Sunday, November 30, 2008

Monos recolectores

Anteayer, viernes 30 de noviembre de 2008, los consumistas estadounidenses se abalanzaron sobre las tiendas comerciales con la intención de arrasar con los stocks de mercaderías comercializados a bajísimo precio con motivo del Viernes Negro (el primer día posterior al Día de Acción de Gracias). De esa manera, se aseguraban los regalos navideños a precios ventajosos, detalle a su modo esencial en medio del sombrío panorama socioeconómico actualmente imperante en el Gran País del Norte y su correlato internacional.
El Viernes Negro del complejo año en curso fue verdaderamente negro. Un empleado de
supermercado murió aplastado por una turba enceguecidamente decidida a arremeter contra los tentadores productos en exhibición. Una mujer embarazada corrió el riesgo de abortar al ser atropellada por un mar de zombies sin otro propósito vital aparente que el de reventar sus tarjetas de crédito. Lujo que los estadounidenses, actualmente inmersos en una de las peores crisis socioeconómicas y económico-financieras de su historia, ya no pueden darse tan seguido.
Sinceramente cuesta creer que se llegue a tales extremos para conseguir a bajo costo un televisor o un horno de microondas. Que la austeridad propia de los tiempos de vacas flacas parezca haberse tornado inviable en unos Estados Unidos de lectores bíblicos y regidos por esa severa ética laboral protestante magistralmente ligada al espíritu capitalista por Max Weber en su célebre ensayo de 1904-1905. Que en un país semejante se pretenda dejar en un supermercado, en dos horas, el dinero penosamente ahorrado para los tiempos de seca. Que en un país semejante nadie perciba la importancia revestida en los tiempos difíciles por el pensamiento procastrinal (del latín procastrinare, postergar la gratificación).
Años atrás, estudié durante un tiempo en la austera Universidad del Salvador. En el curso introductorio, un profesor de filosofía, cuyo nombre he olvidado, disertó maravillosamente sobre las posturas éticas vigentes en Occidente desde la Antigüedad clásica. A modo de cierre, remitiéndose a la crisis de valores agravada durante esos años finales del siglo XX, el docente sostuvo que, en tales circunstancias, no resultaba descabellado preconizar el ascetismo. Pero ese consejo saludable sonaba a prédica de desierto en la Argentina menemista, donde la única superación posible de la traumática hiperinflación de 1989-1991 parecía ser un consumismo desenfrenado.
La durísima situación socioeconómica de 1995-2002 obligó a los argentinos a ser más cautos. El mejoramiento de los indicadores socioeconómicos de 2003-2008 revirtió esa situación en términos no siempre positivos. Reapareció el consumismo y los verdaderos valores cotizaron nuevamente en baja. Volvieron los monos recolectores postulados por Héctor Jouvé. Estos últimos parecieron desplazar a la lógica del cazador postulado por Denis Merklen. Mientras el segundo había intentado sobrevivir con dignidad en medio de un retroceso socioeconómico sin precedentes, el primero promovía una insensata restauración consumista.
Si revisamos a grandes rasgos la evolución humana desde la aparición de nuestra especie, materializada hace unos tres millones de años, constataremos que una enorme proporción de la misma ha discurrido bajo el principio de la no-producción. El cazador-recolector paleolítico no producía. Consumía lo que encontraba. Como los dinosaurios, la principal manifestación de vida prehumana, extinguidos 62 millones de años antes del advenimiento de la Humanidad. Los cambios climáticos del paleolítico tardío se tradujeron, hacia el año 9000 a.C., en la extinción de los grandes mamíferos que nutriesen a la Humanidad durante cerca de 2.99 millones de años. Ello obligó al ser humano a producir para subsistir. Así surgieron la agroganadería y la sedentarización.
La no-producción se convirtió en privilegio de las élites. En la Grecia de Demóstenes, cinco siglos después del pensamiento antitético de Hesíodo sobre el particular, se consideraba al trabajo productivo como algo propio de esclavos. Durante el Medioevo, la ética paleocristiana, especialmente la benedictina, coexistió reñidamente con el hedonismo preprotestante. En la China imperial, los mandarines lucían largas uñas para demostrar que no realizaban trabajo productivo alguno. Ese pensamiento aristocratizante fue literalmente arrasado por la propaganda comunista y la implacable ética laboral del capitalismo post-maoísta, actualmente vigente en toda su plenitud. Los comunistas chinos arrasaron con la teocracia tibetana para recordar a los súbditos lamaístas que los nuevos tiempos exigían agricultores y mineros, no estudiosos de textos sagrados.
La dura ética laboral impuesta al primer proletariado industrial europeo impulsó a Karl Marx y Friedrich Engels a describir la historia humana como la historia de la lucha de clases. Los gobiernos supuestamente inspirados en tales principios no hicieron sino proseguir a su modo la expoliación de los sectores sociales más vulnerables. El proletario estalinista no fue menos expoliado que el siervo campesino de la Rusia zarista o la mano de obra fabril rusa de principios del siglo XX. Los asalariados de los adineradísimos magnates capitalistas rusos post-perestroika no han sido mejor tratados por sus empleadores que por esa burocracia de corte estalinista solapadamente denunciada, en plena era Brezhnev, en la novela Adiós, Gulsarí, del escritor kirguiz Chinguiz Aitmátov, relato de las peripecias de Tanabái Bakásov, pastor del Asia central soviética castigado por cuestionar el discurso existencial de sus presuntos protectores.
El mono recolector del Viernes Negro no es más libre y feliz que el operario fabril británico de la Revolución Industrial. Libertad y felicidad no son sinónimo de consumo. El propietario de un automóvil de lujo no es más libre y feliz que el usuario del transporte público. La libertad y felicidad no pasan por comprarse tres televisores. Pasan por cosas más ligadas a la verdadera esencia del ser humano. Los seres humanos no somos monos recolectores. Estamos hechos para cosas más nobles. Este nuevo conato de crisis constituye una ocasión propicia para replantearnos nuestra actitud ante el mundo. La Argentina no es ajena a esa situación.

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