Sunday, December 23, 2007

Navidad trágica

En vísperas de la Navidad de 2001, los argentinos no teníamos motivos de jolgorio. La economía no lograba superar su prolongado estancamiento, iniciado en 1995 con el "efecto tequila". El default era inminente. La desocupación batía récords históricos. El gobierno de turno (iniciado como un gobierno de coalición) ya ni siquiera era un gobierno. Su inoperancia era aterradora. Nuestro país vivía horas sombrías.
En los días 19 y 20 de diciembre, la situación estalló. Un pueblo hastiado ganó las calles y no vaciló en apelar a la violencia para manifestar su hartazgo. Durante doce años, la Argentina había pagado un costo insufrible por un saludable cambio de mentalidad y estructura. Había llegado la hora de innovar sin expoliar.
La Navidad de 2001 no fue una feliz Navidad, tal como las Pascuas de 1987, empañadas por el primer pronunciamiento carapintada, no habían sido unas felices Pascuas, pese a lo sostenido por el presidente Raúl Alfonsín desde los balcones de la Casa Rosada, cuando un histórico Domingo de Resurrección declinó a la par del alzamiento castrense. En apenas dos semanas el Sillón de Rivadavia tuvo cinco ocupantes (Fernando De la Rúa, Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Caamaño y Eduardo Duhalde), teóricamente suficientes para veinte años de estabilidad institucional.
Quien suscribe, atrincherado ante un televisor sintonizado en su departamento, intentaba tranquilizar a Alfredo, su lúcido abuelo paterno, de 83 años, actualmente extinto, quien telefoneó a su nieto de 31 abriles en procura de sosiego, alarmado ante los dramáticos sucesos documentados por los mass media-basura heredados de la década menemista. Por la memoria de Alfredo debían desfilar los golpes y pronunciamientos militares del siglo XX argentino, de los que mi abuelo fuese testigo. Pero en diciembre de 2001 no había militares derrocando gobiernos constitucionales y proscribiendo partidos políticos. Había un pueblo expulsando a un gobierno avalado hacía poco más de dos años por más de siete millones de votos emitidos en comicios intachables. Según una fuente periodística, Antonio De la Rúa, durante una angustiosa reunión en la Casa Rosada, había equiparado la inminente caída de su padre con el derrocamiento de su correligionario Arturo Illia, siendo refutado en los siguientes: "A Illia lo volteó Onganía, Antonito. ¿No ves que a nosotros nos está volteando el pueblo?"
Sí, la Navidad de 2001 no fue una feliz Navidad. Difícil que lo fuese en medio de la gravísima situación socioeconómico y político-institucional a la sazón cernida sobre la república. Difícil comprar regalos y manjares en hogares azotados por la desocupación y subocupación. Difícil comprarlos con las extracciones bancarias limitadas a 250 pesos semanales y los ahorros atrapados en el tristemente célebre "corralito". Difícil comprárselos alegremente a comerciantes constreñidos a aceptar el pago en patacones, lecops, las flamantes tarjetas de débito, dólares o euros, asediados por el fantasma de la bancarrota, asistidos por empleados amenazados por el espectro de una cesantía insuperable o por hijos momentáneamente imposibilitados de conseguir empleos más convencionales e impelidos a considerar seriamente la posibilidad de emigrar en busca de mejores horizontes. Difícil brindar con alegría con el Congreso Nacional atacado por hordas enfurecidas y un Rodríguez Saá consiguiente impelido a dar por finalizada su efímera presidencia. No, aquella no fue una feliz Navidad.
Seis años después, la situación es muy distinta. La economía crece a buen ritmo desde hace casi cinco años, ininterrumpidamente. El neoliberalismo parece haberse convertido en cosa del pasado. La gente tiene trabajo, dinero para consumir y motivos para celebrar. La Navidad de 2007 promete ser una feliz Navidad. La pregunta cruel es: ¿hasta cuándo durará esa buena tendencia? El tiempo dirá.

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