Saturday, January 10, 2009

Shemá, Israel

En el verano de 1992, poco antes de mi vigésimo segundo cumpleaños, cayó entre mis manos la novela El penitente, del escritor polaco-estadounidense Isaac Bashevis Singer, literato judío de lengua ídish, nacido en 1904, galardonado en 1978 con el Premio Nobel de Literatura y fallecido en 1991. El penitente es el relato en primera persona de la vida del judío polaco Joseph Shapiro, sobreviviente del Holocausto, radicado en los Estados Unidos recién concluida la Segunda Guerra Mundial, que abjura de las dos grandes opciones ideológicas de la Guerra Fría (capitalismo y socialismo) y, resuelto a alejarse de una vida a su juicio pecaminosa, se instala en Israel con la intención de vivir según la ley judía, desdeñando penosamente voces internas y externas contrarias a su nuevo programa existencial.
No soy judío. Empero, los judíos no son ajenos a mi vida. Imposible que así sea en la República Argentina, cuya comunidad judía, de medio millón de integrantes, es, por su número, la tercera colectividad hebrea del mundo. Imposible que así sea para argentinos como quien suscribe, con edad suficiente para recordar los horrorosos atentados contra las antiguas sedes de la embajada israelí en Buenos Aires y de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), cuya investigación judicial sigue sin ser satisfactoria al día de la fecha. Imposible que así sea para argentinos como quien suscribe, hijo de miembros de la comunidad médica argentina, tan abundante en judíos.
Cursé mis estudios primarios (y parte de los secundarios) en una escuela privada laica con un alumnado mayoritariamente judío, a cuyo lado despertó mi conciencia política, a raíz de la consagración de la figura del doctor Raúl Alfonsín, consumada en 1983 y apoyada con entusiasmo por la comunidad judeo-argentina y quien suscribe, para desesperación del peronista impenitente de mi padre. Teniendo yo catorce años, el judío César Milstein devino en el quinto Premio Nobel argentino consagrado en menos de medio siglo. Tuve una odontóloga y un psicoterapeuta judíos. Judíos son algunos de los mejores amigos de mis padres, unidos a estos últimos hace décadas por inquebrantables lazos de amistad y próximos a mi familia en la buena y en la mala. Judíos son algunos de mis mejores amigos
He tenido oportunidad de interiorizarme sobre los evitables horrores del absurdo antisemitismo y solidarizarme con sus víctimas, mediante la lectura de impactantes libros, que también me permitieron documentarme sobre la cultura judía. Entre ellos figuran La memoria de Abraham, de Marek Halter, Los judíos secretos. Historia de los marranos, de Cecil Roth o la monumental Historia de los judíos, de Paul Johnson. Ni qué decir de ciertos textos literarios de autores judíos, como El proceso, de Franz Kafka, o Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff.
Empecé a entusiasmarme con la música al caer en manos, en vísperas de mi décimo quinto cumpleaños, una versión magnetofónica de la Quinta Sinfonía de Beethoven y la Sinfonía Inconclusa de Schubert, interpretada por la Filarmónica de Nueva York y dirigida por el afamado director de orquesta judeo-estadounidense Leonard Bernstein.
Pocas películas han parecido tan conmovedoras o polémicas a quien suscribe, veterano cinéfilo impenitente, como E.T., El color púrpura, El imperio del sol, La lista de Schindler y Munich, del cineasta judeo-estadounidense Steven Spielberg, cuyo connacional judío Woody Allen figuró entre mis cineastas predilectos de mis años de estudiante secundario. Imposible olvidar joyas cinematográficas como Broadway Danny Rose, La rosa púrpura de El Cairo, Hannah y sus hermanas, Manhattan, Días de radio, Annie Hall, Play it again, Sam.
Aprecio mucho a los judíos. Y, como los aprecio, me duelen ciertas actitudes suyas, a mi entender evitables. La agresiva intervención militar israelí en la Península de Gaza, arreciada en los últimos días, constituye a mi entender un ejemplo palmario de esas actitudes. Lo triste del tema es que el gobierno israelí y la comunidad judía internacional están haciendo caso omiso de las buenas advertencias de los organismos multinacionales, llegando al extremo de obstaculizar el ingreso de ayuda humanitaria para el castigado pueblo palestino.
Shemá, Israel. Escucha, Israel. Tu pueblo es un pueblo de víctimas, no de victimarios. Es el pueblo de los esclavos de los faraones y de Nabucodonosor. Es el pueblo de la Diáspora, de las víctimas de la Inquisición, de los pogroms y de la Shoah. Es un pueblo destinado a superar la visión lacrimógena de su pasado, siguiendo el consejo de David ben Gurión, no a remover estúpidamente el cuchillo en la herida. Es un pueblo destinado a hacer la paz, no la guerra. Los palestinos son musulmanes. ¿Acaso tu pueblo olvida que el Islam protegió a los judíos perseguidos por la cristiandad europea? ¿Es posible que tu pueblo haga la guerra a sus antiguos benefactores y conviva pacíficamente con sus otrora perseguidores?
Lamentablemente, los judíos conscientes de su destino de paz parecen escasear en la actualidad y son tildados por sus propios correligionarios, con esas u otras palabras, de infames traidores a su colectividad. Es el caso de nuestro compatriota Daniel Barenboim, gran director de orquesta con un hermoso discurso conciliador injustamente menospreciado por muchos judíos, quienes no aprueban su bella iniciativa de crear una orquesta binacional palestino-israelí y su insistencia en tener más en cuenta los indiscutibles méritos musicales de Richard Wagner que el antisemitismo del genial compositor alemán del siglo XIX.
Shemá, Israel. Escucha, Israel. Como el personaje de Singer, tu pueblo necesita actualmente autocriticarse y reinventarse a sí mismo. Como muchos no-judíos. Que Dios ilumine a la Humanidad, judía o no, en lo tocante a tan noble propósito.

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