Monday, December 01, 2008

Manuel Dorrego y las raíces de nuestro golpismo

El 1º de diciembre de 1828, hace hoy 180 años, el gobernador bonaerense Manuel Dorrego era derrocado por el general Juan Lavalle, quien lo haría fusilar doce días después. En 1910, en vísperas del Centenario, ese acto sería repudiado vigorosamente, en las memorables páginas de El juicio del siglo, por Joaquín V.González, quien sindicaría al golpe de Estado de Lavalle como el allanamiento de la instauración de la dictadura rosista. Pero aquí no pretendo analizar detalladamente ese hecho puntual de nuestra historia.
El golpismo argentino no nació con el derrocamiento del presidente Hipólito Yrigoyen en 1930. Sus raíces son mucho más remotas. Fue exportado a nuestras tierras por los conquistadores españoles del siglo XVI. Los orígenes del golpismo hispano son extremadamente lejanos en el tiempo. En el siglo II a.C., como resultado de la derrota cartaginesa en las guerras púnicas, los romanos impusieron por la vía golpista sus gobernantes a España. En el siglo V d.C., a raíz de las invasiones bárbaras y del desmoronamiento irrefrenable del Imperio Romano de Occidente, los gobernantes romanos de nuestra Madre Patria fueron derrocados por los visigodos. A principios del siglo VIII, los gobernantes visigóticos fueron derrocados por los invasores musulmanes. En el siglo XI, el poder de los gobernantes islámicos de la nación hispánica empezó a retroceder ante el avance de los reconquistadores. En 1492, los Reyes Católicos consumaron el derrocamiento definitivo de los gobernadores mahometanos del suelo hispano. Ese mismo año, Cristóbal Colón, protegido de Isabel de Castilla, se convertía en el primer europeo en hollar suelo americano desde la visita de los normands del siglo X a la América septentrional.
En 1519, el joven Carlos de Habsburgo, nieto de los protectores de Colón, coronado tres años antes rey de España bajo el nombre de Carlos I, consolidaba su poderío al heredar la corona imperial romano germánica de su abuelo paterno, bajo el nombre de Carlos V. Ese mismo año, la llegada de Hernán Cortés a suelo mexicano no hizo sino acusar en territorio americano el anhelo expansionista de los Austrias españoles.
Transplantado al Nuevo Mundo, el golpismo español se tradujo, durante el largo reinado de Carlos I/Carlos V, en el brutal derrocamiento del emperador azteca Moctezuma y su homólogo incaico Atahualpa, dirigido por Cortés y Francisco Pizarro, enérgicos representantes de su soberano en México y Perú. Por obra del expansionismo golpista hispano, las más rutilantes civilizaciones americanas precolombinas se desplomaron como castillos de naipes en cuestión de décadas. Los gobernantes de la América prehispana por los virreyes designados por el monarca español de turno.
En 1808, España sufrió en carne propia los efectos del efímero golpismo expansionista francés encarnado en la figura de Napoleón I. Este último, producto del derrocamiento de la monarquía borbónica gala y del régimen directorial de su patria, había llegado al extremo de suprimir de un plumazo el milenario Sacro Imperio Romano Germánico.
En suelo español, Napoleón I derrocó al monarca hispano Carlos IV y su futuro sucesor Fernando VII, instalando en el trono español a uno de sus varios hermanos, quien usurpó la corona hispánica bajo el nombre de José I. Napoleón I parecía decidido a emular a su ídolo Luis XIV. Un siglo atrás, este último había logrado imponer en el trono español a su nieto Felipe de Anjou. La consagración de este último había insumido los trece implacables años de la guerra de sucesión española, desatada a raíz de la extinción de la rama hispánica de los Habsburgo. La paz de Utrecht, formalizada en 1713, consolidó el poder de Felipe V, primer representante de la rama hispana de los Borbones, reinante hasta la fecha en la nación ibérica.
En el ámbito rioplatense, la invasión napoleónica de España se tradujo en el derrocamiento del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros por los instauradores de la Primera Junta. Esta última sería reemplazada por la Junta Grande, desplazada por el golpe de Estado de 1812, instaurador del Triunvirato. Este último sería reemplazado por el Directorio, derrocado en 1820 por vía militar. El experimento institucional rivadaviano se revelaría impotente ante el avance del caudillismo personalista y autoritario, principalmente encarnado en la figura de Rosas.
España no iba por mejor senda. Al emanciparse del dominio francés, la nación ibérica volvió a ser gobernada por la dinastía borbónica. En 1829, Fernando VII, viudo y sin hijos, desposó a una sobrina suya, princesa de la familia italiana de los Farnesio, en un intento desesperado por engendrar un heredero masculino para el trono español. Falleció cuatro años después, habiendo concebido, con su última consorte, dos hijas mujeres y ningún vástago varón. Coronar a un monarca de sexo femenino habría constituido una afrenta difícilmente perdonable contra el acentuado machismo hispánico, que sólo veía en las esposas de los reyes una fábrica de sucesores. Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, exigió ser coronado como el nuevo rey de España, negando que su patria pudiese ser regida por su pequeña sobrina Isabel. Así estallaron las célebres "guerras carlistas", dirimidas en 1844 a favor de la hija mayor de Fernando VII, quien asumió la corona española bajo el nombre de Isabel II.
Isabel estaba destinada a conocer un destino tan infausto como su padre y su abuelo. En 1868, una rebelión en su contra la obligó a huir a Francia, siendo reemplazada por el príncipe Amadeo de Saboya, coronado rey de España bajo el nombre de Amadeo I. En 1873, la proclamación de la efímera Primera República Española obligó a Amadeo a resignar el trono hispánico.
Alfonso XIII, nieto de Isabel II, conocería un destino similar. El golpe de Estado español de 1923, liderado por el general Primo de Rivera, convirtió a Alfonso XIII en un monarca decorativo, tan cautivo del dictador como el monarca italiano Víctor Manuel III de Benito Mussolini. En 1931, la proclamación de la Segunda República Española obligó a la familia real española a exiliarse en Roma, donde pocos años después nacería el actual rey de España.
A los segundos republicanos españoles las cosas no les irían mejor. En 1936, un grupo de oficiales militares, encabezados por el general Francisco Franco, se pronunció contra el gobierno. Fue el inicio de una larga y sangrienta guerra civil, concluida tres años después con la consagración de Franco como amo y señor vitalicio de España. Franco manejó su propia sucesión a su arbitrio. Dispuso que, a su muerte, los Borbones reocuparan el trono español. Exigió ser sucedido por Juan Carlos de Borbón, nieto de Alfonso XIII, y no por el hijo del rey depuesto, sucesor inmediato de este último. En 1972, el casamiento de la nieta de Franco y un primo de Juan Carlos hizo temer que el dictador anulase la designación del futuro monarca como su sucesor para sentar a una descendiente suya en el trono. Fue una falsa alarma. Franco murió en noviembre de 1975. Poco después, Juan Carlos asumía la corona española, bajo el nombre de Juan Carlos I. Con la coronación de Juan Carlos I, terminó la España golpista. Así lo demostró la enérgica reacción del monarca contra la intentona golpista de 1981 liderada por el general Tejero.
En 1978, con una reforma constitucional en ciernes en España, Juan Carlos I y su esposa, la reina Sofía, efectuaron su primera visita oficial a la Argentina, a la sazón inmersa en la más atroz manifestación del golpismo, cuyos partidarios alguna vez tuviesen como mentor intelectual al comitente del rey. Seis años después, en lo que pareció una suerte de contrapeso, la augusta pareja recibía solemnemente en Palacio al presidente Raúl Alfonsín y su esposa María Lorenza Barreneche. Al año siguiente, Sofía y Juan Carlos visitaban por segunda vez la Argentina. El intercambio de cortesías entre los matrimonios Alfonsín y Borbón pareció querer expresar: "No más golpismo".
El estrepitoso fracaso del pronunciamiento militar argentino del 3 de diciembre de 1990, del cual se cumplen mañana 18 años, selló el átaud del golpismo en nuestra patria. Por esos días se cumplía, como al escribirse estas líneas, un nuevo aniversario del derrocamiento y fusilamiento de Dorrego. También se celebraba, como al redactarse estos párrafos, un nuevo aniversario de la restauración democrática más vigorosa registrada hasta la fecha en suelo argentino. Haber eliminado el golpismo (o, al menos, su amenaza de reaparición) no es poca cosa. Recordar la caída de Dorrego implica recordar el fatídico error implícito en la caída en la tentación de desplazar por la fuerza a un gobierno legítimo, más allá de la calidad de su gestión.

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