Tuesday, January 20, 2009

Desgobernados y desinformados

En mi entrada Sin medios y sin Estado, publicada en este espacio el 16 de noviembre de 2008, intenté imaginarme, basándome en la singularísima novela Diario de la guerra del cerdo, de mi inolvidable compatriota Adolfo Bioy Casares, una sociedad librada de una excesiva injerencia mediática y gubernativa, por no decir de toda intervención de tales características.
Por estos días, leyendo La campesina, gran novela del escritor italiano Alberto Moravia, descubrí, en otro texto literario de alta calidad, otro ejercicio de imaginación de ese jaez. En su relato, Moravia narra las peripecias de Cesira, campesina trasladada a Roma en su juventud y convertida en esposa de un cínico comerciante de la Ciudad Eterna y madre de la muy católica Rosetta. Al enviudar, Cesira hereda la tienda de su esposo, enfrascándose en su hábil conducción del negocio marital, bruscamente interrumpida por el ingreso de Italia en la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente dislocación de la vida socioeconómica italiana. La nueva situación itálica impulsa a Cesira a replegarse hacia su patria chica, junto con su hija, quien, acostumbrada a la vida citadina y enamorada de un soldado enviado al frente yugoslavo, acata de mala gana la decisión materna.
Cesira y Rosetta desembarcan en una inhóspita región montañosa, donde apechugan trabajosamente con los desconfiados nativos, tan castigados por la contienda como las dos forasteras. Los montañeses, gente dura y mayoritariamente iletrada, luchan por sobrellevar airosamente una ingrata cotidianeidad, signada por la carestía, la escasez de alimentos y la falta de noticias y de una autoridad clara. La comida está carísima y difícil de hallar, situación esporádicamente matizada por opíparos banquetazos de sopa de pasta y pétreo queso de oveja. Los sufridos personajes de Moravia repiten empecinadamente que los aliados pronto los rescatarán de las garras del abusivo invasor alemán, que los priva reiteradamente de alimentos y deporta a tétricos campos de concentración germánicos. Los meses pasan, la comida sigue escaseando y sin abaratarse, los aliados no llegan y los alemanes siguen causando, tras un barniz de teutónicos buenos modales, verdaderos estragos entre los harapientos italianos sometidos, al principiar 1944, a la ya tambaleante tiranía nazi.
Los montañeses de Moravia, ávidos de buena comida e información confiable, envían, contra el pago de una suma de dinero, a Paride, un hombre buenazo y cándido, tan analfabeto como sus famélicos coterráneos, al remoto domicilio de un médico, habitante de un pequeño pueblo, poseedor de uno de los contados aparatos de radio de la región y eventual fuente de información adicional de los iletrados campesinos, sin otro acceso a los medios que la del joven Michele, único graduado universitario de su montañés caserío, cuyo rudimentario conocimiento de la lengua alemana le permite acceder de algún modo a los desconsiderados invasores germanos y los esporádicos y poco fiables comunicados militares redactados, por manos alemanas o inglesas, en el idioma de Thomas Mann.
Al cabo de tres días, Paride regresa al lado de sus compañeros de infortunio. Vuelve con las manos casi vacías, pues en su lugar de destino la comida escasea tanto como en la zona de residencia del ingenuo montañés, quien presenta un delirante parte de situación, que atribuye el presunto fracaso del célebre desembarco aliado en Anzio al inoportuno compromiso nupcial de la guapa hija de un almirante estadounidense, principal responsable del operativo militar, con el vástago del general en jefe de las fuerzas estadounidenses en Europa. Con su cruel ironía, el ilustrado Michele pone en duda la objetividad del informe del crédulo Paride, preguntándole con sorna si recibió tal información por vía radial o, en su defecto, de boca de un poco creíble cantor callejero apostado en la plaza del pueblo de residencia del citado facultativo.
Privados de medios y Estado, los empobrecidos personajes de Moravia no saben quién está ganando una guerra responsable de la devastación de naciones enteras y la muerte de 55 millones de seres humanos. Tampoco saben quién está gobernando Italia. ¿Los fascistas? ¿Los alemanes? ¿Los aliados? Imposible saberlo con certeza en esos ásperos pasajes sujetos a crueles privaciones. Sólo Michele, único erudito de una comunidad analfabeta, afirma clarividentemente que los jactanciosos alemanes tienen la guerra perdida de antemano, vaticinio ratificado en el cercano año de 1945, cuando los personeros del vanidoso III Reich firmen ante una delegación aliada el armisticio de Reims, que, a diferencia de la paz de Versalles, humillación mayúscula para la nación germánica, Alemania no podrá vengar, debiendo incluso soportar la prolongadísima bipartición de su territorio impuesta por la Guerra Fría, recién superada con la reunificación alemana de 1990.
A excepción de Michele, verdadero predicador en el desierto, nada de eso saben ni intuyen los sufridos personajes de Moravia. Aún faltan largas décadas para materializar el acceso de remotos pueblos de Italia y muchos otros países a la televisión satelital, a la Internet y a las notebooks con wi-fi, cuya invención dista años luz del contexto histórico relevado por el literato italiano. Que no siempre son garantía, en el mundo actual, de una adecuada información mediática y de consolidación de una autoridad estatal frecuentemente tan alicaída como en el tramo del pasado recreado por Moravia, aunque la actual crisis económico-financiera internacional haya incitado a numerosos gobernantes a preconizar el refuerzo de la intervención gubernativa.
El caso argentino patentiza nítidamente esa urticante realidad de nuestro tiempo. La irresponsable liberalización de nuestros mass media, decretada con absurda precipitación por la administración menemista y aparentemente irreversible casi dos decenios después, ha deformado tanto la visión de la realidad nacional como la falta de información cotidianamente soportada por los sufridos personajes de Moravia. Esa espeluznante situación parece tan difícil de superar como el aterrador retroceso estatal de decenios anteriores. Pero ello no anula en absoluto el carácter imprescindible y factible de su saludable, inmediata y plena superación. Esforcémosnos por materializarla por el bien de todos.

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