Wednesday, February 23, 2011

El Camino de Santiago

En sus impactantes novelas Conversación en La Catedral y No se lo digas a nadie, ambientadas en la segunda mitad del siglo XX, los peruanos Mario Vargas Llosa y Jaime Bayly otorgan el status de protagonistas principales de sus relatos a Santiago Zavala y Joaquín Camino, jóvenes deseosos de eludir los convencionales destinos existenciales reservados para la juventud de la alta burguesía limeña, su prejuiciosa clase social de procedencia. Santiago y Joaquín se niegan a acatar el mandato familiar de convertirse en abogados y trabajan como periodistas. Santiago rehuye la comodidad del hogar paterno y reside desinteresadamente, durante años, en una humilde pensión, hasta que su matrimonio (contraído, para horror de su prejuiciosa madre, fuera de su entorno social de origen) lo impulsa a mudarse con su esposa a un modesto departamento de alquiler, llegando a desdeñar (para perplejidad de su hermano, escrupulosamente ceñido al libreto del limeño “decente”) su nada deleznable tajada de la nada despreciable herencia material paterna, en una actitud recordatoria del ascetismo contrapuesto por Alejo Karamazov al hedonismo de su padre y hermanos en la alucinante novela Los hermanos Karamazov, de Feodor Dostoievski, contrapunto señalado por quien suscribe en este mismo espacio, en su entrada
Valores devaluados, del 17 de agosto de 2008. Joaquín rechaza el convencional destino masculino que intenta imponerle su autocrático progenitor, a quien enerva con su firme decisión de ser homosexual y radicarse en Miami, en compañía de su pareja homoerótica y lejos de la opresiva tutela de sus mayores. Santiago y Joaquín parecen rendir tributo a una atinada apreciación de los hermanos Taviani, que sostiene que todo hijo debe lastimar a su padre para hacerse adulto.
Similar destino conocieron los hijos y nietos argentinos de los numerosísimos inmigrantes europeos desembarcados en la Argentina en un periodo ubicable entre los años 1890 y 1920. Entre dichos inmigrantes figuraba mi bisabuelo Manuel, padre de Alfredo, mi abuelo paterno. Manuel llegó a la Argentina en 1914, a la edad de 24 años, procedente de su Galicia natal. Falleció en la Argentina de 1951, 19 años antes de mi nacimiento.
Seguramente, Manuel era muy pobre, como otros tantos inmigrantes llegados a la Argentina de aquellos años. Según Alfredo, Manuel era estibador portuario de la Bunge & Born, que pagaba sus jornales en vales de comisariato. Manuel fue un prolífico padre de familia, como otros muchos inmigrantes arribados a la Argentina de aquel entonces, a la cual él y mi bisabuela Genoveva dieron seis hijos varones, el mayor de los cuales, Alfredo, nacido en 1918, debió empezar a trabajar a los ocho años, para engrosar los magros ingresos familiares con su modesta paga de repartidor de panadería.
La Argentina reservaba a Alfredo un destino vital más gratificante que el sobrellevado por sus mayores. A los 26 años, Alfredo se convirtió en propietario de una panadería. Alentado por su ascenso socioeconómico, mi abuela Elena y la estudiosa idiosincrasia de mi padre Alberto, nacido en 1941, Alfredo decidió dar a su único hijo la educación que Manuel y Alfredo no habían podido tener. Tras completar estudios primarios en escuelas públicas de Avellaneda y Lanús, Alberto completó estudios secundarios y universitarios en el Colegio Nacional de Adrogué y la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, prestigiosas instituciones educativas de las décadas de 1950 y 1960. Alberto fue el primer miembro de mi familia paterna en completar estudios medios y superiores; ninguno de sus mayores había rebasado la escuela primaria. Alberto obtuvo su diploma de médico en 1965, efectuando una destacada trayectoria profesional como médico de hospital y consultorio y, ante todo, como médico allegado a la industria farmacéutica, de la cual se desvinculó a raíz de su jubilación, concedida en 2006, para proseguir meritoriamente su labor profesional en el campo social.
Alfredo falleció en 2003, tras haber recorrido escrupulosamente, como Alberto, el camino trazado por ese viejo programa argentino de autorrealización que quien suscribe solía denominar, hacia 1998, el “proyecto del inmigrante”. Según mi muy casero razonamiento sociohistórico de aquel entonces, quien suscribe y su hermana María, nacida en 1972, no tenían lugar en el “proyecto del inmigrante”, agotado por imperio de muy cambiantes circunstancias históricas.
A nadie deslumbra, en la Argentina de 2011, que un individuo sea comerciante o graduado universitario. En la Argentina de 2011, ambas posibilidades son, simplemente, opciones vitales tan válidas como ser taxista o plomero. El actual argentino promedio no entroniza a su médico. Sólo le pide lo indispensable: que desempeñe debidamente su rol social de agente sanitario. María y yo, bisnietos de Manuel, sabemos, para nuestra felicidad, que nuestro destino existencial no pasa por hacer lo que no pudieron hacer nuestros mayores. Jugando con el apellido del héroe de Bayly, el nombre del personaje de Vargas Llosa y la denominación de la clásica peregrinación católica por la patria chica de Manuel, podríamos decir que María y yo debemos, como tantos otros bisnietos argentinos de inmigrantes europeos, recorrer el “Camino de Santiago”. En otras palabras, nuestro propio camino, aunque sus lógicas diferencias respectos del “proyecto del inmigrante” puedan ofuscar comprensiblemente a nuestros mayores.

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