Saturday, December 27, 2008

Humanidad autoencarcelada

En su cuento El libro de arena, de 1975, Jorge Luis Borges refiere la historia de un ex empleado de la Biblioteca Nacional, dirigida por el autor de El aleph entre 1955 y 1973. El personaje borgeano reviste así un matiz netamente autobiográfico. Este último recibe la visita de un enigmático vendedor de libros, que le canjea un extraño volumen por una antigua Biblia inglesa y una modesta suma de dinero. El principal protagonista del relato toma así posesión de un opúsculo “infinito”, de un número incalculable de páginas. El exótico opúsculo amenaza con alienar a su poseedor, situación descrita por Borges en los siguientes términos: ”No mostré a nadie mi tesoro. (…) Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. (…) De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
”(…) comprendí que el libro era monstruoso. (…) Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
”Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta. (…)”

Deseoso de desembarazarse del fastidioso mamotreto, el Prisionero del Libro borgeano finge extraviarlo entre los cientos de miles de volúmenes de la Biblioteca Nacional. Logra así desprenderse de su carcelero a un costo razonable.
A muchos seres humanos no les resulta sencillo liberarse de su actual carcelero: la tecnología. No logran vivir sin esos “aparatitos” y “aparatazos” proféticamente vaticinados por Nelly Fernández Tiscornia en 1987. Sin embargo, los actuales seres humanos no han sido encerrados en la “cárcel tecnológica” a raíz de un castigo divino o engendro diabólico. Se han autoencerrado en dicha cárcel. Y, a diferencia del Prisionero del Libro borgeano, no logran evadirse de la misma.
Recordemos el aviso publicitario promedio de la Argentina del complejo decenio de 1990. Instaba a priorizar el consumo de artículos de primera necesidad, producidos en grandes volúmenes, destinados a un público masivo y comercializados a bajo costo. El actual aviso publicitario promedio de la Argentina fomenta un consumo elitista de prescindibles artículos de tecnología de punta, a valores astronómicos. ¿Acaso la Argentina actual posee el PBI per capita de Mónaco? ¿Cuántos argentinos pueden comprarse celulares de 1800 pesos, personal computers de 3000, notebooks de 5000, televisores de 7000, autos de 60.000 o camionetas de 80.000? Sin embargo, se los ve en manos de argentinos supuestamente obligados a reservar su capital para cuestiones más prioritarias, debido al nocivo influjo de una agresiva campaña publicitaria, equívocamente focalizada en un público de alto poder adquisitivo.
La Argentina actual necesita una inyección de realismo y una enérgica redefinición discursiva y práctica a nivel axiológico. No podemos invertir 1000 pesos en comprar zapatillas y celulares a un adolescente domiciliado en una zona de alto riesgo, matriculado en una problemática escuela estatal y supuestamente requerido de becas estudiantiles, viandas escolares y boletos secundarios. Ni siquiera resulta imprescindible comprárselas a un chico de familia de clase alta, con sus necesidades básicas holgadamente satisfechas e inscrito en una carísima escuela privada. Ambos se las pueden arreglar magníficamente sin celular y con unas zapatillas abrigadas de 100 pesos para el invierno y unas alpargatas de 30 pesos para el verano. Pero preconizar tal conducta sonará a prédica en el desierto mientras se fomente el estúpido consumo de élites actualmente promocionado, en vez del consumo de masas propio del mundo actual.
La Humanidad autoencarcelada necesita esos crakers postulados por Pekka Himanen y mencionados en mi artículo Sin medios y sin Estado, publicado en este espacio el 16 de noviembre de 2008. Necesita seres humanos capaces de romper el cerrojo de la “jaula de acero” de la “cárcel tecnológica” evitablemente autoimpuesta a la actual especie humana.
La actual crisis económica global debería instarnos a elegir una vida mejor. La felicidad no pasa por despilfarrar nuestro dinero en artículos suntuarios. Está íntimamente ligada a la verdadera esencia de nuestro ser.

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