Wednesday, February 24, 2010

El hombre bicentenario argentino

En la bella película estadounidense El hombre bicentenario, Robin Williams personifica a Andrew Martin, un robot doméstico estrenado en 2005 por una acaudalada familia estadounidense apellidada Martin, cuyo apellido adoptará el solícito androide. Inicialmente resistido por los Martin más jóvenes, Andrew sabrá granjearse el afecto de su familia humana, cuya cabeza advertirá en él potencialidades teóricamente reservadas a la especie humana. Progresivamente humanizado por su amo y un especialista en robótica, Andrew presentará, ante una ONU del siglo XXII, una solicitud formal de incorporación a la gran familia humana, con la consiguiente pérdida de su robótica inmortalidad. En 2205, próximo a cumplir sus 200 años, Andrew recibirá por TV la notificación de la aceptación de su petición. La recibirá instantes antes de exhalar su último suspiro, tendido en un lecho mortuorio compartido con su amada Portia, anciana biznieta de su primer protector humano.
En este 2010, la República Argentina celebra su bicentenario. Supongamos que Andrew Martin fuera un robot doméstico argentino estrenado en 2010 por una familia argentina apellidada Martínez, llamado Andrés Martínez y destinado a vivir, como mínimo, hasta el cuatricentenario de la República Argentina, en 2210. ¿Qué vería Andrés de la Argentina de los siglos XXI a XXIII? ¿Presenciaría el fin de los cartoneros, de los piqueteros, de la informalidad laboral, del clientelismo político, de la burocracia sindical y estatal, de los hijos pobres de padres ricos, de los paros docentes estatales, de la polarización social, de los multimedios achatamentes? ¿Qué Argentina encontraría Andrés al llegar al Tricentenario o Cuatricentenario, asumiendo que alguien se moleste en conmemorarlo? ¿Una Argentina pujante o una Argentina-megabasural, similar al inhabitable mundo del siglo XXVIII imaginado en Wall-E, con cartoneros robotizados y una minoría humana protegida por su mansión espacial de una irrefrenable corrosión planetaria, a la cual finalmente regresará, pues, guste o no, la Tierra es el planeta natal de su especie?
¿Aceptaría Andrés llevar su humanización y argentinización allende su nombre y apellido adoptivos? ¿O preferiría, como E.T., preservar la noble pureza de su origen extrahumano y llegado el momento irse a casa? ¿Cómo sería el hombre bicentenario argentino? ¿Se amoldaría a la dura realidad nacional y humana o, asumiendo que la misma nunca se suavice, sucumbiría ante su peso, como el Rantés de Hombre mirando al sudeste? Tales interrogantes no son ociosos en una Argentina enfilada hacia un bicentenario conmemorado en el marco de una crisis internacional, declarada hace ya un bienio y airosamente capeada por Latinoamérica..., por ahora.

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