Sunday, December 17, 2006

El renacimiento de una nación

El 19 y 20 de diciembre de 2001 la Argentina ardía. A casi siete años del "efecto Tequila", su primer cimbronazo, colapsaba ignominiosamente el paradigma socioeconómico neoliberal, situación agravada por una profunda crisis político-institucional. Se hizo añicos la apatía social del decenio anterior. Reapareció dramáticamente lo que Bartolomé Mitre denominó "el pueblo de la plaza pública".
Difícil es olvidar esas aciagas jornadas. ¿Qué pito tocaba yo en ese asunto? Yo era (ni más ni menos) ese "ciudadano común de la democracia" postulado por el nunca bien ponderado por Jorge Luis Borges, el "que lo mira por TV" postulado por el cántico popular. Refugiado en la seguridad de mi hogar, me salvaba de ser alcanzado por las balas de goma disparadas por la Policía Montada contra los indignados manifestantes congregados en Plaza de Mayo, que yo contemplaba angustiosamente en una pantalla televisiva también atravesada por un harapiento cacerolazo rosarino, mientras intentaba tranquilizar telefónicamente a mi octogenario abuelo, actualmente alejado de este mundo.
En 1989 había presenciado la bochornosa partida anticipada del presidente Raúl Alfonsín, quien despertase mi conciencia política en 1983 y a cuyo correligionario Eduardo Angeloz, políticamente finiquitado pocos años después, dedicase mi primer voto pocas semanas antes de la dimisión del mandatario radical. Doce años después, yo presenciaba la caída de su copartidario Fernando De la Rúa, uno de los políticos argentinos otrora más respetados por quien suscribe. Mis votos de 1991, 1992 y 1999 habían contribuido a crearle diputado, senador y presidente. Como también lo hicieran mis votos de 1994 y 1995 en favor de la reelección del presidente Carlos Menem, cuya cuestionable política socioeconómica había contribuido a implementar la fatídica Alianza y ungir el desastroso gobierno delarruista, situación también propiciada por mis votos de 1997 y 1999.
No pretendo ser mejor o peor votante que mi conciudadano promedio. No exijo políticos impolutos, siendo que yo mismo tampoco soy inobjetable. En mis dieciséis años de votante sólo debo haber votado un candidato presuntamente intachable: me refiero al veterano dirigente demoprogresista Rafael Martínez Raymonda (de irrisorio caudal electoral e ingenuamente votado por quien suscribe en los comicios legislativos de 1993, en que emití mi único voto en favor de los candidatos minoritarios, a quienes posteriormente me juramenté no votar, por no representar el sentimiento del ciudadano promedio).
A cinco años de la ignominiosa caída del presidente De la Rúa, observo con inquietud que el panorama político-institucional argentino se ha estabilizado menos que el panorama socioeconómico. Ayer la Universidad de Buenos Aires, tras un doloroso proceso, logró ungir a su nuevo rector en el mismo Congreso que presenciase, un quinquenio atrás, la traumática salida del poder de los ex presidentes De la Rúa y Adolfo Rodríguez Saá. Reaparecieron obligadamente en escena los mismos efectivos de seguridad actualmente acusados de excesos en la represión del virulento movimiento opositor de diciembre de 2001. Las fuerzas del orden (entonces al servicio de un gobierno obsoleto)debieron proteger, armas en mano, un proceso perfectamente realizable de manera pacífica y coherente. Ese dramático episodio recuerda que ciertos argentinos aún sucumben a la tentación de tratar de resolver los principales problemas nacionales por la fuerza, como lo intentasen los gobiernos de facto del siglo XX argentino y el terrorismo civil del periodo 1970-1975, este último responsable de la implementación del "terrorismo de Estado" preconizado por el feroz régimen militar instaurado en marzo de 1976. Afortunadamente, el actual argentino promedio rechaza ese desaconsejable atajo. Bueno sería que esa cordura perdurase. A cinco años de esas fatídicas jornadas de diciembre de 2001, es lo mejor que podemos desear para nuestra castigada patria.

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