Wednesday, July 29, 2009

No glorifiquemos lo efímero

A usted que corre tras el éxito
ejecutivo de película,
hombre agresivo y enérgico
con ambiciones políticas

A usted que es un hombre práctico
y reside en un piso céntrico,
regando flores de plástico
y pendiente del teléfono


(...)

Antes que les den el pésame
a sus deudos, entre lágrimas,
por su irreparable pérdida
y lo archiven bajo una lápida


Joan Manuel Serrat
A usted

En uno de sus Cuentos peregrinos, Gabriel García Márquez compone el delicioso personaje de María dos Prazeres, añosa ex prostituta brasileña radicada en Barcelona. El Gabo abre su relato con su sabrosa descripción de un encuentro de María dos Prazeres con un joven y atildado vendedor de parcelas de cementerio privado. La singular anciana sudamericana está pagando a plazos su futura sepultura. Mientras tanto, la meretriz jubilada ameniza el crepúsculo de su existencia con amistosas cenas hogareñas compartidas con un aristócrata catalán. Honrando el adagio romano, María dos Prazeres aprovecha sus días, en un mundo donde el tiempo vital se mide, de manera simultánea y paradójica, en décadas y horas. Y, a la par, planifica su vida eterna, dejando atrás la precariedad de su pasada existencia.
Allá por 1998, yo solía pasearme entre las añosas tumbas del cementerio de la Recoleta, el cementerio de la oligarquía pre-neoliberal. Pasaba una y otra vez ante sepulcros de nombres inscritos en las páginas de nuestra historia. Ya tenía en mi haber alguna experiencia de cementerios. En 1996 había ayudado a cargar el féretro de un tío abuelo paterno mío en el cementerio municipal de Lanús. En 1998 haría lo propio con el átaud de mi abuelastro y padrino, padrastro de mi madre y apuntador retirado, que había pedido ser sepultado en el panteón de la Sociedad Argentina de Actores en el cementerio de Chacarita, el cementerio de las clases populares hasta el día de la fecha, habitado por ídolos como Carlos Gardel, el hijo inmigrante de madre soltera, migrante y planchadora, superador por mérito propio de su pobreza y anonimato.
Mi abuela materna, fallecida dos años después en pleno uso de sus facultades mentales, hojeaba una tarde una de sus amadas revistas ilustradas en la vivienda que compartía con quien suscribe y otros miembros de su familia. Descubrió una publicidad de un cementerio privado de Pilar. Mi abuela ya era octogenaria y su salud física se había resentido considerablemente. Como estaba muy lúcida, sabía que su fin se acercaba. Como su segundo marido le había dejado unos pesos, quiso darse un último gusto. Pidió a mi madre que la sepultase en el cementerio privado anunciado en la revista. Mi abuela falleció en mayo de 2000. Mi madre satisfizo su última voluntad. El cementerio nos asignó una parcela con derecho a tres sepulturas para cadáveres enteros y otras tantas para occisos cremados. Hoy yacen allí los restos de mis dos abuelas y mi abuelo paterno.
En su delicioso libro Elogio de la lentitud, el sueco Öwe Wikstrom, pastor y teólogo protestante, psicoterapeuta, relata su viaje a Budapest, donde reparte su tiempo entre el dictado de un curso, la visita a un amigo hospitalizado y partidas de ajedrez disputadas con un anciano habitué de baños termales, que ha sufrido en carne propia las persecuciones políticas lanzadas por los regímenes autoritarios europeos del siglo XX. La estadía de Wikstrom en la capital húngara también incluye una visita al cementerio judío de Budapest, que inspira al autor un intento de resaltar por escrito la importancia de visitar los cementerios. Y yo agregaría: los hospitales y hogares de ancianos. Aún están frescas en mi memoria mis visitas, prolongadas durante cinco años, a mi abuela paterna, fallecida hace seis meses, tras siete años de decadencia psicofísica progresiva, un lustro de internación geriátrica y casi un año de semipostración y alimentación por sonda.
Los muertos tienen todo el tiempo del mundo. No así los vivos, sometidos a un ritmo que no siempre atinan a reducir, aun pudiendo hacerlo. Parecen olvidar que, nos apuremos o no, llegamos finalmente a cadáveres, por muchos nonagenarios y centenarios que esté produciendo la medicina actual.
Practiquemos la lentitud y la gradualidad. Constituyen una excelentísima terapia. No aceleremos innecesariamente la máquina. No glorifiquemos lo efímero. Exaltemos lo perdurable y transmisible. Como las novelas de Dostoievski, que, en la valija llevada por Wikstrom a San Petersburgo, conviven con toda su deliciosa perdurabilidad y transmisibilidad con el carácter dudosamente perdurable y transmisible del ordenador portátil del intelectual escandinavo. Perdurabilidad y transmisibilidad también rezumadas por el espíritu franciscano en la patria chica del pobrecito de Asís, también recorrida por Wikstrom, a ocho siglos de la muerte de San Francisco. ¿Quién se acordará en el siglo XXIX de los celulares del siglo XXI, que comparten este mundo con el milenario pensamiento mosaico, budista, cristiano y mahometano, con las añosísimas tragedias de Shakespeare, cantatas de Bach, sinfonías de Beethoven y óperas de Verdi y Wagner?

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