Sunday, October 26, 2008

Don Raúl

En las primeras horas del 31 de octubre de 1983, don Raúl Alfonsín se convertía en el presidente electo de la Nación Argentina. Su elección marcó un hito histórico de primera magnitud. Con él se cerraba nuestra segunda Década Infame, iniciada en 1970 con la ejecución del ex dictador Pedro Eugenio Aramburu y un gobierno ilegítimo en el poder. Década cimentada en un fatídico imperio de la violencia armada y la ley del más fuerte. Regida por el implacable principio único de la supervivencia. El precio pagado por el argentino promedio, hombre de paz, había sido altísimo. En 1976 se había consumado el cuarto golpe de Estado triunfado en suelo argentino en poco más de dos décadas. El derrocamiento de la presidenta María Estela Martínez de Perón (mandataria incompetente, pero legítima) se había concretado nueve meses antes de la realización de las elecciones generales convocadas por la jefa de Estado para finales del año de su defenestración. Se podría haber evitado. Pero, por esos años nefastos, los tanques y balas parecían tener prioridad sobre las urnas y votos. Los artífices de la exoneración de los presidentes Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Arturo Frondizi y Arturo Illia habían condicionado duramente la vida política argentina, pero sin negar la posibilidad de la salida electoral, ni causar los tremendos daños perpetrados durante su dictadura, en los distintos órdenes de la cotidianeidad nacional, por los autores materiales del desplazamiento de nuestro primer jefe de Estado de género femenino. A más de treinta años de este último, una congéner de la viuda de Perón se ha convertido en el segundo miembro del gineceo argentino en ocupar la más egregia magistratura de la República.
En una soleada mañana dominical, quien suscribe, a la sazón de trece años de edad, acompañó a su señor padre a emitir su voto. Algunos años después, lo hice yo mismo, en los comicios destinados a permitir que un presidente constitucional sucediese a otro, tras largos años de mandatarios ilegítimos alternados en el Sillón de Rivadavia por decisión de sus comitentes nucleados en la Junta Militar. Mientras recorríamos las calles de nuestro barrio, rumbo al centro de votación de mi progenitor, pregunté a este último, con todo el candor de mis trece abriles, si no se sentía emocionado. Él me dijo que sí, que mucho. Con el correr de los años, fui entendiendo por qué. Alguna vez tuve en mis manos los documentos electorales de mis mayores. ¡Meridiana claridad explicativa exudaban los baches cronológicos entre las sucesivas constancias de votación estampadas en sus credenciales comiciales! Mi madre contaba diez años al sancionarse la postergada ley de sufragio femenino, fruto de medio siglo de lucha sufragista. Según mi cálculo, debe haber estrenado su libreta cívica en las elecciones constituyentes de 1957, convocadas por un régimen de facto. O, a más tardar, en los comicios presidenciales de 1958, oscurecidas por la tutela castrense, la proscripción del peronismo y la división del radicalismo. Durante casi dos decenios, los derrocamientos de Illia y la señora de Perón le habían impedido ejercer regularmente ese derecho, conquistado a duras penas por sus congéneres domiciliadas en suelo argentino. A mi padre y mi abuelo, si bien el argentino varón gozaba teóricamente del derecho de voto desde la era rivadaviana, las cosas no le habían ido mejor.
Las elecciones presidenciales de 1983 fueron importantísimas. Atrás quedaban el fraude electoral de la oligarquía (bajo cuyo imperio mi abuelo emitiese su primer sufragio), las divisiones del radicalismo (proscrito por la dirigencia conservadora de la primera Década Infame) y la proscripción del peronismo (decretada por la mal llamada Revolución Libertadora, que lo menos que hizo fue revolucionar y libertar). La violencia armada ya era cosa de la política del ayer. Las actas electorales no llegaron al Congreso tintas en sangre (como ocurriese en ocasión de las segundas elecciones presidenciales de 1973, celebradas dos días antes del salvaje asesinato de José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, recientemente evocado con una cierta intensidad a raíz de su 35º aniversario y tardía judicialización). Llegaron portando un testimonio claro de la voluntad de un pueblo harto de expoliación y ensañamiento.
Alfonsín y sus compatriotas fueron los argentinos de ese memorable 1983. Aún nos esperaban muchos sacrificios. Sobre todo en el periodo 1989-2001, cuando el argentino promedio pagó un precio altísimo por las relativamente saludables reformas estructurales materializadas bajo la égida de un presidente proveniente del opositor histórico del partido de Alfonsín y su errático sucesor, correligionario del legendario dirigente radical.

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