Extranjeros, a las urnas
Las leyes electorales de 1821 y 1912 no otorgaban el derecho de voto al extranjero residente en la Argentina, excepto si se naturalizaba. Como muchos se resistían a hacerlo, los inmigrantes quedaban fuera del sistema político argentino, al cual procuraban (a principios del siglo XX) incorporarse aclimatando en su patria adoptiva, con suerte variopinta, ideologías oriundas de sus países de origen, como el anarquismo o el socialismo, aunque su accionar se vio limitado por las duras medidas dictadas sobre el particular por los gobiernos conservadores, como el confinamiento en el penal de Ushuaia o la aplicación de la ley de Residencia, normativa sancionada en 1901 que autorizaba al Poder Ejecutivo Nacional argentino a expulsar del país a todo extranjero indeseable, recién derogada durante la primera presidencia de Perón e infructuosamente exhumada por Onganía.
Los hijos argentinos de los inmigrantes abjuraron en muchos casos de las ideologías importadas por sus progenitores y adhirieron a partidos políticos vernáculos, como el radicalismo yrigoyenista, a cuyo encumbramiento contribuyeron al establecerse, mediante la ley Sáenz Peña, el voto obligatorio, universal y secreto para todo argentino varón (nativo o naturalizado). Muchos nietos de inmigrantes alentaron al peronismo o antiperonismo. También sus nietas, alentadas por la introducción del voto femenino, oficializada en 1947.
En 1993 el gobierno menemista otorgó el derecho de voto al inmigrante no naturalizado, aunque sin carácter obligatorio, lo cual alentaría a muchos beneficiarios de la medida a abstenerse de sufragar en las elecciones argentinas.
Eso no debe quedar así. El inmigrante no naturalizado debe tener los mismos derechos y deberes cívicos que el argentino nativo o por opción. No es justo que este último deba votar obligatoriamente entre sus 18 y 70 años de edad (haciéndose pasible de sanciones legales en caso de incumplimiento) y que al inmigrante no naturalizado no se le exija el estricto acatamiento de la legislación electoral argentina.
Obligar al inmigrante no naturalizado a votar en las elecciones argentinas constituye indudablemente el siguiente paso fundamental en nuestra accidentada evolución cívica.
Los hijos argentinos de los inmigrantes abjuraron en muchos casos de las ideologías importadas por sus progenitores y adhirieron a partidos políticos vernáculos, como el radicalismo yrigoyenista, a cuyo encumbramiento contribuyeron al establecerse, mediante la ley Sáenz Peña, el voto obligatorio, universal y secreto para todo argentino varón (nativo o naturalizado). Muchos nietos de inmigrantes alentaron al peronismo o antiperonismo. También sus nietas, alentadas por la introducción del voto femenino, oficializada en 1947.
En 1993 el gobierno menemista otorgó el derecho de voto al inmigrante no naturalizado, aunque sin carácter obligatorio, lo cual alentaría a muchos beneficiarios de la medida a abstenerse de sufragar en las elecciones argentinas.
Eso no debe quedar así. El inmigrante no naturalizado debe tener los mismos derechos y deberes cívicos que el argentino nativo o por opción. No es justo que este último deba votar obligatoriamente entre sus 18 y 70 años de edad (haciéndose pasible de sanciones legales en caso de incumplimiento) y que al inmigrante no naturalizado no se le exija el estricto acatamiento de la legislación electoral argentina.
Obligar al inmigrante no naturalizado a votar en las elecciones argentinas constituye indudablemente el siguiente paso fundamental en nuestra accidentada evolución cívica.
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