Sunday, June 17, 2007

Patriota por épocas

"Mi tatarabuelo era un europeo, mi bisabuelo era un inmigrante, mi abuelo es un criollo, mi padre es un argentino, yo aspiro a ser una persona", razonaba quien suscribe, con 28 años de edad sobre sus espaldas, tendido sobre el diván de su psicoterapeuta de la época.
En 1982, el estallido de la guerra de Malvinas había conmovido mis doce abriles y despertado en mí una pueril fibra patriótica. Me sentía profundamente argentino. Me indignó profundamente la capitulación del general Menéndez en el gélido archipiélago del Atlántico meridional. Irónicamente, despotriqué contra su claudicación sentado en la poltrona de mi peluquero de la sucursal porteña de la firma inglesa Harrod's, donde mi abuela materna, que en paz descanse, solía llevarme a cortarme el pelo. Me negaba tozudamente a estudiar inglés.
Al año siguiente, todo había cambiado. Me dediqué ejemplarmente a descifrar los códigos de la lengua de Shakespeare. Mi mente infanto-juvenil se vio direccionada en otros sentidos por el huracán alfonsinista, el estreno de la película de sir Richard Attenborough sobre Gandhi y de la primera parte de La República perdida y la lectura del libro de Manuel Gálvez sobre Hipólito Yrigoyen y de la biografía del Mahatma escrita por Louis Fischer. Durante la accidentada presidencia de don Raúl, el patriotismo se vio relegado a un segundo plano en mi psiquis adolescente.
Durante el verano austral de 1988-1989, realicé mi primer viaje a Europa. Allí tuve oportunidad, por primera vez en mi vida, de contactarme con sociedades regidas por gobiernos pragmáticos. Ver el pragmatismo en acción en la Inglaterra de Margaret Thatcher, en la Francia de François Mitterrand y en la España de Felipe González no podía sino llamar la atención del jovencito que era yo por entonces, quien ese año debía emitir su primer voto, y, por añadidura, en una elección presidencial. Todo un bautismo de fuego cívico para un sufragante novel.
Al volver del Viejo Mundo, presencié el bochornoso desenlace de la gestión gubernativa del doctor Raúl Alfonsín, ese poderoso despertador de mi conciencia cívica. 1989 fue un año arduo para nuestra patria. El copamiento del regimiento de La Tablada había revelado la existencia de un golpismo cívico de izquierda, réplica sin fortuna del sindicalismo castrense de los Rico y los Seineldín, cuyos pronunciamientos de años anteriores obligasen al político de Chascomús a licenciar al fiscal Strassera y promulgar las infames "leyes del perdón". El otoño argentino de 1989 discurrió al amparo de una tremenda crisis socioeconómica y un cambio precipitado de partido gobernante.
Hacia finales de ese año complejo, el panorama internacional se vio conmocionado hasta la médula por la caída del Muro de Berlín y la Revolución de Terciopelo (como se dio en llamar a la rápida caída del comunismo de la Europa oriental). Con Deng Xiaoping a la cabeza y los jóvenes manifestantes de Tienanmen silenciados a punta de tanque, China aprendía a congeniar a Mao Tsé-Tung con Ronald McDonald. En Panamá,el Tío Sam demostraba su poderío al derrocar al general Manuel Noriega en una operación relámpago, consumada a dos horas de avión de una Cuba privada del oro moscovita y regida por un dirigente entrecano, eternamente embutido en un uniforme militar y renuente a aprender el nuevo catecismo rojo. En Nicaragua, la asunción de la presidenta Violeta Barros de Chamorro pronto pondría fin al segundo capítulo de la revolución sandinista: el tercero recién empezaría a escribirse muchos años después. En Rusia, Mijail Gorbachov reconocía que ya se habían superado los días supuestamente gloriosos de la era Brezhnev. Pronto se reuniría con George Bush padre en Malta, donde, según se dijo por entonces, el líder ruso firmaría el acta de capitulación del tambaleante comunismo del Este europeo, tras cuarenta y tantos años de una Guerra Fría de a ratos no tan fría. Ya era hora de licenciar a las tropas rusas emplazadas en Afganistán hacía ya una larga década.
Se estaba ingresando en una nueva era. La Argentina no podía ser ajena a esa mutación a escala planetaria. En el Sillón de Rivadavia ya no se sentaba un parsimonioso bonaerense de pueblo chico, sino el nunca bien ponderado Carlos Saúl Menem, un agresivo y dinámico riojano de ascendencia siria, ex preso político de la peor dictadura de la historia argentina, tres veces gobernador de su provincia natal, que no se andaba con chiquitas. El Turco, como se dio en llamársele, declaró urbi et orbi, ni bien prestó el juramento de rigor ante la Asamblea Legislativa, que él quería "ser el presidente de la Argentina de Rosas y de Sarmiento, de Mitre y de Facundo, de Ángel Vicente Peñaloza y Juan Bautista Alberdi, de Pellegrini y de Yrigoyen, de Perón y de Balbín" (véase NATALE, Alberto. Privatizaciones en privado. El testimonio de un protagonista que desnuda el laberinto de las adjudicaciones. Buenos Aires, Planeta, 1993, p.14). Con pulso firme, el nuevo mandatario indultó a los ex jerarcas procesistas, compartió un palco con el almirante Rojas, ordenó el bombardeo aéreo del Regimiento 1 de Patricios para sofocar el último alzamiento castrense del siglo XX argentino, promulgó la Ley de Reforma del Estado, veló por su escrupuloso cumplimiento, terminó con la hiperinflación heredada de su predecesor e implantó sin pestañear los principios de la economía de libre mercado, secundado por un enérgico ministro de Economía de característica calvicie, doctorado en el Gran País del Norte. El almacén de don Pepe y sus latas de dulce de membrillo perdieron terreno ante los flamantes shoppings e hipermercados recorridos por argentinos fascinados por la posibilidad de delectarse a bajo costo con los chocolates suizos e ingleses, los tés chinos, cingaleses e indios, los vinos chilenos, la cerveza brasileña, las papas fritas de copetín estadounidenses, el champagne francés y el aceite de oliva español, atendidos por cajeras domiciliadas en la Villa 31 de Retiro y sentenciadas al proletario colectivo. Eran los segundos "años locos" de un siglo próximo a fenecer. Aunque aún no lo razonase en esos términos, mi primer periplo europeo me había hecho concluir que la Argentina necesitaba gobiernos pragmáticos. Quien suscribe mordió, en consecuencia, el engañoso anzuelo de la versión vernácula de la presunta panacea neoliberal. Mis votos de 1994 y 1995 ayudaron a reelegir al singular "conde de Anillaco", como se dio en llamársele a raíz de la obtención de un título pontificio.
Las sucesivas crisis exógenas del funesto periodo 1995-2002 me hicieron percibir la inconveniencia de prolongar ad aeternum la vigencia de una fórmula que actualizaba en la piel de muchos compatriotas el "sin pan y sin trabajo" inmortalizado un siglo atrás por la paleta de Ernesto de la Cárcova. Ingenuamente, creí ver en la Alianza la posibilidad de reemplazar al "menemato" por un gobierno de coalición a la usanza europea, superador de la nefasta receta de la globalización. En los comicios legislativos de 1997, presidenciales de 1999 y comunales de 2000, mis votos contribuyeron a cimentar el poder del "ese lentísimo señor prescindente de la Nación, Frenando de la Duda", como bautizó el punzante estilo humorístico de Nik al popular Chupete, uno de los dirigentes políticos más respetados por quien suscribe en sus años mozos. Mientras cargaba la cazoleta de mi pipa con las hebras de los mejores tabacos europeos, enrojecidas por la llama de unos kilométricos fósforos especiales de procedencia gala, contemplaba la decadencia, de a ratos glamorosa, de una Argentina ahora situada en el umbral de un nuevo siglo y milenio.
Diciembre de 2001 consumó la divisoria de aguas entre dos épocas históricas. Acababa de expirar una centuria signada, en estos arrabales del orbe, por seis golpes militares, sucedidos a lo largo de medio siglo. Desde el "derrocamiento" de Alfonsín habían transcurrido doce largos años. En menos de diez días, cronológicamente coincidentes con la Navidad más triste de nuestra historia, un pueblo sin uniformes de general y gorras de almirante defenestró a dos presidentes. De la Rúa se exilió en su quinta de Pilar, donde sigue recluido al día de la fecha. Adolfo Rodríguez Saá regresó a sus soberbias serranías puntanas.
Don Eduardo Duhalde abandonó la efímera comodidad de su butaca senatorial para sentarse, por decisión de la Asamblea Legislativa, en el trono de espinas. Se derogó la Ley de Convertibilidad. Se devaluó el peso, se terminaron las bondades del 1 a 1, se pesificaron depósitos para escándalo de los elementos bien pensantes liderados por un artista de variedades súbitamente erigido en líder de enardecidos ahorristas. Cambié el tabaco danés por las argentinísimas y abominables hebras del Exeter. Cambié los Lipton y Twinnings por los criollísimos saquitos de Taragüí, Virgin Islands y Green Hill. Los amantes del Concha y Toro, de la Budweiser made in USA, del champagne de la Veuve Clicquout y del coñac francés debieron conformarse con los tintos de Luján de Cuyo, la Quilmes de un plebeyo municipio del maloliente conurbano bonaerense, el Chandon extra brut elaborado al amparo de la Bandera del Ejército de los Andes custodiada en la Casa de Gobierno mendocina y el vernáculo Otard Dupuy degustado por los comensales adultos en la sobremesa de los familiares almuerzos dominicales promovidos en su infancia por sus mayores, que no necesitaban queso suizo, aceitunas griegas y pretzels israelíes para sus veladas de truco y aperitivo en un cafetín de barrio, similar al descrito por Bioy Casares en su Diario de la guerra del cerdo e injustamente desplazado, al fenecer el pasado milenio, por las hamburguesas de plástico de una productora multinacional de síndrome uremo-hemolítico infantil.
Había que vivir de lo nuestro. Con Néstor y Cristina en la Rosada, la economía se reactivó, pero los tiempos habían cambiado. Los antiguos habitués de Cancún y Punta del Este debieron reemplazar las puestas de sol sobre el Caribe mexicano y La Mansa por los atardeceres sobre el Atlántico a la altura de Cariló. Importar computadoras chinas era más barato que traerlos directamente de Silicon Valley.
Ese forzoso "vivir de lo nuestro" motivó el renacimiento de mis sentimientos patrióticos. No en la clave militarista y tardogauchesca de mis malvineros doce abriles, sino en un código acorde con nuestros tiempos. Comprendí, al cabo de largos años, habiendo celebrado mi cumpleaños número treinta y tantos, que tanto mi ingenuo nacionalismo preadolescente como el desenfrenado neoliberalismo apátrida de mi juventud habían obnubilado mi juicio.
Al argumento hilvanado hace una década ante mi terapeuta, yo agregaría: "aspiro a ser una persona, pero también a ser un patriota". ¿Patriota por épocas? Tal vez sí. Las circunstancias históricas son cambiantes. Un ser humano es producto de las mismas. Pero el status de patriota, obviamente desprovisto de matices xenofóbicos y sumado a otros componentes positivos de nuestra personalidad, no está en absoluto reñido con nuestra humana condición.

Nota del autor: la redacción de esta entrada, iniciada e interrumpida el 17 de junio de 2007, fue retomada y concluida los días 20-21 de noviembre de 2008.

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