Sunday, October 18, 2009

“Un país acorralado (1955-1966). Arturo Illia y la política nacional”

Ponencia presentada en las Jornadas 2009 “La Argentina hacia el Bicentenario: identidades, cambios y permanencias” (GCBA-IES Nº 1). Ciudad de Buenos Aires, octubre de 2009

Arturo Umberto Illia, hijo de inmigrantes italianos, nacido en Pergamino en 1900, afiliado al radicalismo en 1918 y graduado de médico en la Universidad de Buenos Aires, residió en la ciudad cordobesa de Cruz del Eje entre 1929 y 1963, alternando su labor facultativa con su actividad política.
Entre 1935 y 1952 Illia ocupó diversos cargos gubernativos: senador provincial, vicegobernador de Córdoba y diputado nacional.
En 1962, el derrocamiento del presidente Arturo Frondizi impidió la asunción de Illia como gobernador de Córdoba. Illia pertenecía al radicalismo del pueblo, rama radical contraria al radicalismo frondizista.
En 1963 Illia asumió la Presidencia de la Nación, siendo derrocado por un golpe militar en 1966. Tras su destitución, Illia se trasladó a la localidad bonaerense de Martínez, donde residió alternando con viajes a Córdoba. Continuó una intensa actividad política en el seno de la Unión Cívica Radical, hasta su muerte, en 1983.
Aquí no pretendo ahondar en detalles biográficos, sino alejar la figura de Illia de los estereotipos estigmatizantes o encomiásticos frecuentemente trazados alrededor de su persona, situando a esta última en el complejo contexto político de su tiempo.
El éxito de la insurrección castrense de 1955 inauguró un nuevo patrón de intervención militar en la política argentina. Entre 1930 y 1955, los militares se habían abstenido de participar directamente en la conducción estatal.
Entre 1955 y 1960, los militares modificaron dicho patrón de intervención, desarrollando un estilo tutelar promotor de la marginación política del peronismo y condicionante de la labor gubernativa frondizista.
Hacia 1960, ciertos elementos militares percibían los inconvenientes del estilo tutelar, que obligaba al elemento castrense a contentarse con las limitadas opciones políticas ofrecidas por los partidos políticos considerados “democráticos” por el discurso tutelar y lo exponía a ser acusado de distorsionar las prácticas democráticas y a una profunda fragmentación interna de la institución militar. Esta última alcanzó su punto más crítico entre 1959 y 1963, a raíz de las confrontaciones entre facciones militares opuestas (“azules” y “colorados”). En 1963, los “colorados” (cerradamente antiperonistas) fueron derrotados por los “azules”, supuestamente legalistas y profesionalistas, liderados por el general Juan Carlos Onganía.
El triunfo “azul” impulsó al elemento castrense a percibir las prácticas tutelares como responsables del desprestigio y fragmentación militares, sin por ello limitarse a sus tareas específicas. Bajo la Administración Illia, se sentaron las bases para la articulación definitiva de la Doctrina de Seguridad Nacional, que recomendaba convertir a las Fuerzas Armadas en las únicas responsables del manejo de los asuntos públicos, con la consiguiente exclusión de los partidos políticos y la abolición de los comicios y los mecanismos parlamentarios.
En 1956, el radicalismo sufrió una de sus periódicas divisiones intrapartidarias. El nuevo cisma radical denotaba una incipiente crisis de representatividad, fruto de la proscripción del peronismo y la pérdida de legitimidad de los demás partidos políticos. Los radicales se dividieron entre los radicales del pueblo y los radicales intransigentes. Los radicales del pueblo, de tendencia balbinista, conformaron la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP). Los “intransigentes” (o “ucristas”), de tendencia frondizista, constituyeron la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI).
Los ucristas acusaban a los radicales del pueblo de complicidad con la oligarquía. Los radicales del pueblo acusaban a los ucristas de traicionar la tradición y doctrina radicales al alinearse con el peronismo y buscar apoyo comunista para acceder al poder.
Las elecciones constituyentes de 1957 y presidenciales de 1963 presenciaron otro fenómeno sociopolítico de esos años: el votoblanquismo peronista masivo, reacción contra el empecinamiento de los antiperonistas más acérrimos en promover la marginación política del peronismo. Los peronistas se abstendrían de repetir ese procedimiento en los comicios presidenciales de 1958 (por orden expresa de Perón, quien desde su exilio ordenó a sus seguidores votar por Frondizi).
En 1962, en vísperas del derrocamiento de Frondizi, se percibía que el frondizismo no había materializado su objetivo de integrar al peronismo. En marzo de ese año, debían celebrarse elecciones de legisladores, gobernadores y vicegobernadores, en las cuales se autorizó la presentación de candidaturas peronistas.
En dichos comicios, los peronistas se impusieron holgadamente sobre el dividido radicalismo de la época. Los militares obligaron a Frondizi a intervenir las nueve provincias ganadas por el peronismo y, finalmente, derrocaron y recluyeron al presidente.
Según Tulio Halperín Donghi, las “vicisitudes políticas” sucedidas en la Argentina desde 1955 “debilitaron decisivamente el imperio del criterio de legitimidad” dentro del discurso radical, con el consiguiente anquilosamiento del partido. Según Halperín Donghi, la “pérdida de atractivos” de la “fe cívica” radical parece haberse debido a la adaptación del radicalismo a “un sistema semidemocrático” de “criterios limitativos”, inicialmente apoyado con entusiasmo por el radicalismo.
Según Halperín Donghi, la “figura sencilla” de Illia se veía rodeada de una “inesperada majestad”, debida a la “serena convicción” del presidente radical “de haber sido ungido por el pueblo soberano”, cuya sinceridad no permitía olvidar fácilmente que la asunción presidencial del médico de Cruz del Eje era fruto de una manipulación electoral digitada por el poder militar. Junto con el debilitamiento de la fe cívica radical, parecía verificarse el “paulatino desdibujamiento” de la adhesión al marco constitucional por parte de “sectores de menos segura vocación democrática”, que acentuaba el empobrecimiento del “acervo de tradiciones políticas” que otrora permitiesen “a los argentinos vivir en relativa paz en medio de la discordia”.
En 1964-1965, el republicanismo radical percibiría “sus límites en su traumática relación con el movimiento obrero peronista y el propio Perón”. Según César Tcach y Celso Rodríguez, el gobierno de Illia sufrió “dos impugnaciones”: una impugnación “nacional popular” y otra “liberal conservadora”.
La impugnación “nacional popular” tuvo como “eje articulador al sindicalismo peronista (…) y fue respaldada, con distintos matices, por frondizistas, alendistas, demócratas cristianos, nacionalistas, sectores católicos y un amplio abanico de izquierda”. La impugnación “liberal conservadora” fue promovida por los grandes empresarios industriales, partidos conservadores provinciales, los portavoces del ideario de la Revolución Libertadora y gran parte de la prensa.
El estilo político de Illia, aparentemente descontextualizado, no parecía condecirse con las innovaciones experimentadas por la política argentina en la década de 1960: el creciente apoyo estudiantil a las ocupaciones fabriles (que parecía revelar una “incipiente superación del divorcio entre obreros y estudiantes” del primer decenio peronista), la retención por obreros de directivos fabriles como nueva modalidad de confrontación, el respaldo a la lucha gremial fabril por partidos políticos no peronistas y sectores vinculados orgánicamente a la Iglesia Católica. Empero, según Tcach y Rodríguez, no debe exagerarse la imagen anacrónica atribuida a Illia por sus contemporáneos. La muy resistida Ley Nacional de Salario Mínimo, Vital y Móvil, sancionada durante su presidencia, estaba a tono con las corrientes de la época, cronológicamente coincidente con una fase de auge del Estado de Bienestar europeo.
Al empresariado y a la derecha liberal no parece haberles agradado en absoluto la “ampulosa retórica” y sentido social de la economía imputados por Tcach y Rodríguez a dirigentes radicales pro-Illia, como Juan Carlos Pugliese o Raúl Alfonsín. Poco después, la calidad de la democracia propuesta por el gobierno de Illia debería atravesar por la prueba de calidad implícita en el fallido intento de retorno de Perón a la Argentina (la llamada “Operación Retorno”) y las elecciones parlamentarias de marzo de 1965.
La “Operación Retorno” puso a prueba la “voluntad política” del líder exiliado, “sus dificultades para disciplinar al sindicalismo vandorista, la solidez del gobierno nacional y la persistencia del espíritu de la Revolución Libertadora en el ámbito castrense”.
El “largo año” de 1964, como lo denominan Tcach y Rodríguez, terminaría con la derrota oficialista en las elecciones parlamentarias de marzo de 1965, los últimos comicios a celebrarse en ocho años. En dicho contexto, diversos actores políticos y sociales parecen haber desarrollado consensuadamente comportamientos orientados a la desestabilización institucional.
En esos días, el “horizonte de tormenta” cernido sobre la Administración Illia se veía complementado por la protesta estudiantil, para disgusto de ciertos elementos conservadores proclives a concebir la universidad, los sindicatos y los círculos intelectuales, artísticos y literarios como “los objetivos claves del marxismo”.
En dicho contexto, las coaliciones liberal-conservadora y nacional-popular parecían dirigir sus miradas hacia la institución militar, denunciando “la fuerza del pretorianismo en la cultura política argentina”.
La situación económica reinante al terminar 1965 no parecía justificar la “inestabilidad política”, aunque “la lógica de la desestabilización” parecía funcionar “con independencia de los indicadores económicos”.
Según Tcach y Rodríguez, el triunfo del “proceso de militarización de la política”, que “involucró a los principales actos sociales”, halló su “arena de realización” en “una cultura política marcada (…) por el pluralismo negativo”. Este último englobaba “formas de hacer política más interesadas en la derrota del rival que en el propio triunfo”. En dicho contexto, la “cultura política facciosa” parecía combinarse con una “sociedad corporativa, donde la autonomía militar era un fenómeno cada vez más ostensible”, sentando “las bases de un consenso golpista que incluyó al peronismo pero también a sus más acérrimos adversarios”. El desasosiego del “cerco liberal-conservador” parecía vincularse a la nada despreciable posibilidad de un triunfo peronista en los comicios de marzo de 1967, destinados a elegir veinte gobernadores provinciales y 96 diputados nacionales.
La Administración Illia parecía acusar una “indefensión corporativa” imputable a la renuencia de Illia a emplear políticamente los pujantes medios televisivos de la época, abiertamente explotados por la oposición contra el presidente. Illia parece haber intentado justificar su débil apelación al elemento mediático, esgrimiendo su necesidad de marcar un contrapunto con las dictaduras totalitarias conocidas por Illia durante su periplo europeo del decenio de 1930 (y quizá también con el peronismo y el frondizismo, que, como el nazismo alemán y el fascismo italiano, habían sido ávidos usuarios de recursos audiovisuales durante sus presidencias). Sus opositores parecen haberle imputado una visión anticuada de la propaganda política en consonancia con su perfil de político caduco.
La crisis dominicana, producto de la intervención militar estadounidense en la nación caribeña, parece haber puesto a prueba a la Administración Illia. El presidente habría robustecido la indignación militar al negar a Onganía la autorización necesaria para movilizar tropas argentinas hacia la nación antillana, arguyendo que el reducido número de efectivos solicitado por el futuro dictador restaba toda relevancia geopolítica y estratégica al envío de soldados argentinos a suelo dominicano.
La crisis dominicana parece haber estimulado la campaña periodística contra una Administración Illia presuntamente condescendiente con la infiltración comunista, que hacía escasos seis años sentase reales en suelo americano al derrocar al dictador cubano Fulgencio Batista. En dicho contexto, Illia parece haberse enfrentado “como nunca a la bifacialidad del arco político opositor”, ahora ampliado por el peronismo, que denunciaba la presunta “infiltración marxista” en el ámbito universitario.
En el ámbito castrense, la consigna ya no parecía ser el reemplazo del peronismo por un “sistema de partidos trunco”, sino la sustitución de “la política por la administración”. En la órbita militar, el antiperonismo parecía ser desplazado por un generalizado “antipartidismo”, nutrido del principio de guerra interna, fruto de la contrainsurgencia francesa en Argelia y adoptado por los militares argentinos, quienes parecían sostener que su país estaba en guerra contra una “subversión” identificable con los numerosos portavoces peronistas e izquierdistas de ideas presuntamente atentatorias contra el “alma del pueblo” y un metafísico “ser nacional”.
El itinerario del discurso público de Onganía parecía enraizarse en un “proceso agudo de militarización de la política”, como el futuro dictador pareció aseverar al negar, en la conferencia militar americana reunida en 1964 en la academia militar estadounidense de West Point, que los militares estuviesen obligados a obedecer a “autoridades electas” y “partidos políticos” susceptibles de verse impregnados por “ideologías exóticas”.
Illia sería el quinto presidente constitucional derrocado por elementos militares desde 1930. Empero, su destitución no ostentó, según Robert Potash, el carácter improvisado de anteriores golpes de Estado. Otra nota distintiva del derrocamiento de Illia parece haber estribado en el activo compromiso de ciertos elementos civiles con el pronunciamiento castrense.
Los líderes sindicales peronistas parecían promover un pacto militar-sindical para materializar una revolución popular apoyada por el Ejército o facilitar la participación comicial del peronismo. El tiempo demostraría el carácter poco realista de los cálculos de la dirigencia sindical.
La respuesta de Illia a la crisis parecía entremezclar, según Potash, “fatalismo y letargo”. Como el Frondizi de 1962, Illia parece haber preferido abstenerse de autorizar acciones militares para evitar baños de sangre. Se mantuvo fiel a sus propios códigos, sin por ello evitar la consumación de un nuevo golpe militar, cuyo éxito debe imputarse a problemas pretéritos irresueltos y al debilitamiento de la fe democrática de muchos argentinos, que habrían concluido ingenuamente que un militar podía acreditar mayor probidad que un civil a la hora de iniciar en la Argentina “una nueva era de paz interna, crecimiento económico y prestigio internacional”.

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