Friday, July 03, 2009

“Grandezas y miserias de la vida cívica argentina. Roberto Ortiz y la república… ¿imposible?”

Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Instituto de Enseñanza Superior Nº 1 “Dra.Alicia Moreau de Justo”
Profesorado en Historia
Equipo de Trabajo “El Bicentenario de la República”
Coordinadora: Prof.Francisca Beatriz La Greca
Asunto: Jornadas “La Argentina hacia el Bicentenario: identidades, cambios y permanencias”
Exposición verbal “Grandezas y miserias de la vida cívica argentina. Roberto Ortiz y la república… ¿imposible?”


Datos del expositor:

Nombre y apellido: Prof.Ernesto Sebastián Vázquez
e-mail: esvazquez@maderonet.net.ar
Carrera: Historia
Institución: Instituto de Enseñanza Superior Nº 1 “Dra.Alicia Moreau de Justo” (GCBA)


Roberto Ortiz nació en 1886. Asumió la presidencia de la Nación en 1938, tras haber sido forzado por los conservadores a postularse en comicios fraudulentos. Por cuestiones de salud se vio obligado a delegar el mando en su vicepresidente Ramón Castillo, conservador, partidario del fraude electoral y derrocado por un golpe militar en 1943. Ortiz renunció a su cargo en 1942, falleciendo ese mismo año.
El trayecto vital de Ortiz coincidió cronológicamente con un periodo de excepcional relevancia de la historia nacional y mundial.
En el plano internacional, la vida de Ortiz coincidió con el clima de desorientación ideológica imperante entre el fin de la Primera Guerra Mundial y el inicio de la Gran Depresión. Dicha situación reflejaba el debilitamiento infligido por la Gran Guerra a la fe depositada por el mundo prebélico en los avances de la civilización liberal y capitalista.
El mundo del decenio de 1930 avanzaba inexorablemente hacia la Segunda Guerra Mundial. Esta última amenazaba con abarcar todo el planeta. A la Argentina no le resultaría tan sencillo sustraerse al clima generado por la inminente conflagración. La Segunda Guerra Mundial constituiría el choque principal entre las incompatibles cosmovisiones político-ideológicas del periodo de entreguerras. El avance hacia la nueva contienda planetaria se vio acelerado por el cataclismo económico internacional iniciado con el colapso bursátil sufrido en 1929 por Wall Street, cuya evocación no resulta ociosa en el actual contexto global. Esa hecatombe económico-financiera asestó un duro golpe a las democracias liberales y allanó la consagración de los regímenes autoritarios, entre los cuales descolló, en primer término, la dictadura hitleriana.
Entre la caída de Juan Manuel de Rosas y el derrocamiento de Castillo, los elementos más politizados de la sociedad argentina promovieron tres modelos de república. La pronunciada lucha facciosa de ese vasto periodo consistió en una puja entre dichos modelos. La Generación del 80 promovía la “república posible”, infructuosamente promovida por el Bernardino Rivadavia del decenio de 1820 y preconizada por la Generación del 37 y el texto constitucional sancionado en 1853. Los promotores de la “república posible” sugerían ceñirse escrupulosamente a dicho texto. Los promotores de la “república posible” se verían corporizados, entre 1880 y 1912, en la oligarquía agroexportadora.
En la década de 1890, la Argentina asistió al advenimiento de sus primeros partidos políticos modernos. En 1891, Leandro Alem y sus seguidores rechazaron el Acuerdo Mitre-Roca (encarnación del espíritu de la “república posible”) y fundaron la Unión Cívica Radical (UCR) . Cinco años después, Juan B.Justo fundó el Partido Socialista, partido de procedencia de Alfredo Palacios, convertido en 1904 en el primer diputado socialista de América. Los primeros partidos políticos de la Argentina moderna opondrían la figura de la “república verdadera” al modelo de “república posible” promovido por la oligarquía de filiación roquista .
Entre 1880 y 1907 , el general Julio Argentino Roca fue el árbitro indiscutido y primer “Gran Elector” de la política argentina. Si bien las candidaturas presidenciales eran avaladas por las “convenciones de notables” afines a Roca y el electorado , los candidatos a la primera magistratura federal contaban con el aval implícito del “Zorro” . En 1886, Roca, cuyo primer periodo en la Casa Rosada concluía ese año, había logrado transferir la investidura presidencial a su concuñado Miguel Ángel Juárez Celman, de quien se distanciaría posteriormente en términos políticos y personales. En 1892, Roca, en connivencia con Mitre y el presidente Carlos Pellegrini, había apadrinado exitosamente la candidatura presidencial de Luis Sáenz Peña , a cuya dimisión contribuyeron indudablemente los fallidos pronunciamientos revolucionarios radicales de 1893. La asunción presidencial del roquista José Evaristo Uriburu padre allanó la reposición de Roca en el Sillón de Rivadavia . La última actuación de Roca como “Gran Elector” tendría lugar en 1904, cuando el “Zorro” logró ser sucedido en la presidencia de la Nación por su ahijado político Manuel Quintana. Curiosamente, Hipólito Yrigoyen, quien parecía ver en la figura del “Gran Elector” un engendro diabólico del “Régimen” , oficiaría como tal en 1922, al lograr ser sucedido en la presidencia de la Nación por su correligionario Marcelo Torcuato de Alvear. En la década de 1930, el rol de “Gran Elector” recaería en el presidente Agustín Pedro Justo , quien lograría imponer, mediante fraude electoral, a Roberto Ortiz y Ramón Castillo en la presidencia y vicepresidencia de la Nación.
El radicalismo fue el partido de pertenencia de Ortiz, quien se sumó a las filas radicales a temprana edad . En 1904, Ortiz, a la sazón estudiante universitario, repudiaría, junto con sus condiscípulos radicales, la convención de notables destinada a avalar el binomio presidencial Quintana-Figueroa Alcorta, apadrinado por Roca. Al año siguiente, Ortiz tendría una modesta participación en el fallido pronunciamiento revolucionario radical contra el presidente Quintana .
Entre 1916 y 1930, los radicales, promotores de la “república posible”, desempeñaron el gobierno nacional, encabezados por Yrigoyen y Alvear, los dos primeros presidentes elegidos al amparo de la Ley Sáenz Peña. Las elecciones presidenciales de Yrigoyen y Alvear figuran entre los comicios presidenciales más correctos del siglo XX argentino. Antes de llegar al poder, los radicales habían acusado a los conservadores de promover el “gobierno de notables” en detrimento del “gobierno de las leyes” exigido por los radicales. Con estos últimos en el gobierno, los conservadores acusarían a los radicales de propiciar el “gobierno de los hombres” en perjuicio del “gobierno de las leyes”. El fortalecimiento institucional se vio frustrado por la persistencia de la lógica facciosa. Nos hallamos así ante esa “recíproca denegación de legitimidad” postulada por Tulio Halperín Donghi como un mal recurrente de la vida política argentina.
La reforma electoral de 1912 implicó un cambio sustancial en las prácticas comiciales y la concepción del funcionamiento institucional. La aceptación casi unánime del nuevo régimen electoral y el triunfo radical ofuscaron a los conservadores, quienes, ante la nueva situación, intentaron invalidar el principio de soberanía popular y acusar a los yrigoyenistas de desplazar la razón por el número.
El triunfo radical pareció debilitar la fe depositada, al empezar el siglo XX, en la capacidad de la ley para reformar las costumbres. Ese cuadro de situación impulsaría a los conservadores a concebir al radicalismo como un nuevo capítulo de la lucha entre civilización y barbarie.
En la década de 1920, el radicalismo se dividió en dos facciones: la personalista (yrigoyenista y promotora de la lealtad al líder) y la antipersonalista (antiyrigoyenista y defensora de la fidelidad a la organización). El derrocamiento de Yrigoyen jaqueó duramente a un radicalismo dividido, desorientado y prematuramente lanzado a la disputa por la herencia de un líder ya senil.
El derrocamiento de Yrigoyen marca el inicio de la llamada “república imposible”, mantenida hasta la defenestración de Castillo. Se la llama así por haber imposibilitado el normal funcionamiento de las instituciones republicanas durante la denominada “Década Infame” .
Bajo el liderazgo de Alvear, ciertos elementos radicales iniciaron, al empezar la década de 1930, la dificultosa transición entre la lealtad al líder y la fidelidad a la organización. La generosa propuesta alvearista para reunificar el radicalismo disgustó a muchos antipersonalistas, quienes advirtieron al ex presidente que no participarían en la reorganización intrapartidaria sin la eliminación de figuras solidarizadas, en su momento, con la segunda administración yrigoyenista. Los radicales de la Década Infame se enzarzarían en diversas pujas internas, que no deben malinterpretarse como cismas intrapartidarios. Una de ellas fue la desinteligencia entre “restauradores” y “renovadores”. Los primeros promovían la continuidad de los cargos intrapartidarios. Los segundos, también llamados “legalistas”, defendían la incorporación al radicalismo de “hombres nuevos” sin compromisos con el gobierno yrigoyenista.
El principio de representatividad del sistema de partidos pareció debilitarse, al empezar la década de 1930, ante el avance de las propuestas autoritarias. Pero dichas propuestas no lograron desarticular la apelación a la democracia como el mejor régimen posible.
En dicho contexto, los radicales se preguntaban si debían participar (o no) en las fraudulentas elecciones convocadas por la dirigencia conservadora de la Década Infame. A quienes sugerían hacerlo, se les conoce como “concurrencistas”; a quienes sostenían lo contrario, como “abstencionistas”. El conservadurismo de la Década Infame condicionaba duramente la supervivencia política del radicalismo. Muchos radicales se preguntaban si debían o no aceptar tales condicionamientos. También se preguntaban si debían o no sellar alianzas interpartidarias. A quienes rechazaban esa posibilidad, se les conoce como “intransigentes”. A quienes sostenían lo contrario, se les conoce como “unionistas”. Los primeros imputarían a los segundos la derrota electoral sufrida en 1946 por la Unión Democrática, cuyo ecléctico abanico político-ideológico y binomio presidencial incluirían elementos radicales. Los “intransigentes” asumirían la conducción del radicalismo en 1948.
Durante la Década Infame, los radicales “intransigentes” acusarían a ciertos correligionarios suyos de promover la “colaboración” del radicalismo con la dirigencia conservadora. En aras de la claridad conceptual, conviene, empero, recordar los conceptos de “intransigencia” y “colaboración” promovidos por Alvear, quien en 1941 sostendría que los radicales debían limitar su intransigencia a su conducta intrapartidaria y abstenerse de concebir desdeñosamente el estudio de los problemas nacionales como una mera colaboración con el gobierno de turno.
Roberto Ortiz parecía sintetizar el pensamiento político de su tiempo. Había sido radical antipersonalista en la década de 1920 y ocupado un cargo ministerial durante la presidencia de Alvear. Era un neto concurrencista, como lo demuestra su aceptación de la candidatura presidencial para los comicios de 1937. Su incorporación al gabinete justista lo perfila como un “colaboracionista”. Era un claro “unionista”, como lo demuestra su aceptación de un compañero de fórmula no radical. Sin embargo, no comparto en absoluto la patética imagen de Ortiz promovida por Félix Luna. Tras su aparente sumisión a un discurso y praxis políticas harto cuestionables, se escondía el político enérgico que, pese a su endeble salud física, pretendía depurar las prácticas electorales, como lo demuestran su decisión de decretar la intervención federal contra dos baluartes del llamado “fraude patriótico”, enquistados en la Catamarca natal de su vicepresidente y el Buenos Aires de Manuel Fresco.
Aunque forzado a consentirlas para asegurarse su acceso a la presidencia, Ortiz debía seguramente repudiar en su fuero íntimo las violaciones perpetradas por la dirigencia conservadora de la Década Infame contra ciertas cláusulas esenciales de la Ley Sáenz Peña. La normativa comicial de 1912 penaba los atropellos contra el carácter individual del voto, el hábito de ampararse en las potestades propias de un funcionario público para coartar la libertad de sufragio , una conducta análoga en las personas particulares, la falsificación, destrucción, sustracción y modificación de la documentación electoral por parte de funcionarios o particulares , la apelación a “dicterios, amenazas, injurias o cualquier otro género de demostraciones violentas” para tratar de “coartar la voluntad del sufragante” , la compraventa de votos y los intentos de falsear “la verdad en el curso de la operación electoral”.
Al inaugurar las sesiones parlamentarias regulares de 1939, Ortiz afirmó haber instado “a los partidos políticos y a las masas independientes, que me honran con su adhesión” a dotar “a las grandes organismos populares de responsabilidad y jerarquía cívica, convirtiéndolos en poderosos instrumentos del progreso nacional y no en simples conglomerados de votantes” . En su alocución, el presidente sugirió apelar, con dicho propósito, al escrupuloso respeto por “los derechos políticos, la libertad de opinión y la pureza del sufragio” . El primer mandatario también instó a los “poderes federales” a abstenerse de ceñirse exclusivamente “a la observancia de algunas formas externas, cuando se desconocen las causas de una crisis profunda de moral y de jerarquización políticosocial”. Esas severas apreciaciones no podían sino disgustar a la inescrupulosa dirigencia conservadora de la Década Infame.
Al inaugurar las sesiones parlamentarias regulares de 1940, Ortiz justificó la intervención a Buenos Aires en los siguientes términos, negando que el mero “restablecimiento de la libertad electoral” pudiese salvar a la Nación de los males políticos y sociales que debemos prevenir”. En dicha ocasión, Ortiz definió a la “libertad y garantías constitucionales” como la “condición previa para crear el clima y el medio” para extirpar de “vicios políticos (…) impropios de un pueblo celoso de su dignidad y libre albedrío”. En probable alusión a los baluartes provinciales del “fraude patriótico”, el presidente negó que el “régimen autonómico consagrado en la Constitución” constituyese una “norma institucional aislada y absoluta” y sostuvo que las provincias debían observar los “principios fundamentales del sistema” y, muy particularmente, la “forma representativa de gobierno”, basada en la “pureza del sufragio”. Ortiz confiaba en la capacidad educadora de la práctica electoral, que pretendía auxiliar con leyes que obligasen a los partidos políticos a transformarse en estructuras menos facciosas y más orgánicas. Ortiz negaba que la lentitud del desarrollo social y de la regeneración partidaria permitiese postergar la apertura electoral. Cada avance de su política comicial demolería las bases de la coalición que le llevase a la presidencia y permitía gobernar.
La destrucción de las máquinas de fraude electoral provocaría inevitablemente la reacción de los vigorosos elementos conservadores y antipersonalistas del Interior. A Alvear y los miembros del Comité Nacional del radicalismo no podía sino entusiasmarles el advenimiento de Ortiz. Este último parecía encarnar la única salida posible para un radicalismo frustrado por el fracaso de su política abstencionista.
El proyecto de Ortiz se veía severamente condicionado por la necesidad de la dirigencia radical de mantener un perfil opositor y la previsible hostilidad conservadora ante la apertura electoral promovida por el presidente y apoyada por la opinión pública. El conservadurismo intentó explotar en beneficio propio el célebre episodio de compraventas de tierras para el Ejército conocido como el “escándalo de El Palomar”, al cual los conservadores intentarían ligar al primer mandatario, quien había suscrito el decreto de autorización de compra junto con su ministro de Guerra, general Carlos Márquez. Este último y el Ejército constituían piezas fundamentales en la política presidencial. Para desgracia de Ortiz, los oficiales más poderosos del Ejército respondían fielmente a Justo, a quien Ortiz debía en cierto modo la presidencia. El ex presidente aspiraba a convertirse en el candidato radical en las elecciones presidenciales de 1943. Justo veía en Ortiz un político débil y manipulable, aunque ni Ortiz ni Castillo ajustarían sus políticas a los deseos de Justo.
El escándalo de El Palomar impelió a Ortiz a presentar su renuncia, efectivizada dos años después, tras una larga licencia por enfermedad. Lo hacía en un contexto aparentemente signado por un lamentable abandono de las perspectivas y tradicionales nacionales y fehacientemente caracterizado por esa internacionalización de la política interna argentina imputable al desencadenamiento de la guerra civil española y la segunda conflagración mundial. Ortiz era consciente de dicha situación. Al inaugurar las sesiones parlamentarias regulares de 1939, en el marco de la finalización del conflicto hispano y en vísperas del estallido de la Segunda Guerra Mundial, en una probable alusión a la admiración de Fresco por Hitler, Franco y Mussolini , el primer mandatario sostuvo: “Ahora no parecerá una paradoja si afirmo que nuestro problema político más urgente (en esta hora peligrosa del mundo) es argentinizar de nuevo la política nacional, limpiándola de ideologías internacionales, de idolatrías a jefes políticos y regímenes extranjeros, que repugnan a nuestra tradición cívica y a nuestra psicología. (…)” . En dicha ocasión, Ortiz instó a los argentinos a acentuar y conservar su “concepto de argentinidad con un sagrado egoísmo” y apartarse “de la pasión creada por el choque de los viejos antagonismos, que se producen en el continente europeo” . En su dimisión, Ortiz definió a la paz, la normalidad institucional y la política de juego limpio como las condiciones previas para una “obra de gobierno constructiva y perdurable” . Ortiz parecía deseoso de “denunciar al pueblo argentino que trabaja, sufre y lucha en los campos y ciudades por la grandeza de la patria, la torpe finalidad política que se oculta en la investigación del negociado y que determina mi actitud (…)” .
El Congreso rechazó la renuncia de Ortiz, pero su delicada salud le obligó a retirarse de la vida pública y delegar el mando en Castillo, cuyos deseos de exclusivismo conservador se verían limitados por su sujeción al fraude, la improbable pasividad del radicalismo, la fuerte injerencia de Justo en el Ejército y la oposición del propio Ortiz. Desde su “forzado retiro”, este último emitió un manifiesto, publicado en febrero de 1941. En dicho documento, dirigido al “pueblo argentino”, Ortiz negó que las “realidades vivas” y los “enormes problemas económicos y sociales de un pueblo” pudiesen ahogarse con “la fuerza” o con “soluciones artificiales, ajenas al sentimiento colectivo”, preconizando, en consecuencia, el respeto por las “normas constitucionales” y la sanción de leyes susceptibles de optimizar el funcionamiento del “sistema democrático de gobierno” .
En dicha ocasión, Ortiz sostuvo que esas directivas parecían estar siendo ignoradas por quienes vivían, “política y socialmente, de espaldas al pueblo y sin contacto alguno con sus necesidades, dolores y esperanzas” . Según Ortiz, ciertos políticos parecían reducir los “problemas nacionales” al usufructo de las “posiciones que el pueblo no les otorga o les niega”. Ortiz negaba comprender cómo podía apelarse a instrumentos legales “para legitimar situaciones de violencia y conquista del fraude”. Y agregaba: “(…) Desde mi sitial de primer magistrado de la Nación (…), entrego al pueblo de mi patria mis anhelos de pacificación institucional, de verdad republicana y de engrandecimiento nacional”.
Ortiz, perfectamente consciente de los enormes escollos impuestos a su supresión, creía posible abolir la “república imposible”. De allí mi decisión de escribir, al titular la presente ponencia, el adjetivo imposible entre sendos signos de interrogación. No pretendo negar su existencia. Sí pretendo negar, junto con Ortiz, la imposibilidad de suprimirla. El derrocamiento de Castillo, verdadero golpe de gracia contra la “república imposible”, corrobora dicha impresión.
Causas ajenas a su voluntad obligaron a Ortiz suspender la ejecución de su programa. Ello no impide ver en Ortiz el fin de una etapa. Fue el último presidente argentino elegido en comicios fraudulentos. Los golpistas de 1955 y 1962 condicionarían en duros términos la supervivencia de los dos grandes partidos políticos de la Argentina del siglo XX. A partir de 1966, el llamado “partido militar” pretendería silenciar la política misma. Los golpistas de 1976 llegarían a niveles cuasi-genocidas en su intento de despolitizar la sociedad. La existencia de la política se vería jaqueada con similar contundencia por el violento pronunciamiento cívico de 2001. Afortunadamente, nada de ello no ha impedido la vigorosa pervivencia de la restauración democrática iniciada en 1983.
Tales apreciaciones no resultan anacrónicas en el contexto actual. La Argentina atraviesa actualmente el tramo final de una década signada por una trabajosa reconfiguración de su vida socioeconómica y política. Por estos días, el equilibrio socioeconómico de nuestra patria parece verse amenazado por la posibilidad de una nueva crisis económico-financiera a escala global. Los argentinos nos acercamos a una década de Bicentenarios, obligados a redefinirnos en términos axiológicos . Como bien señalan ciertos autores, la democracia no se reduce al sufragio. Razón no falta a quienes imputan procederes turbios a la actual dirigencia política. Pero ello no permite promover una peligrosa “anti-política”. Como en tiempos de Ortiz, el voto constituye un verdadero maná para las endebles instituciones republicanas argentinas.

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Buenos Aires, octubre de 2008

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