ley de Convertibilidad, empecé a recuperar, tras dos decenios, mi propia argentinidad, recuperado de mi desengaño con el neoliberalismo y avergonzado de mi apoyo electoral a Carlos Saúl Menem y Fernando De la Rúa. Me sentía profundamente argentino y porteño, sin rechazar en absoluto los componentes humanos y regionales de mi personalidad, quizá sobrevalorados por quien les habla durante sus años adolescentes y juveniles. Mi redescubrimiento de Malvinas debe inscribirse en dicho contexto, atravesado por quien suscribe (y sus compatriotas) durante la primera década del siglo XXI. Recordar Malvinas no está de más en una república próxima a celebrar su segundo centenario consecutivo sin una soberanía efectiva sobre una porción de su territorio nacional.

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