Thursday, December 11, 2008

Cada día se recuerda peor

El 11 de diciembre de 1890, hace hoy 118 años, Berthe Gardes, humilde planchadora de la ciudad francesa de Toulouse, madre soltera, daba a luz a su hijo Charles Romualde Gardes, más conocido como Carlos Gardel. Tres años después, Berthe y su pequeño hijo atravesaban el Atlántico en procura de nuevos horizontes, como millares de inmigrantes de la época.
Veinte años después de su llegada a su adorada Reina del Plata, Gardel subía al escenario de un lujoso cabaret porteño, guitarra en mano, acompañado de su partenaire José Razzano. Fue el comienzo de una carrera triunfal.
El 24 de junio de 1935, en la cúspide de su éxito, un fatal accidente aéreo puso fin a su vida en la ciudad colombiana de Medellín. Moría el hombre. Nacía el mito. A lo largo de las décadas, Gardel, Carlitos, el Zorzal Criollo, el Mudo, el Morocho del Abasto, serían objeto de veneración y estudio.
Nací en 1970. Mi padre y mi abuelo paterno, tangueros de alma, tuvieron menos éxito en aficionarme al tango que mi madre y mi abuela materna en aficionarme a la ópera y la música de los grandes compositores europeos de los siglos XVII a XIX. En mi niñez, mi gusto por la música no pasó del cancionero infantil y algunos grupos anglófonos de música pop de moda por aquellos años.
Mi verdadero bautismo musical se produjo en marzo de 1985, en vísperas de mi décimoquinto cumpleaños. Revolviendo cassettes en Harrod's, descubrí un registro de la Quinta Sinfonía de Beethoven y la Sinfonía Inconclusa de Schubert, interpretadas por la Filarmónica de Nueva York, bajo la dirección de Leonard Bernstein. A semejantes maravillas siguió el primer concierto para piano y orquesta de Chopin, que, al día de la fecha, figura entre mis piezas musicales favoritas.
Mientras quien suscribe, tímido quinceañero de terrible acné, se iniciaba en el mundo de las musas, la Argentina conmemoraba el cincuentenario del fallecimiento de Gardel. Mi habitación pasó a lucir una colorida imagen del Morocho, obsequiada a este humilde escriba en la Feria del Libro, y el afiche publicitario en francés de un espectáculo tanguero ofrecido el año anterior en la ciudad natal del Mudo, traído de Europa a este humilde servidor por su abuela materna, hija de un nativo de la Francia meridional natal del Morocho. Recorrí una modesta biografía del Zorzal, recién publicada por un "gardelista" español, cuyo nombre he olvidado. Mi abuelo paterno, nacido en 1918, me contaba una y otra vez una anécdota de su infancia, cuando escuchara un concierto callejero gratuito, improvisado por el Mudo, seguramente consciente de sus humildes orígenes, en honor de un grupo de admiradores de escasos recursos, entre ellos mi abuelo, que, al carecer del dinero para la entrada, habían aguardado ansiosamente, en la vereda de un teatro, la aparición de Gardel, con la esperanza de tener un contacto directo con su ídolo a precio de pobre. Admiré la magnífica recreación cinematográfica de la figura del Morocho lograda por Hugo del Carril en 1939, televisada con motivo de la efemérides gardeliana.
En 1986, con el cometa Halley recorriendo el cielo porteño por primera vez desde el Centenario, asistí al estreno de El exilio de Gardel, notable película de Pino Solanas, singular homenaje al Zorzal. El film relata las peripecias de un grupo de argentinos desterrados a París por la despiadada dictadura militar instaurada en nuestra patria en 1976. Los sufridos personajes de Solanas, renuentemente dirigidos por un desconcertado coreógrafo francés encarnado por Philippe Léotard, intentan mitigar la dureza de su involuntario ostracismo mediante el montaje de una tanguedia, tragedia con música de tango, basándose en las caóticas anotaciones literarias borroneadas en servilletas de papel por Juan uno, escritorzuelo de poca monta refugiado en la literatura para sobrellevar lo mejor posible las inclemencias de la cotidianeidad de la Argentina procesista, quien, no sabiendo qué hacer con sus poéticos garabatos, los remite subrepticiamente a un amigo exiliado en esa Ciudad Luz idolatrada por el Zorzal. En una inolvidable secuencia, el memorable Lautaro Murúa, cruelmente relegado a la desnudez de su cuarto de expatriado, es despertado de su plácido sueño por la inesperada visita de dos prohombres de nuestra historia: Gardel y un añoso general José de San Martín. Mientras matean amigablemente, el Libertador pide a Gardel que cante un poco. Carlitos declina amablemente el pedido del Gran Capitán, alegando que él ya no canta e intentando contentar al Padre de la Patria con un registro discográfico de su insuperable voz de tenor abaritonado.
Fue el último gran homenaje brindado al Zorzal. En 1990, el centenario de su nacimiento, que debió constituir una verdadera efemérides gardeliana, pasó casi desapercibido. Corrían malos tiempos para la Argentina. La hiperinflación había hecho estragos. No estaban los tiempos para festejos. Durante la agridulce década menemista, los homenajes al Morocho escasearon. En un país jaqueado por el Tequilazo no parecía haber motivos para conmemorar los sesenta años del trágico deceso del Mudo, que más que mudo parecía amordazado. En esos años claroscuros, hubo, empero, algunos homenajes cinematográficos a Gardel.
En El día que Maradona conoció a Gardel, Rodolfo Pagliere imagina el encuentro de otro grande del ayer, Diego Armando Maradona, encarnado por el mismísimo Diez, con un Gardel congelado en su edad mortuoria por la tiranía de una misteriosa dama, que tampoco envejecerá y lo salva del sepulcro, junto con sus guitarristas Guillermo Barbieri y Ángel Domingo Riverol, a cambio de un ininterrumpido recital, brindado sin otra presencia que la de su pseudo-protectora. Tras sesenta años de sometimiento a los designios de la insaciable fémina, Gardel se rebela contra los caprichos de su captora y logra huir de su presidio, dedicando una memorable interpretación vocal al ex astro futbolístico, a petición de este último.
En Sus ojos se cerraron, otro homenaje fílmico tributado al Morocho en esos segundos "años de plomo", coproducción cinematográfica hispano-argentina dirigida por Jaime Chávarri, Darío Grandinetti personifica a Renzo Franchi, imitador sin fortuna de su admirado Gardel. Franchi emprende a su riesgo una frustrada tournée sudamericana, desafortunado émulo de la gira final del Mudo por la América hispanófona. Famélico, Franchi llega a Colombia, a los pies del verdadero Gardel, quien desea interrumpir su extenuante periplo y descansar unos días en su Buenos Aires querido, al amparo de su adorada madre. Notando el asombroso parecido físico entre Gardel y Franchi, el entorno del Zorzal pide a su doble que suplante al Mudo en una de sus funciones en territorio colombiano, advirtiéndole que debe limitarse a entonar unas pocas canciones y excusarse ante su audiencia de seguir cantando, alegando el malestar en la garganta que el Gardel auténtico pretextará para justificar la discontinuidad de sus actuaciones. Deseoso de emular a toda costa al Morocho avant la lettre, Franchi desacata el pedido del círculo íntimo de su imitado, para desesperación de este último, que, ante la ovación tributada al falso Zorzal, sólo atina a embarcar al sosías del maestro en el vuelo de la muerte. En Buenos Aires, el verdadero Gardel trina de indignación al enterarse del inmerecido éxito de Franchi. Se dispone a redactar una nota de protesta cuando los mass media difunden la noticia de la trágica defunción de Franchi en Medellín, obviamente anunciada como el fallecimiento del auténtico Morocho. Lógicamente imposibilitado de desmentir su propio deceso, el verdadero Gardel decide reiniciar su carrera desde cero, con sus características facciones disimuladas tras un bigote y su verdadera identidad oculta tras un nuevo seudónimo, asistiendo de incógnito al multitudinario entierro de su usurpador, adquiriendo una modesta popularidad como cantor de cafetines de mala muerte y siendo confundido con su imitador por la viuda de Franchi, humilde costurera española y admiradora del Mudo, quien, cansada de la falta de sentido común de su consorte, abandonase a su cónyuge en el tramo inicial de la insensata gira artística de su consorte y regresase a Buenos Aires a consagrarse a la crianza de su pequeño hijo, bautizado en honor del Zorzal.
Fuera de los citados films, los homenajes a Gardel se tornaron escasos en la Argentina de la última década del siglo XX y segundo milenio. Esa pobreza de tributos pintaba perfectamente explicable en función de la difícil coyuntura socioeconómica argentina y mundial de la época, aparentemente peor que esa Gran Depresión fehacientemente incapaz de frustrar el culto al Gardel de los últimos años, incluso en la Nueva York natal del cataclismo económico corresponsable de la entronización del Führer, tan ídolo de muchos como su contemporáneo franco-rioplatense, sin que yo pretenda equiparar al Zorzal con el perverso dictador alemán.
En 1998, en sintonía con los nuevos tiempos, se habilitó un vistoso shopping center en un descomunal edificio, accesible desde una estación de subterráneo rebautizada en honor del Mudo y otrora ocupado por ese proletario Mercado del Abasto tan afín al Zorzal e inactivo desde la inauguración del Mercado Central, formalizada catorce años atrás. Imposible parecía pensar en homenajear al Morocho en esos años aciagos, signados, entre otras cosas, por la renuncia de su tocayo Chacho Álvarez a la segunda magistratura federal, presentada por el dimitente en señal de protesta contra el bochornoso intento de lograr mediante sobornos la aprobación senatorial de una polémica ley laboral. Imposible parecía proyectar honras póstumas al Zorzal, cuyo natalicio de 2001 se produjo nueve días antes de la vergonzosa dimisión del presidente Fernando De la Rúa, aceptada por la Asamblea Legislativa en vísperas de un nuevo aniversario del nacimiento de Jesús de Nazaret, hijo, como el Mudo, de madre pobre e inserta laboralmente en el rubro de la higiene de la indumentaria. Predicar el evangelio gardeliano equivalía por esos días a repetir, casi dos mil años después, la prédica en el desierto israelí de san Juan Bautista, primo segundo del Nazareno, en una Argentina cuasi-pulverizada, cuyo efímero presidente Adolfo Rodríguez Saá, antes de ver su cabeza desangrándose en bandeja de plata ante una Herodías y Salomé vernáculas, optó por emular pobremente, en el marco de una frustradísima Natividad, la huida de la Sagrada Familia, mediante un precipitado retorno a su provincia natal.
No parecían pintar imposibles los homenajes tributables al Zorzal con motivo del septuagésimo aniversario de su deceso, a conmemorarse en junio de 2005, en el marco de la vigorosa y saludable redefinición de la vida socioeconómica nacional palpable en ese invierno porteño magistralmente musicalizado por Astor Piazzolla, otro ciudadano ilustre del Plata, quien, en su infancia neoyorquina, fuese distinguido por el Morocho con un papel cinematográfico. Sin embargo, tales honras no se produjeron. O apenas se notaron, si es que las hubo.
Tampoco parecen factibles los tributos al Zorzal en este nuevo natalicio del Mudo, cronológicamente coincidentes con un severo conato de crisis económico-financiera global, iniciado en esa Gran Manzana que alguna vez presenció el meteórico ascenso del Morocho al estrellato artístico mundial. La memoria de Gardel parece haber quedado relegada a los souvenirs destinados al aluvión turístico, cuya afluencia hacia suelo argentino pronto podría interrumpir la debacle económica en ciernes por estos días.
¿Nos acordaremos de Gardel en el marco de los bicentenarios patrios del próximo decenio? Sería de desear. Al fin y al cabo, Gardel es parte de nuestra identidad nacional. Pero, ¿será factible?

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