Monday, January 05, 2009

Epifanía consciente

En esta Noche de Reyes, muchos niños apostarán sus zapatos junto a su lecho, con la consabida esperanza de recibir bellos regalos.
Esa esperanza forma parte de la sana inocencia infantil, cuyo costado enternecedor no exime a los adultos de su obligación moral de educar de manera realista a niños y adolescentes, futuros adultos, y señalarles los peligros de la ingenuidad, aunque a dicha educación no le convenga carecer totalmente de espacios para la imaginación y la esperanza.
La importancia de la educación realista se percibe nítidamente en los momentos históricos más críticos. Esta nueva visita de los Reyes Magos coincide cronológicamente con una grave crisis económico-financiera internacional y su inquietante correlato sociocultural. Aunque la nueva crisis pueda perjudicar menos a ciertos países que a otros, la prudencia nunca está de más, ni siquiera en los tiempos de vacas gordas.
Quienes, entre los actuales argentinos, superamos actualmente los 35 años de edad, tenemos la experiencia vital y talla moral suficientes para concientizar al respecto a los actuales niños y adolescentes de nuestra patria. Hemos padecido en carne propia las peores hecatombes socioeconómicas de la Argentina de los últimos veinte años (la hiperinflación del periodo 1989-1991 y el atroz impacto local de las sucesivas debacles socioeconómicas internacionales del periodo 1995-2001 y de nuestra muy postergada devaluación de 2002). Sabíamos casi de antemano que la bonanza económica nacional e internacional del periodo 2003-2007 no estaba destinada a la eternidad, pues nada es eterno en la vida terrenal.
Con esas u otras palabras, mi abuelo paterno decía que, en el plano material, convenía acostumbrarse a vivir con poco, pues malacostumbrarse a hacerlo con mucho impedía afrontar la adversidad con la debida entereza moral. Mi abuelo sabía lo que decía. Era el mayor de los seis hijos de un matrimonio de inmigrantes españoles de principios del siglo XX. A los ocho años había debido empezar a trabajar para llevar dinero a su casa. Con mucho sacrificio, había aprendido el oficio de panadero, abierto su propia panadería y dado a mi padre la educación que él no había podido tener. Tenía razón, razón, razón, como dice la francesa Christine Collange en su delicioso libro Yo, tu madre.
La sencillez es la clave de la verdadera felicidad. Algunos primos segundos míos de primera edad, comprendieron, a raíz del prematuro deceso de su padre, que no es feliz quien posee tres televisores de pantalla gigante, sino quien se compromete a fondo con la auténtica esencia de su ser.
Aprendan a ser sencillos, niños, niñas y adolescentes de nuestra patria. Niños y niñas de nuestra patria: no se excedan en sus pedidos a los Reyes. Nada de ordenadores portátiles. Se las pueden arreglar perfectamente con la PC de casa o del locutorio. Nada de teléfonos celulares. Los niños y adolescentes no los necesitan. Yo viví sin celular hasta los 36 años. Y no me morí por eso. Nada de derrochar dinero en unas horribles zapatillas de 400 pesos. En invierno, se las pueden arreglar perfectamente con zapatillas abrigadas de 100 pesos. En verano, se las pueden arreglar perfectamente con alpargatas de 30 pesos, sin medias. Se puede ser inmensamente feliz viajando en tren, subte o colectivo y evitando taxis, remises y vehículos particulares. Se puede ser más feliz como cliente habitual del almacén de don Juan que como habitué del Patio Bullrich. Se puede ser más feliz consumiendo agua corriente enfriada en la heladera que bebiendo Coca-Cola. Se puede ser más feliz en el arenero del Parque Lezama que en los Playlands de McDonald’s.
Señores padres, tíos y abuelos: no malcríen a sus jóvenes descendientes. No los perjudiquen educándolos para una irrealidad. Benefícienlos educándolos para lo real. Edúquenlos para la esperanza, no para la mentira. Es de suponer que nuestros niños y adolescentes pongan mala cara ante nuestra prédica. Pero ello no suprime en absoluto nuestro deber moral de perseverar en la defensa de un discurso existencial saludable. Y, mucho menos, nuestro deber moral de practicar lo que predicamos. Se educa mediante el ejemplo.

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