Sunday, September 23, 2007

Complicidades desaconsejables

En septiembre de 1930, en los balcones de la Casa Rosada, el general José Félix Uriburu prestaba juramento como el primer dictador del siglo XX argentino. Cien mil personas abarrotaban las inmediaciones de la Casa de Gobierno. Veinticinco años después, hacía lo propio el general Eduardo Lonardi, en un marco similar. La caída de los presidentes Arturo Frondizi y Arturo Illia se consumaría, por el contrario, en medio de un silencio casi generalizado. Ninguna multitud (de apoyo o repudio)colmó las inmediaciones del edificio oficial que cobijó la asunción presidencial de José María Guido y Juan Carlos Onganía. La viuda de Perón (cuyo ascenso al poder avalasen 7.4 millones de votantes hacía menos de tres años) fue exonerada del poder sin gozar de consenso alguno entre la población.
Silenciosos o exultantes, los argentinos fuimos cómplices del golpismo durante más de medio siglo. La desastrosa experiencia del Proceso de Reorganización Nacional nos hizo percibir la inconveniencia de esa conducta. Durante la presidencia de Raúl Alfonsín, la Plaza de Mayo se vio abarrotada de fervorosos defensores de nuestra vapuleada democracia. Así lo evidenció dramáticamente la reacción contra el alzamiento militar de la Semana Santa de 1987, cuando el radical Alfonsín y el peronista Antonio Cafiero, los máximos dirigentes de dos partidos políticos tradicionalmente enfrentados entre sí, aparecieron en el histórico balcón para anunciar claramente que el bien común no podía verse avasallado por las convicciones ideológicas sectoriales. La "plaza llena" de 1983-1987, sucesora de su homónima peronista de 1945-1955 y 1973-1974, había desplazado a la "plaza vacía" de los "años de plomo" de la infame dictadura militar de 1976-1983, esta última reeditada durante la década menemista, cuyo discurso eficientista reflejaba la equívoca creencia en la posibilidad de gobernar sin considerar el sentimiento popular. En 2001, los argentinos, hartos de la complicidad (silenciosa, inconsciente o exultante) con el neoliberalismo, nos pronunciamos nuevamente contra una opción descabellada, marginando a sus portavoces. Nuestros votos de 2003 y 2005 refrendaron nuestra nueva postura.
En el año en curso, trascendental periodo electoral, muchos argentinos parecen dispuestos a otorgar a otra desaconsejable opción votos suficientes para ascender a la cúspide del poder político. Las encuestas de intención de voto aseguran la inminente elección presidencial de la señora de Kirchner, cuyos futuros votantes no parecen preguntarse si es realmente lícito que el presidente de la Nación sea sucedido por su propia consorte, esta última carente de toda experiencia previa en la función ejecutiva, indispensable de todo primer magistrado. Ello significa que muchos argentinos parecen estar a punto de sucumbir a la tentación de incurrir en otro desaconsejable acto de complicidad.
Las complicidades desaconsejables nos han costado caro. La complicidad con los golpistas de 1930-1983 tronchó la saludable tradición de relativa continuidad institucional del periodo 1862-1930. La complicidad con el execrable Proceso de Reorganización Nacional nos costó treinta mil desaparecidos y una multimillonaria (y evitable) deuda externa. La complicidad con el neoliberalismo menemista-aliancista sumergió al país en la peor débâcle socioeconómica de su historia. La complicidad con el costado más objetable del kirchnerismo puede empeorar la delicada situación político-institucional de la actualidad.
Los argentinos hemos demostrado ser capaces de deponer las complicidades desaconsejables. Pero no de evitar su reiteración. Ya es hora de percibir esa necesidad.

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