Saturday, December 20, 2008

Feliz Navidad sencilla

Nací en 1970. Recuerdo vivamente las Navidades ”con tutti“ de mi infancia. Esa ocasión no podía sino excitar superlativamente al niño que era yo en aquel entonces. La gran mesa familiar, el arbolito, el pesebre, la pavita, el vittel thoné, las copas de camarones, los turrones, el pan dulce, la fruta seca, el brindis de medianoche, los regalos, la pirotecnia del vecindario… A esa lista aparentemente inagotable se sumó, entre mis veintidós y veinticinco años, la faceta religiosa de la Natividad, ineludible para el católico practicante que era yo por entonces. Agregué al pecado de la gula las lecturas bíblicas, la Misa de Gallo, el tributo al Niño Jesús (exhibido en yeso en el oficio religioso), la bendición de la mesa de Nochebuena y la televisada misa papal.
Pasaron los años. Dejé de ser niño. Sigo siendo creyente y me gustaría volver a ser católico practicante, pero, por ahora, no lo logro. Otros asuntos han absorbido mi tiempo, energía e interés. Mi cosmovisión ha cambiado con el correr de la vida.
En mi adolescencia empezaron a agotarme los festejos aparatosos. En julio de 1987 se casó una prima hermana de mi padre. Esa indirecta parienta mía provenía de un hogar humilde, “de trabajo”. Había debido trabajar para pagarse sus estudios universitarios. Su prometido casi no tenía familia y tampoco nadaba en la abundancia. No había dinero para un casamiento “burgués”. Celebramos los esponsales en la casa de soltera de la novia, con sandwiches de matambre casero y una torta de casamiento elaborada por un tío abuelo mío, pastelero profesional.
Ese fue el mejor casamiento de mi vida (junto con las nupcias de una prima hermana de mi madre, celebradas en septiembre de 1988 con un simple, aunque sabroso, servicio de lunch servido en mi casa). En agosto de 1987 se casó otra prima hermana de mi padre. Provenía de un hogar más pudiente que la casada el mes anterior. Su fiesta de casamiento fue un plomazo. Un salón de fiestas chico, incómodo, mal alhajado, mal calefaccionado para el glacial invierno imperante en el exterior y peor iluminado. Fotógrafo y videasta especialmente contratados, con cara de aburridos a más no poder. Pista de baile del tamaño de un pañuelo, con luces de colores de 25 watts. Disc-jockey con una discografía más que mediocre. Un buffett olvidable. Una copa en el bar de la esquina del Registro Civil habría estado más divertida.
Los casamientos de julio de 1987 y septiembre de 1988 fueron, como decía, los mejores de mi vida. No fueron aparatosos. En ellos prevaleció la sencillez. Se celebraron con lo que se tenía y no con lo que, según una norma social estúpida, debía aparentarse tener.
Años después, sigo promoviendo fervientemente la sencillez, clave de una vida feliz. En Navidad se conmemora el nacimiento de un niño nacido en un establo, de madre lavandera y padre carpintero, no el de un niño nacido en una mansión y heredero de una pingüe fortuna. La Navidad no debería ser un pretexto para reventar la tarjeta de crédito, como se estila en los discutibles Estados Unidos de América. La actual situación macroeconómica del Gran País del Norte, harto compleja, impelió recientemente a una columnista del Washington Post a promover una Navidad austera, acorde con la filosofía de la New Frugality estadounidense, mencionada días atrás en este mismo espacio.
La vanidosa Navidad ”con tutti“ es muy tentadora. Conozco judíos (¡y hasta ateos!) que la celebran con entusiasmo. Una familia judía, amiga de la mía hace décadas, celebra la Navidad, el Año Nuevo cristiano y la Epifanía con tanta algarabía como las fiestas judías. La mencionada prima hermana de mi madre, tan anticlerical y no creyente como su difunto marido, organiza opíparos almuerzos navideños en su casa y celebra que le lleve regalos de Reyes a su hijo.
Hace más de veinte años que le escapo a esa tendencia engorrosa. Si con una modesta cena de amigos o un simple té de damas se la puede pasar bomba en cualquier momento del año, ¿a santo de qué embarcarse en un despilfarro y esfuerzo inútiles en diciembre, con el caballo cansado y toneladas de asuntos que finiquitar, recordando más a la presuntuosa figura capitalista de Santa Claus que a la humilde figura del Niño Jesús, que es, en realidad, la que debe evocarse? ¿Quién instituyó la Navidad? ¿Jesucristo o American Express?
No promovamos la sofisticación, fuente de una “felicidad” harto engañosa. Insisto: la gente feliz es la gente sencilla.
Feliz Navidad sencilla, eventuales lectores míos.

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