Wednesday, January 06, 2010

La muerte, curiosa parte de la vida

Durante largos años no pensé seriamente en la muerte. Me faltaban estímulos externos. Sólo dos defunciones familiares pueblan mis recuerdos de infancia, adolescencia y adultez temprana: el fallecimiento de mi bisabuela paterna Elena Alvite, ocurrido en vísperas de la Navidad de 1976, tres meses y medio antes de mi séptimo cumpleaños, y el deceso de mi tío abuelo materno Antonio Russian, acaecido en julio de 1983. No asistí a sus sepelios. Quizá mis padres decidieran no llevarme al funeral de mi bisabuela en función de mi corta edad de la época. Al fallecer mi tío abuelo, me hallaba en Mar del Plata, donde pasaba mis vacaciones escolares invernales en compañía de mi madre y mi hermana. Esa escasez de estímulos externos motivó que la muerte ocupase un lugar secundario en mi vida durante mucho tiempo.
Esa situación empezó a revertirse, en mi caso personal, en noviembre de 1996, al sucumbir mi tío abuelo paterno Guillermo Vázquez, alias "el Negro", a un fulminante cáncer esofágico con ramificación pulmonar, cuyo diagnóstico tardío impidió prolongar su vida durante más de cuatro meses. Su hermano mayor, mi abuelo paterno Alfredo Vázquez, nacido en 1918, vivía por entonces conmigo. En un caluroso atardecer dominical, me dirigí hacia la casa de velatorios de Lanús afectada al sepelio del Negro, incómodamente apiñado con mis padres y abuelos paternos en el no muy amplio vehículo de mi padre, tarea dificultada por las anchas cajas torácicas de mis abuelos y mis larguiruchas extremidades superiores. Entré tres veces a la salita destinada al velatorio de los restos mortales de mi tío abuelo, a contemplar el nuevo occiso familiar, pese a las cariñosas incitaciones en sentido contrario de mi madre. Al día siguiente, el cuerpo de mi tío abuelo era sepultado en el cementerio municipal de Lanús.
Ese fue mi primer contacto grosso con la muerte. El segundo llegó en agosto de 1998, al fallecer Ernesto Pena, mi abuelastro materno y padrino, tras una larga enfermedad. Mi tocayo había quedado hemipléjico a raíz de un derrame cerebral sufrido en mayo de 1995. No lo velamos, pero, respetando la voluntad del nuevo difunto, apuntador televisivo jubilado, sepultamos su cuerpo en su panteón sindical del cementerio de Chacarita, cerca de su ex apuntado Gianni Lunadei, quien acababa de poner punto final a su vida por mano propia.
Su viuda, mi abuela materna Blanca Boismené, falleció en mayo de 2000, a raíz de una cardiopatía severa. Moría cuatro meses después del fallecimiento de mi tío abuelo paterno Ernesto Vázquez, fruto de un cáncer pulmonar contraído hacía dos años y medio y acaecido hallándome yo en San Clemente del Tuyú. A mi abuela tampoco la velamos, pero, respetando una voluntad de la nueva difunta, expresada el año anterior ante un anuncio periodístico, invertimos parte del dinero heredado por mi abuela de mi abuelastro en adquirir un lote a perpetuidad en el cementerio privado La Arbolada de Escobar, con derecho a tres sepulturas para cadáveres indivisos y otras tantas para occisos cremados, que mi abuela compartiría, con el correr de los años, con sus consuegros, fallecidos respectivamente en 2003 y 2009. El siguiente habitante de la parcela familiar fue mi abuelo paterno Alfredo Vázquez, sabio como pocos y pacíficamente apartado de este mundo en septiembre de 2003. Su viuda, mi abuela paterna Elena Romay, fallecida en enero de 2009, sería menos afortunada. Moriría tras siete años de deterioro psicofísico progresivo y cinco de internación geriátrica.
Pero aquí detengo mi "inventario fúnebre". Aquí pretendo señalar (a la luz del duelo popular por el fallecimiento de Sandro) que la muerte no es la antítesis de la vida, como suele suponerse. Es una curiosa parte de la vida. Bien decía Jorge Luis Borges que morir es una costumbre que sabe tener la gente.
En este mundo hiperacelerado, las más de las veces innecesariamente, no parece haber mucho espacio para pensar en la muerte. Hoy en día parece absurdo que nuestros bisabuelos hayan debido observar un año de luto riguroso y otro de medio luto a raíz de las defunciones familiares de sus infancias. O que los faraones egipcios se hiciesen erigir monumentales pirámides para usar como sepulcros. O que las familias de prosapia del Buenos Aires del 1900 se hiciesen erigir mausoleos en la Recoleta, que hoy en día languidecen ante la falta de descendientes dispuestos a cuidar de las tumbas de sus encumbrados tatarabuelos. Hasta parece absurdo el duelo preconizado por los psicoanalistas, ese potable sustituto del anacrónico luto. Los horarios de velatorio de las funerarias parecen de farmacia de turno. Los anuncios fúnebres y recordatorios de papel prensa parecen anacrónicos en estos tiempos de diarios on line. El temor a los robos impulsa a reemplazar las vistosas placas de bronce de antaño por discretas plaquetas de acero o mármol. La motorización de los rodados fúnebres han desterrado para siempre los coches funerarios de tracción a sangre. Quienes pueden pagarlo no llevan a sus difuntos a cementerios públicos o de colectividad. Los pulcros cementerios privados de los suburbios reemplazan a los atestados y sucios cementerios municipales, mercantilizando la muerte. La preocupación por lo accesorio impide reflexionar sobre el aspecto profundo de la muerte, curiosa parte de la vida.

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