Sunday, January 07, 2007

Sepa el pueblo votar

La Argentina fue uno de los primeros países con una ley electoral. En 1821, Bernardino Rivadavia, a la sazón ministro de Gobierno bonaerense, promulgó una ley de sufragio universal masculino y optativo, cuya implementación se vio frustrada por la difícil situación interna de la Argentina del decenio de 1820, la guerra del Brasil, la instauración de la prolongada dictadura rosista y la compleja situación interna de la Argentina posrosista. La batalla de Pavón marcó un punto de inflexión. La ley rivadaviana permitió ungir a los cuatro presidentes encargados de coordinar el primer gran proceso de transformación de la Argentina independiente (Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca). Sin embargo, la implementación de la normativa se vio jaqueada por los vicios de la política criolla. Los comicios resultantes abundaron en situaciones de fraude electoral y violencia política. La aplicación de la legislación electoral se vio obstaculizada por la corrupción política, el carácter optativo del sufragio y la renuencia de los numerosísimos inmigrantes europeos de la época a acatar la disposición legal que los obligaba a naturalizarse para poder votar, mantenida hasta la década de 1990. Roca (dirigente progresista en otros aspectos) contribuyó a deteriorar la praxis electoral al erigirse en un Gran Elector proclive a arrogarse la potestad de digitar la siguiente elección presidencial. Su talento para la manipulación política (que le valió el mote de "el Zorro")le permitió designar virtualmente a sus dos sucesores presidenciales (Miguel Ángel Juárez Celman y Manuel Quintana)y sobrevivir airosamente a la caída de Juárez Celman y de otro protegé de Roca, Luis Sáenz Peña). Los días de Roca como Gran Elector concluyeron abruptamente en 1906, con el fallecimiento del presidente Quintana, cuyo sucesor José Figueroa Alcorta eludió astutamente el contralor político del Zorro.
Durante el primer decenio del siglo XX argentino, creció ostensiblemente la ingerencia del radicalismo yrigoyenista. Hipólito Yrigoyen había cofundado el radicalismo con su tío Leandro Alem (de quien posteriormente se distanció) y devenido progresivamente en el dirigente radical por antonomasia. Yrigoyen creía necesario depurar los procedimientos electorales y así se lo sugirió a Roque Sáenz Peña, convertido en 1910 en el sucesor presidencial de Figueroa Alcorta. Dos años después, el presidente Sáenz Peña promulgaba una nueva ley electoral (conocida como "ley Sáenz Peña") que establecía el sufragio universal masculino y obligatorio y la depuración de los padrones electorales. El resultado fue una inmediata y asombrosa depuración de los actos comiciales. En 1914 moría Roca, cuyos herederos impulsaron infructuosamente la conformación de un partido conservador unificado y capaz de contrarrestar el avance radical. En los intachables comicios presidenciales de 1916, Yrigoyen se convirtió en el primer mandatario proveniente de las filas del radicalismo. En 1922 (en otras elecciones igualmente impolutas) otro radical, Marcelo T.de Alvear, se convirtió en en el sucesor presidencial de Yrigoyen. En los irreprochables comicios presidenciales de 1928, este último volvió a ser elegido presidente. No sólo se trató de comicios limpios, sino también concurridos. En los comicios presidenciales de 1916, Yrigoyen obtuvo 325.000 sufragios; en 1928 cosechó 840.000. Esos guarismos eran verdaderamente notables en un país poco poblado y lleno de mujeres e inmigrantes privados del derecho de voto.
El derrocamiento de Yrigoyen (consumado el 6 de septiembre de 1930) condujo a la reintroducción del inescrupuloso modus operandi político oligárquico preconizado desde 1880. La dictadura del general José Félix Uriburu intentó silenciar electoralmente al radicalismo. Sus sucesores Agustín P.Justo y Roberto M.Ortiz fueron ungidos en comicios fraudulentos. La intención del presidente Ortiz de combatir el fraude electoral se vio frustrada por su precaria salud, que lo obligó a delegar la presidencia en su vicepresidente Ramón Castillo, partidario del fraude derrocado por el golpe militar del 4 de junio de 1943.
En 1946 Juan Domingo Perón fue consagrado presidente de la Nación en comicios nuevamente intachables, que le otorgaron un millón y medio de votos, cifra nada desdeñable para la época. La promulgación de la ley de sufragio femenino (sancionada en 1947) ampliaría notablemente el número de electores empadronados. La reforma constitucional de 1949 autorizó la reelección presidencial inmediata, vetada por el texto constitucional sancionado en 1853. En las elecciones presidenciales de 1951, Perón fue reelecto por 4 millones de votos. La segunda elección presidencial de Perón no fue fraudulenta, aunque los políticos no peronistas fueron hostilizados por elementos oficialistas.
Los responsables del derrocamiento de Perón (consumado el 16 de septiembre de 1955)preconizaron un acallamiento del peronismo análogo al silenciamiento del radicalismo impulsado por la dirigencia conservadora de la Década Infame. Aunque el radicalismo podía beneficiarse electoralmente de la momentánea marginación del peronismo, el derrocamiento de Perón no impidió una nueva escisión del radicalismo, análoga a la experimentada por el partido de Alem en el decenio de 1920. En las elecciones presidenciales de 1958 se presentaron dos candidatos radicales, portavoces de distintas ramas del mismo partido. Arturo Frondizi, candidato presidencial de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), recibió (a instancias de Perón, exiliado en Caracas) los votos de los peronistas, que, sumados a los sufragios emitidos por los ucristas, le permitieron derrotar cómodamente a su rival Ricardo Balbín, candidato presidencial de la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP). En 1962 Frondizi fue depuesto por un golpe militar y, en comicios abundantes en votos en blanco emitidos por los peronistas, Arturo Illia, candidato de la UCRP, fue ungido presidente de la República, siendo destituido por el golpe militar de 1966.
La dictadura del general Juan Carlos Onganía preconizó infructuosamente una drástica despolitización de la sociedad argentina, cuya inviabilidad parece haber percibido el general Alejandro Agustín Lanusse, último mandatario del régimen de facto instaurado en 1966. Lanusse promovió la apertura política y en 1973 entregó solemnemente el poder a un gobierno peronista elegido en comicios intachables, pese a sus escasas simpatías por el peronismo.
El derrocamiento de la presidente María Estela Martínez de Perón (consumado el 24 de marzo de 1976) instauró un régimen militar encarnizadamente empecinado en despolitizar a todo precio a la sociedad argentina. El resultado fue nuevamente negativo. En 1982, la inviabilidad de la despolitización fue públicamente reconocida por el dictador Reynaldo Bignone, quien rehabilitó oficialmente los partidos políticos y autorizó elecciones presidenciales, intachablemente celebradas en octubre de 1983, en medio de una fervorosa atmósfera social.
Desde entonces, el electorado argentino ha ungido sucesivamente a sus gobernantes en elecciones inmaculadas, aunque invariablemente precedidas por choques entre los distintos elementos intervinientes en los procesos comiciales. 2007 será un año electoral de peso. Se podrá argüir que la democracia no termina en las urnas. Pero sin elecciones no hay política, y sin política, no hay democracia. La libertad de elección constituye un pilar fundamental de la democracia. Los argentinos no debemos olvidar esa noción fundamental.

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