Friday, October 15, 2010

Ponencia “Clima de ideas en la Argentina (1880-1910). Joaquín V.González, El juicio del siglo y la política facciosa”

Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Instituto de Enseñanza Superior Nº 1 “Dra.Alicia Moreau de Justo”
Profesorado en Historia
Equipo de Trabajo “El Bicentenario de la República”. Jornadas 2010
Coordinadora: Prof.Francisca Beatriz La Greca

Título de la ponencia: “Clima de ideas en la Argentina (1880-1910). Joaquín V.González, El juicio del siglo y la política facciosa”

Fecha de presentación: miércoles 13 de octubre de 2010

Hipótesis inicial
:

La vida de González no sólo discurre en el marco de profundas transformaciones fisonómicas para la Argentina, sino también en el marco de un efervescente clima de ideas. En dicho clima de ideas debe situarse El juicio del siglo, balance de nuestro primer siglo republicano redactado con motivo del Centenario. Esta ponencia pretende considerar principalmente el contexto histórico del trayecto vital de González y su visión de la historia argentina, haciendo especial hincapié en sus referencias al espíritu faccioso de la política argentina.

Texto de la ponencia:

Ante todo, buenas tardes/noches a todos los presentes.
Joaquín Víctor González, más conocido como Joaquín V.González, nació en Nonogasta, La Rioja, el 6 de marzo de 1863, y murió en la ciudad de Buenos Aires el 21 de diciembre de 1923. Como sus contemporáneos Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento, González fue una figura polifacética: político, historiador, educador, filósofo, literato, gobernador de su provincia, ministro de la Nación, miembro de la Real Academia Española y de la Corte Internacional de La Haya. También fue fundador de la Universidad Nacional de La Plata y creador de un célebre profesorado porteño posteriormente rebautizado en su honor. Falleció siendo Senador de la Nación, demostrando un compromiso cuasi-vitalicio con la función pública.
De la vasta producción escrita de González, he decidido abordar, en esta breve intervención mía, su ensayo histórico El juicio del siglo, cuya primera edición, aparecida con motivo del centenario de la Revolución de Mayo, celebró sus primeros cien años en mayo del corriente año, coincidiendo con la imponente celebración del Bicentenario. El centenario de El juicio del siglo inspiró a Natalio Botana un bello y erudito artículo conmemorativo publicado en el diario La Nación, responsable, hace ya cien años, de la primera edición del clásico texto de González. Dicho artículo, que aquí no analizaré por una cuestión temporal, ha inspirado esta modesta presentación mía.
Remitiéndome al análisis de Natalio Botana y Ezequiel Gallo, trazaré una rápida semblanza del contexto histórico del trayecto vital de González. La vida de González no sólo discurre en el marco de profundas transformaciones fisonómicas para la Argentina, sino también en el marco de un efervescente clima de ideas, al cual ni siquiera fue ajeno una figura de escasa talla intelectual como la de Julio Argentino Roca, protector de González. Durante su primera presidencia, Roca estuvo inserto en un “nacionalismo unificador” a la sazón “en boga en Europa, donde tenían sus expresiones más llamativas en los procesos de unificación nacional de Alemania e Italia” . Nacionalismo unificador manifestado, en el caso argentino, “en la extensión de la soberanía nacional, dentro del territorio percibido como propio, y en la unificación de las distintas entidades que componían ese territorio bajo el firme liderazgo de las autoridades nacionales”. En ese clima de ideas, caben destacarse numerosos hitos. Podríamos mencionar la polémica suscitada entre Pedro Goyena y Delfín Gallo durante el Congreso Pedagógico de 1882, preludio del triunfo laico en el proceso coronado con la sanción de la célebre ley 1420 de enseñanza primaria obligatoria y gratuita. Podríamos mencionar la intervención senatorial del ministro Filemón Posse a favor de la ley de matrimonio civil de 1888, actualmente definible como un antecedente remoto de la ley de matrimonio igualitario sancionada durante el año en curso. Podríamos mencionar la idealización del pasado anterior a la asunción presidencial de Miguel Ángel Juárez Celman, efectuada por los antijuariztas y acompañada de una “exaltación de la actividad cívica”. Podríamos mencionar el rechazo de la “desmovilización ciudadana” aparentemente preconizada por la Generación del 80 y recusado por sus opositores. Podríamos mencionar la promoción de la activa intervención estatal en la vida económica atribuida por Botana y Gallo a figuras presuntamente liberales como Roca y Juárez Celman. Podríamos mencionar la antinomia entre ganadería y agricultura presente en los debates del decenio de 1880 sobre el futuro de la vida rural argentina. Podríamos mencionar el conflicto entre el acuerdismo mitrista y el antiacuerdismo alemnista, suscitado en 1891 y génesis del radicalismo. Podríamos mencionar el enfrentamiento mediático-ideológico suscitado entre radicales y roquistas durante los alzamientos radicales provinciales de 1893. Podríamos mencionar, al llegar al año 1892, la alusión de Augusto Belín Sarmiento al “contrapunto entre intransigencia revolucionaria y acuerdismo evolucionista” y el incipiente “reformismo de prosapia católica, antirrevolucionario, crítico de la oligarquización del poder y, sin embargo, adicto a una férrea defensa del orden constitucional”, promovido por Indalecio Gómez y preanuncio del reformismo socialista de 1896 y del regeneracionismo yrigoyenista. Podríamos mencionar la “polémica entre centralización y descentralización” inaugurada por el debate de 1880 sobre la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Podríamos mencionar la denuncia de la “mascarada” de una “república federal” encubridora de “un unitarismo predominante y expansivo”. Esa denuncia es presentada en 1898 por Estanislao Zeballos y refrendada en 1908 por Rodolfo Rivarola e impulsa el “análisis descarnado” de un Manuel Pizarro proclive a postular un mundo ineluctablemente encaminado “hacia una acentuada centralización política”. Centralización política controlable, según Leandro Alem, mediante una profundización de “la política federalista” y, según la Liga del Sur de Lisandro de la Torre, mediante la apelación al municipalismo. En ese efervescente clima de ideas, podríamos mencionar los entredichos sobre el federalismo que permitieron, hacia 1900, trazar el marco de circulación de “variados experimentos reformistas”. También podríamos mencionar el debate parlamentario del decenio de 1890 entre proteccionistas y librecambistas, el lugar destacado de la “cuestión social” en el discurso reformista del decenio de 1900, la enunciación de la Doctrina Drago y el inicio de la prolongada vida pública de Alfredo Palacios. También podríamos mencionar la fallida tentativa de 1902 de legalizar el divorcio vincular, que recién encontrará su reglamentación definitiva en 1987. También podríamos mencionar la denuncia de “los vicios oligárquicos que aquejaban al régimen político”, efectuada a principios del siglo XX. También podríamos mencionar el debate sobre servicio militar entablado en 1901 entre Alberto Capdevila y Pablo Ricchieri. También podríamos mencionar la polémica de principios del siglo XX sobre “la obligación política” y “la integración de la sociedad civil en el Estado”. También podríamos mencionar el “ambicioso programa de educación patriótica” de José María Ramos Mejía y el “clima de autocuestionamiento” atribuido por Zeballos a “un sector de la clase gobernante” de principios del siglo XX, apreciación empalmable con las denuncias de José Nicolás Matienzo sobre la corrupción política reinante hacia 1910. Podríamos mencionar, finalmente, el largo camino hacia el sufragio universal (iniciado en 1902 con la sanción de la ley de representación uninominal por circunscripciones, execrado por el anarquismo y rematado en 1912 por la aprobación de la ley de sufragio universal, masculino, secreto, obligatorio y con lista incompleta).
El erudito González no podía permanecer indiferente ante un clima de ideas tan efervescente, cuya extraordinaria densidad refleja fielmente El juicio del siglo. Por cuestiones de tiempo, limitaré mi análisis a una sola de las temáticas abordadas por González: el espíritu faccioso de la política argentina. Espíritu persistente desde los inicios de nuestra vida independiente e históricamente enraizado, según González, en nuestro periodo hispanocolonial y, en menor proporción, en nuestro periodo precolombino.
González define “el juicio del siglo” como una “síntesis crítica” de la historia argentina del periodo comprendido entre 1810 y 1910. Durante el primer siglo posterior a la Revolución de Mayo, el “dinamismo general” de la Argentina ha encontrado, según González, una de sus “fuerzas más permanentes y decisivas” en “la pasión de partido, las querellas domésticas, los odios de facción, la ambición de gobierno o de predominio personal”. Según González, ese espíritu faccioso se enraíza históricamente con el “sistema despótico, mezquino, inquisitorial, prohibitivo y mercantil” impuesto por la Corona española a sus dominios sudamericanos en un periodo iniciado hacia 1550 y prolongado hasta el reinado del monarca español Carlos III, extendido entre 1759 y 1788. Según González, la gestión gubernativa de Carlos III, promotor de las célebres reformas borbónicas o carloterceristas, pretendió insuflar un cierto aire innovador en el ámbito hispanocolonial sudamericano. En Sudamérica, la política hispanocolonial precarlotercerista, tachada de “egoísta” por González, había cerrado obstinadamente “todas las puertas al espíritu cívico de la sociedad nativa”. “En tal estado político, en tal predisposición de alma”, escribe González, “era natural que toda impulsión de reforma liberal, (…) se manifestase en ella con intensidad y fuerza”. Según González, esas impulsiones de reforma liberal también explicarían por qué “la experiencia heroica de autodefensa y liberación de la colonia rioplatense” contra las Invasiones Inglesas revelasen “en sazón” a “las fuerzas materiales” destinadas a sustentar “en el terreno de los hechos” una “conciencia ya formada de la independencia”.
Según González, podemos definir el “estado social” imperante en el Plata hacia 1800 como un marco situacional auxiliado por “la unidad política y despótica” al solo efecto de constituir la homogeneidad poblacional “en una sola entidad nacional, mientras que las concesiones, franquicias y experiencias de la libertad, en cuanto pudieron influir sobre la conciencia común, sólo sirvieron para determinar el impulso de la emancipación colectiva (…) del secular despotismo, y sobre el vasto territorio, que un nuevo concepto de soberanía le señalaba como un dominio propio, como asiento destinado a la vida futura de una nacionalidad nueva”.
Al analizar la Guerra de Independencia, González alude al “invencible poder del sentimiento y (…) conciencia social de la independencia”, definiéndolo como el único componente capaz de “sobreponerse a los peligros y desastres” permanentemente alzados por “la discordia y las rivalidades de personas, (…) facciones y partidos (…) contra la marcha de la guerra emancipadora en sus focos más intensos y cálidos”. Al postular discordia y rivalidades personales, González alude a una “ley histórica invariable”, rectora permanente de la vida política argentina. Ley consistente, según González, en el “predominio de la ambición, la posesión y la preocupación del gobierno, sobre todos los demás móviles que determinan los sucesos”, con la consiguiente adquisición de “un valor superior” por parte del “factor personal”. González parece definir la historia política argentina como “una guerra continuada de sometimiento y de unificación, de resistencias parciales o regionales, y tentativas libertadoras en distintos periodos del largo despotismo, siempre ahogadas en sangre o disueltas por el destierro”.
En el contexto histórico-político argentino, González postula una “tesis o ley argentina de las discordias internas”. Discordias internas que, según González, conspiran “sin tregua contra la integridad material e institucional de la patria”. Discordias internas acompañadas, según González, de “movimientos armados (…) contra las tiranías” y sus “tendencias antagónicas (…) en su cruenta lucha de predominio”. Discordias internas que, según González, impidieron consolidar el régimen gubernativo argentino “hasta 1860”. Discordias internas responsables, según González, de generar un “estado de descomposición interna que llega a complicar y aun borrar” las fronteras conceptuales más nítidas. Desde dicha perspectiva, González alude a la “ley fatal de la discordia y la guerra civil”, debilitante de “los grandes sentimientos y conceptos de la soberanía e integridad material de la patria”.
González menciona una “penosa y terrible” ley histórica, que “presenta a los argentinos arrastrados por un vértigo sangriento hacia las querellas fratricidas”. Querellas fratricidas que, según González, despedazan y desintegran “en largas intermitencias el cuerpo inmenso” en que debe residir el “alma común” hasta la ponderación definitiva de “la efectividad del dominio o la verdadera magnitud del patrimonio colectivo” por parte del “azar de las fuerzas o el determinismo” de unas “leyes históricas” reducidas por González al denominador común de la “ley histórica de la discordia intestina”. González define esa lección histórica como una lección “profunda y amarga, que debiera repetirse sin cesar y con su hondo sentido patriótico, a todas las generaciones escolares de hoy y de mañana, como la única forma de extirpar las raíces del primitivo mal, para que la semilla del odio (…) se transformase por la lenta evolución en el germen del amor y la tolerancia, como ley social del porvenir y (…) exponente real de la nueva cultura (…)”.
En lo referente a la política facciosa, González postula una clase gobernante argentina carente del “don de la persistencia” y proclive, “apenas oídas las primeras dianas del triunfo”, a volver sus “ojos hacia la plaza pública, (…) a recoger el galardón político de la campaña, o (…) echar todo el peso del prestigio reciente sobre las espaldas del enemigo doméstico”. En lo tocante a los “odios de facción”, González acusa a “la pasión política” de haber cegado “los sentimientos patrióticos de muchos argentinos”, limitando su pensamiento al “triunfo” de los odios de facción.
González también alude al “fantasma de las viejas regresiones”, reaparecido con su “fisonomía inconfundible” durante las “crisis parciales” de la “vida institucional argentina”. A ese fantasma, González sugiere oponer el alerta “espíritu cívico y patriótico de un pueblo consciente de un destino superior”. En dicho contexto, conviene, según González, imponer una “guardia veterana e incorruptible al (…) tesoro común de las instituciones”, pues “el problema de la disolución moral de la nación está en tela de juicio” de imperar exclusivamente el “interés o (…) influencia personal del que manda, (…) el factor de la amistad y el vínculo de grupo, de familia, de necesidad o del éxito del día”.
Según González, la exacerbación del espíritu faccioso puede traducirse en una “antinomia completa” entre el “pueblo y su clase gobernante”. Antinomia acompañada, según González, de “una diferencia de nivel o (…) planos”, que imposibilita la “conjunción y asociación de ideas y fuerzas” entre el pueblo y sus gobernantes. Desgraciadamente, las educaciones escolar y vital no han podido, según González, “abatir los troncos robustos” colocados en “nuestros hábitos” por “los vicios, violencias, errores y fraudes originarios de nuestra reconstrucción nacional”. Vicios, violencias, errores y fraudes constitutivos, según González, de una “tendencia retrógrada o degenerativa que vive y trabaja y reacciona de tiempo en tiempo en nuestro organismo nacional”. En la historia de ese organismo nacional pueden, según González, “regresiones, (…) abusos, (…) corrupciones y sumisiones”, cuyas raíces deben ser corregidas o eliminadas por “la educación futura”. Regresiones, abusos, corrupciones y sumisiones. Males dependientes, según González, “de los caracteres generales de la cultura política del país”.
Para redondear esta exposición, permítaseme decir, con palabras de González, que la “historia es una enseñanza y una fuerza de expresión en la labor de un pueblo (…) cuando es verídica, honrada y justiciera; pero en las condiciones contrarias, sólo puede conducir a falsas deducciones y a posiciones engañosas, cuando no equívocas o peligrosas para la propia estimación y respeto”.
Muchas gracias.

Expositor: Prof.Ernesto Sebastián Vázquez
Buenos Aires, agosto-octubre de 2010

0 Comments:

Post a Comment

<< Home