Sunday, January 10, 2010

Talleyrand y la Gloriosa Revolución

En 1688, la Gloriosa Revolución instauró definitivamente ese régimen parlamentarista ininterrumpidamente vigente hasta la fecha en Inglaterra, poniendo punto final a los ensayos de monarquía absolutista en la convulsionada Albión de los siglos XVI y XVII.
Sesenta y seis años después, nacía el político y diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, superlativa personificación del ultrapragmatismo. Empujado sin vocación presbiteral hacia el sacerdocio católico y status obispal por su aristocrática familia, el sibarítico Talleyrand hizo caso omiso de la ascesis cristiana mediante su tendencia sensualista y fue excomulgado por el Papa por su apoyo a la Revolución Francesa en su fase de menores simpatías hacia la institución eclesiástica. Sus desinteligencias con la Santa Sede no le impidieron participar en la redacción del célebre Concordato celebrado con el Vaticano por el Consulado napoleónico, artífice del derrocamiento de un Directorio que amparase paradójicamente la fase inicial de la carrera diplomática de un Talleyrand decantado hacia el terreno de las relaciones internacionales al ser cesanteado por la cúpula eclesiástica. Talleyrand continuaría su carrera diplomática con un Napoleón convertido en emperador, distanciándose posteriormente del Gran Corso, tras cuya caída Talleyrand prestaría servicios diplomáticos al monarca borbónico Luis XVIII tan despreocupadamente como los prestaría posteriormente al rey Luis Felipe, miembro de esa casa de Orleans ya enzarzada en disputas de poder con los Borbones franceses durante la minoría de edad de Luis XIV, pese al avuncular parentesco entre Gastón de Orleans y el Rey Sol. El versátil Talleyrand recién se alejaría de la escena pública en 1834, a los 80 años de edad y cuatro años antes de fallecer.
En Francia no había, ni hay, como en Inglaterra desde el siglo XVII, un régimen parlamentario capaz de controlar eficazmente el poder de la Corona. Desde el reinado de Luis XIV, Francia optó por un régimen personalista, mantenido hasta la fecha por gobiernos monárquicos y republicanos.
La Argentina podría haber optado, desde su Declaración de Independencia, por el prudente parlamentarismo inglés. Para su desgracia, optó empecinadamente por un afrancesado presidencialismo personalista destinado a causar, bajo regímenes constitucionales y dictatoriales, tremendos estragos en su estructura institucional, que, a diferencia de Chile o Uruguay, nunca se preocupó seriamente por consolidar.
Días atrás, la presidenta Cristina Fernández decretó en acuerdo de ministros la destitución del presidente del Banco Central de la República Argentina (BCRA), licenciado Martín Redrado, renuente a autorizar el empleo de reservas de la entidad bancaria a su cargo para cancelar deudas internacionales por valor de 6500 millones de dólares, arguyendo que la autorización pertinente debe contar con aprobación parlamentaria. El decreto de la presidenta Fernández, desaprobado por un fallo judicial, recuerda tristemente el controversial decreto suscrito por el presidente José Figueroa Alcorta y su gabinete el 25 de enero de 1908, que dispuso dar por finalizadas las sesiones parlamentarias extraordinarias y declarar vigente el Presupuesto Nacional demorado en carpeta por el Congreso Nacional, clausurado militarmente por orden presidencial.
Tanto la presidenta Fernández como el licenciado Redrado tienen un común parecido con Talleyrand. Ambos son pragmáticos. Su apoyo al neoliberalismo menemista no ha impedido a la presidenta Fernández autoproclamarse como su más acérrima enemiga y desestimar la atendible crítica al nepotismo para suceder a su esposo en la primera magistratura nacional. El licenciado Redrado ha servido indistintamente a Menem y a los Kirchner. Sí, ambos son pragmáticos, sin que ello me impela a negar sus méritos funcionariales. Y el pragmatismo es tan loable como cuestionable. Hasta la fecha, la Argentina ha albergado émulos de Talleyrand. Ahora necesita producir su Gloriosa Revolución. Los nuevos legisladores antikirchneristas pueden desempeñar un rol relevante en ese terreno, sin decapitar a los Kirchner en la plaza pública, a la manera de Carlos I de Inglaterra. Como ese sagaz Parlamento inglés que, a fines del siglo XVII, puso, apoyado por burgueses y pequeños aristócratas rurales, punto final a las veleidades absolutistas de los Tudor y los Estuardo, que costarían, en el caso francés, las cabezas de Luis XVI y María Antonieta. Para fortuna del matrimonio Kirchner, la Argentina del siglo XXI no vota con guillotinas. Para su desgracia, la urna es, sin ser letal, un arma política tan poderosa como el cadalso del Terror de Maximilien Robespierre, su más ilustre victimario y víctima.

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